CAPÍTULO 7
por L.G. Morgan
El interior del barco era tan cálido y acogedor como el hogar de los sueños de cualquiera. Olía a cera y a madera antigua. Parecía preservado del tiempo y del efecto de los elementos como si habitara en una burbuja.
Los cuatro hombres siguieron a la Sombra mientras les iba mostrando, uno por uno, los camarotes, las bodegas y la diminuta cocina. Todo se hallaba vacío y silencioso, aguardando la llegada de los siete predestinados ocupantes.
Desde luego, a medida que recorrían las entrañas del barco se iban sintiendo cada vez más perplejos, elucubrando en voz alta sobre las más peregrinas hipótesis, acerca de la función y la naturaleza del barco y sobre el hecho sorprendente de que hubiera un número previsto de huéspedes, que deberían ser recogidos del mar o de alguna costa incógnita. Eso sin contar con la espectral tripulación que se encargaba de las arduas faenas de pilotaje y para la que no había previsto espacio alguno ni, era de suponer, manutención o cobijo.
En aquel momento un bandazo del barco les hizo trastabillar y arracimarse los unos sobre los otros mientras lograban recuperar el equilibrio. Aparentemente, el barco había reemprendido su errante vagabundeo.
Por un instante se quedaron inmóviles y a la espera, tratando de captar los sonidos lejanos que les llegaban desde la cubierta para poder interpretar lo que estaba ocurriendo. Pero desde allí abajo solo se escuchaba el eco apagado de las olas suaves rompiendo contra el casco del buque, suficiente, eso sí, para poder deducir que estaban navegando y que el mar debía de estar más o menos calmado.
Habían llegado a comprender que ni su voluntad ni sus acciones tendrían consecuencias sobre los hechos presentes o futuros que hubieran de vivir. Nada de eso dependía de ellos. Así que, tras considerarlo un momento, decidieron sabiamente resignarse a su destino y hacer caso omiso del rumbo que hubiera tomado el navío, y trataron de ponerse cómodos a la espera de cómo se desarrollaban las cosas.
Lo primero era acomodar al herido lo mejor posible. Su brazo no había vuelto a sangrar pero ocurría algo con sus ojos, eso estaba claro. Sin embargo, las pocas preguntas que se habían atrevido los demás a formularle sobre el tema solo habían obtenido parcas respuestas y gestos de disgusto por parte de Deathlone.
Le ayudaron a sentarse en una amplia butaca que había en uno de los camarotes más amplios, una especie de sala de estar, para después tomar asiento el resto en torno a una mesa redonda, clavada sólidamente al suelo, que se hallaba al lado.
Shaft propuso entretener el tiempo jugando una partida de cartas. El resto aceptó aunque con poco entusiasmo, al fin y al cabo, pensaron, era mejor eso que no hacer nada.
Pero nada más empezar comprendieron las dificultades de la tarea. No había ningún juego que conocieran todos. Incluso aquella baraja que habían encontrado en un cajón de la estancia, junto a un tablero de damas de madera y otro de ajedrez, bellamente esculpido, resultaba extraña para la mayoría. Solo a Willibald y a Shaft les parecía de algún modo familiar, aunque este último la había definido desde el primer momento como “auténtica antigualla”, sorprendiéndose en grado sumo de su buen aspecto dado su arcaico diseño.
Para la Sombra, Böortryp y Cecil Deathlone resultaba exótica y ajena como una criatura de un mundo distinto al suyo.
Y fue entonces cuando cobraron conciencia del extraño asunto del lenguaje.
Aquellos cinco hombres eran todo menos parecidos. Sus ropas, sus maneras, sus lugares de nacimiento, incluso sus acentos, no podían ser más distintos.
En la breve conversación que habían mantenido hasta el momento habían podido darse cuenta de que ni siquiera conocían, en la mayor parte de los casos, los pueblos, ciudades e incluso continentes o paisajes, de los que hablaban los otros. Cada uno había dado por supuesto que los otros compartían los rasgos de su propio mundo pero ahora se dieron cuenta, por primera vez, de que no era así.
Un relato más exhaustivo de sus peripecias les condujo a la conclusión escalofriante de que allí estaban reunidos seres de distintos países, de distintas épocas, de distintos planetas e incluso, tal vez, de distintas dimensiones o planos de existencia. No podían encontrar ni siquiera términos o conceptos comunes para algunas cosas que les estaban pasando en aquel extraño barco.
¿Cómo podían entenderse entonces?
Porque eso es lo que hacían. Cada cosa que decía uno de ellos era seguida sin dificultad por el resto, y eso que todos estaban convencidos de estar utilizando el mismo lenguaje de costumbre.
No, decididamente en aquel barco nada era sencillo.
Böortryp, con su lógica impecable, les hizo notar que mientras no dispusieran de nuevos datos constituía una pérdida de tiempo y esfuerzo tratar de encontrar una explicación. Propuso aparcar aquellas cuestiones que les tenían perplejos hasta que se dieran circunstancias más favorables y concentrarse por el momento en pasar el trance lo mejor posible.
- Quién sabe –les dijo-, quizá hasta aprendamos algo.
Al poco rato se retiraron a dormir con cierto alivio. Todos ansiaban estar un momento a solas, para poder digerir las últimas experiencias, y porque tampoco es que los demás fueran una compañía especialmente grata.
- Un puñado de hombres que no se conocen enfrentados a esa tensión... ¡Uff –pensó Willibald - era mejor dejarse espacio!
Les despertó la calma total al cabo de pocas horas. Y la ausencia de sonido.
De uno en uno fueron subiendo a cubierta. Faltaba poco para el amanecer.
El mar estaba tan quieto como una balsa de aceite y no soplaba ni una mísera ráfaga de aire. Las velas habían sido arriadas y echada el ancla.
No hacía falta ser muy listo para suponer que aquella era otra de las paradas obligadas en su andadura.
De pronto el aire reverberó sobre el mar y se volvió más denso y turbio. A través de la distancia vieron aparecer una silueta borrosa, desdibujada y confusa que avanzaba en su dirección, tal vez una embarcación en el horizonte lejano.
Al acercarse la imagen un poco más, sin embargo, los pasajeros oyeron un leve chapoteo en el agua, que les llevó a pensar que quizá no se trataba de una nave acercándose desde la lejanía, sino de algo más pequeño. Tal vez una barca o una canoa. Sí, pensaron unos y otros, eso tenía que ser, y el chapoteo sería de los remos, sin duda alguna.
La explicación racional, como la de tantas otras cosas en ese maldito barco, no sobrevivió a un segundo vistazo, cuando la sombra se transformó en figura. Una figura humana con una mochila caminando descalza sobre el agua mientras se fumaba tranquilamente un cigarro.
El hombre, que aparentaba unos treinta años e iba ataviado con unos vaqueros medio rotos y una camisa a cuadros, abierta sobre un pecho desnudo, dio una última calada al cigarrillo, alzó la cabeza hasta los boquiabiertos pasajeros y lanzó la colilla al mar como quien la tira al suelo.
Después habló con un acento que John Shaft creyó reconocer como irlandés.
- ¡Ha del barco, compañeros! ¿Os importaría tirarme un cabo para que pueda subir?
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