CAPÍTULO 20 - Deudas
por Gerard P. Cortés
La paloma entregó el mensaje cuando el sol comenzaba a asomarse tras el horizonte.
Antes de que éste hubiera salido del todo, Belfast ya estaba en tierra, sacudiéndose la arena de los pies y calzándose las botas.
El Destino había permanecido días en esas aguas, sin decidirse a avanzar, con la costa lejana como única referencia. Una referencia inútil para la mayoría, que nunca habían avistado su forma, pero que le heló la sangre a él cuando la reconoció.
La llegada de la paloma, incluso lo que estaba escrito en la nota que ésta transportaba, ni siquiera le sorprendió. Seguramente su presencia fue detectada en cuanto el Destino entró en esta dimensión, y cuando los espectros echaron el ancla sin dar más explicaciones supo que sólo era cuestión de tiempo.
Echó a andar, dejando que la memoria de sus pasos dictara el rumbo, mientras su mente levantaba el vuelo hacia el pasado, los viejos amigos, los viejos lugares, las viejas deudas.
Belfast sabía más de deudas que cualquier otro hombre que hubiera conocido. Deudas adquiridas, deudas cobradas, deudas reclamadas y pagadas con sangre. Las deudas eran, al fin y al cabo, las que lo habían llevado a buscar santuario en esa nave maldita de la que ahora era poco más que un esclavo. Deudas con un precio demasiado grande para hacer otra cosa que huir de ellas.
Desembarcando sin permiso, sin una misión que lo justificara, adquiría otra deuda con los amos invisibles del Destino. Un año por cada día pasado en tierra, un precio pequeño, la verdad. Pues al fin y al cabo el tiempo es sólo tiempo, pensaba, y ahora mismo el único que le quedaba era el que pasaba en ese barco, lejos de los que querían reclamar lo que les debía.
La que tenía que pagar ahora era menor, por suerte, pero era de la clase de la que uno no escapa fácilmente. No si quiere salvar lo poco que queda de un alma tan pintada en tonos de gris que casi es negra.
Su deambular le llevó directo a un palacio. Era prácticamente igual que en su recuerdo. Poco o nada había cambiado, de hecho, en toda la comarca. Sólo las caras, la gente. Apenas quedaría nadie vivo entre sus conocidos de antaño, pero aun así tenía una deuda con ellos.
- Maldita sea… ¡Malditos seáis todos!
- No necesita maldecirnos, señor –dijo una voz de viejo a su espalda-. Ya lo estamos. Todos.
Al girarse, Belfast reconoció casi tan poco la cara como la voz. Pero por arrugas que hubiesen añadido los años a su rostro, los ojos se correspondían sin duda con los de su más antiguo aliado.
- ¿Angus?
- Sí, soy yo.
- Amigo mío, ha pasado… ¿cuánto ha pasado?
- Casi quinientos años, majestad.
Poco después, en la sala del trono, Belfast encendió un cigarrillo mientras curioseaba entre las nuevas joyas de la corona.
- Así que en esto gasta mi sucesor el dinero del estado. Encantador.
- Así es, majestad. Me temo que en tiempos de paz los monarcas pierden de vista sus prioridades.
- Paz. Ya. Por eso estamos aquí, ¿no? Por la paz.
- Por el fin de esta, me temo, majestad.
- Deja de llamarme así, Angus. Hace cinco siglos que dejé de ser rey. Ahora otro se sienta en el trono. Y él debería ser quién se encargase de esto.
- Él no sabe nada de lo que hicimos hace quinientos años. Y, francamente, el nuevo rey no tiene lo que hay que tener para hacer lo que se debe –el viejo hizo una pausa, como arrepintiéndose de lo que había dicho-. Con el debido respeto a su linaje, señor.
- Ahórrate el respeto, amigo –replicó Belfast mientras soltaba una larga calada de humo blanco-. Mi hijo era un amariconado y estoy seguro que su tataranieto lo es también. El único hombre al que sabía que podía confiarle el destino de estas tierras eres tú.
- Gracias, señor.
Quitándole importancia al asunto con un gesto de la mano, Belfast se acercó al trono y se tumbó en él, con las piernas sobre una banqueta absurdamente cara y ribeteada en oro.
- Bueno, cuéntame, ¿cómo de mal están las cosas?
- Muy mal, señor –comenzó Angus-. Las tropas de G’lahyat han empezado a marchar ya desde el oeste. Y las de Dynn desde el este. Sin duda confluirán en este lugar en pocos días.
- Joder… ah, Dynn… maldita y preciosa zorra infernal…
En ese momento el estrépito de las puertas de madera al chocar contra mármol desnudo anunció la llegada de un rey furioso.
- ¡¿Se puede saber qué pasa aquí?! ¡Angus! ¿Quién es este desgraciado que está sentado en mi trono?
- Majestad, este hombre es…
- Belfast –se apresuró éste a interrumpirle-. Mi nombre es Belfast, y no usarás ningún otro para dirigirte a mí, ¿queda claro, pequeño pedazo de mierda con corona?
- ¿Pero quién te has creído que…? ¡Guardias! ¡Apresadlo!
Con el cigarrillo todavía en los labios, Belfast recibió al primer guardia con una patada en la entrepierna que lo hizo doblarse de dolor. El segundo le atacó con la espada, pero tardó menos de un segundo en perderla y ser atravesado por ésta misma.
- Escúchame bien, capullo –dijo acercándose al rey, ahora con el cigarro en la mano-, porque sólo te lo diré una vez: Tienes problemas, problemas muy gordos, y ni siquiera lo sabes.
El rey miraba atónito y aterrorizado la punta ardiente del cigarro que se acercaba a su cara.
- Pero tienes suerte, ¿sabes? –Siguió Belfast-. Porque yo estoy aquí para salvarte el culo a ti y, con un poco de suerte, al resto de tu reino.
- ¿Quién…? ¿Quién eres? –Balbuceó.
A modo de respuesta, Belfast sólo se levantó la camisa y le enseñó un tatuaje de su pecho.
- Tú…
- Yo.
Apagó el cigarro, pisándolo sobre una alfombra oriental con, por lo menos, doscientos años de antigüedad, y se dirigió a la mesa.
- Bueno, vamos allá –dijo mientras preparaba en un pequeño bol unas hierbas extrañas que había traído consigo-. Si estos dos del suelo son un ejemplo de tus mejores hombres, vamos a necesitar refuerzos. Y sé exactamente dónde conseguirlos.
Encendió una cerilla, la soltó dentro del bol con las hierbas y una llamarada verde ascendió hasta casi quemarle las cejas. En lugar de apartarse, metió las manos desnudas en ella y comenzó a recitar algo en un idioma extraño.
En la Biblioteca del Destino, Willibald investigaba viejos libros cuando, de pronto, sus ojos se tornaron blancos y se quedó rígido. Sus labios recitaban en una lengua desconocida cuando se dirigió al diario de a bordo y comenzó a escribir.
Minutos después despertó en el suelo sin ningún recuerdo de lo que había pasado. La tinta en el libro le llamó la atención y leyó la primera línea: “Ayudad al rey a ganar la mayor de las guerras”.
Willibald casi tropezó al salir corriendo a avisar a los demás de que tenían una nueva misión.
En el castillo, Belfast sonrió mientras la llama se apagaba. Todavía sonriendo, encendió otra llama, la de su zippo, y con ella un Marlboro. Mientras soltaba una gran calada volvió a sentarse en el trono, ahora sin la menor protesta del rey. Su sonrisa parecía la de un duende.
- Los refuerzos están en camino.
No me esperaba tanto de Belfast. Genial.
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