por Gerard P. Cortés
Una batalla campal entre la guardia real y un pequeño ejército de espectros de marineros enfurecidos es una distracción tan buena como cualquier otra para que dos mujeres entrenadas se cuelen hasta la mismísima sala del trono sin ser molestadas.
Silenciosa como un felino, Asari Misaki se deslizó entre las sombras mientras Zabbai Zainib vigilaba la puerta. Sin ser percibida, se abalanzó sobre el rey, katana en alto, pero detuvo su mano en el último momento.
─ ¿Qué haces? ¡Mátalo!
─ Él… ─titubeó Misaki─. No está bien. No está aquí…
─ ¿Qué? ¿Qué quieres decir? –preguntó Zabbai acercándose.
─ Mírale.
Los ojos del Rey Arturo estaban tan blancos como su pelo y su piel surcada por más arrugas de las que debería ser posible. Su respiración, más que débil, era casi inexistente.
─ No está vivo. Ni tampoco muerto. ¿Qué le habrá pasado?
─ La vejez –dijo una voz que parecía no provenir de ninguna parte─. La vejez, el hastío y un poco de ayuda de la magia de Merlín, claro está.
─ ¿Quién eres? –gritó la reina de Istiria─. ¡Muéstrate!
Una puerta se abrió y un hombre alto y delgado salió de ella acompañado por un guerrero enmascarado de aspecto temible.
─ Veréis, aunque el buen rey vio en seguida la necesidad de rescatar este reino de la depravación a la que había sucumbido, sus principios fueron apartándolo del resto de nosotros poco a poco –el desconocido encendió una pipa como las que solía fumar Willibald─. Cuando comenzó a no poder sostener su espada, quedó claro que se volvería contra nosotros.
Misaki se acercó por un lado, pero el guerrero la interceptó a una velocidad vertiginosa antes de que pudiera alcanzar su objetivo.
─ Tranquila, pequeña, ya llegará el momento de eso. Ahora escucha y aprende.
Zabbai le hizo un gesto con la mano para que retrocediera.
─ Bien –prosiguió, satisfecho, el desconocido─. Como decía, cuando su fiel espada comenzó a fallarle, sintió que las atrocidades cometidas junto a nosotros le habían hecho indigno de ella, y decidió corregir sus pecados pasándonos a cuchillo. Consiguió matar a uno, un espía cínico y elegante. Me caía bien. Merlín consiguió someterlo antes de que hiciera más daño, aunque en un último acto de rebeldía, decidió privarnos de su preciosa espada. Una pena, pues el poder que posee hubiera sido útil, como poco.
Señaló, en el centro de la sala, una gran espada clavada en el suelo de mármol, como un centinela inmóvil y eterno. En su hoja había una inscripción: Excalibur.
Belfast escupió un par de dientes más, junto con una buena cantidad de sangre. Apenas quedaban escamas cubriendo su cuerpo, pues la mayoría habían sido arrancadas a golpes por su adversario. ¿Cómo un viejo podía golpear tan fuerte? Bueno, tal vez se debiera a que aquel viejo en concreto era uno de los magos más poderosos de cualquier mundo.
Comenzó a balbucear algo, pero otro golpe de vara en llamas le quitó las ganas.
─ ¿Por qué no dejas de resistirte y te mueres ya, chico?
─ ¿Por qué lo dices? –Belfast escupió otro chorro de sangre a los pies de Merlín─ Si me lo estoy pasando en grande…
─ Eres valiente, chico, eso lo admito. Pero ni siquiera eres un mago de verdad.
Belfast se levantó a duras penas.
─ No, no lo soy. Pero ya te he dicho que conozco algunos trucos.
Su ojo orgánico estalló en llamas verdes mientras alzaba los brazos y gritaba unas palabras en una lengua impronunciable. De repente, toda la sangre que había perdido durante el combate comenzó a hervir y a dibujar símbolos alrededor de Merlín. Los ojos de éste se abrieron de par en par.
─ No… No puedes…
─ Si puedo, viejo.
Los símbolos se convirtieron en un círculo, y llamas negras comenzaron a brotar de él para reclamar el cuerpo y el alma del mago.
─ Que disfrutes en el infierno, hijo de puta –dijo mientras encendía un cigarrillo y disfrutaba de los gritos que todavía se oían desde las profundidades.
─¿Por qué nos cuentas todo esto? ¿Y por qué debería importarnos?
La reina de Istiria jamás fue conocida por su paciencia.
─ Porque sé quién sois –dijo el desconocido que, habían deducido, sólo podía ser el Detective─, y sé quién os manda. Quiero daros la oportunidad de alejaros de ellos y uniros a nosotros.
─ ¿Y por qué tendríamos que hacerlo? Tenemos deudas que saldar con los Amos del Destino, pero nada nos ata a monstruos como vosotros.
─ Vaya –dijo él─ así que todavía no lo sabéis… entonces poco puedo hacer por vosotros. Dejadme hablaros, pues, del Doctor Watson, amigo, colaborador y, por desgracia, recientemente fallecido. El buen doctor podía hacer lo que fuera con unas cuantas probetas, algo de hilo y un poco de carne con la que trabajar. Lamentablemente, su última creación acabó con su vida, pero ha valido la pena. Os aseguro que es su mayor obra.
El Detective dedicó una reverencia teatral al guerrero que había estado asegurándose de que nadie le atacara mientras hablaba. Éste alzó uno de sus brazos oscuros y enormes y se quitó la capucha.
Zabbai Zainib sintió el mundo partirse en pedazos a su alrededor.
─ Dejadme que os presente al nuevo y mejorado John Shaft.
La torre se derrumbaba a su alrededor, arrojando pedazos de piedra invisible sobre Picadilly Circus, y Belfast rebuscaba entre los cajones del estudio de Merlín como un poseso.
─ Vamos, vamos… ¿dónde lo guardaste, maldito vejestorio de…? Aquí…
El falso irlandés levantó con cuidado un viejo reloj de arena dorado. Era eso. Sabía que él lo tenía. Lo guardó con cuidado y se apresuró a salir, pero las runas bloqueaban todas las puertas y la propia estructura estaba cediendo definitivamente. No podía lanzar otro hechizo para salir volando. No con el estado físico en el que lo había dejado el combate. Tras sopesar las opciones, volvió a sacar el reloj.
─ Espero que tengas el poder que me aseguraron que tenías, porque si no, estoy jodido…
Le dio cuerda y una esfera blanca lo rodeó y le hizo desaparecer justo antes de que todo se desplomara.
Reapareció en lo que parecía otro mundo y, seguramente, otro tiempo, pues ese era el poder del reloj. Al fin y al cabo se trataba de un Aurus.
Zabbai apenas pudo rodar con el golpe que le propinó el oscuro brazo que una noche le había dado calor. La cara de John Shaft, deformada hasta parecer la de un monstruo, hervía de rabia y sus ojos estaban plagados de venas rojas. El detective sonrió un instante antes de desaparecer por la puerta. Había temido demasiado la aparición de los lacayos del Destino, pensó, y no tenía motivos para hacerlo. Su base de poder era sólida y seguiría siéndolo para siempre. Cruzó el pasillo hasta los guardias que custodiaban sus aposentos personales.
─ Mandad un equipo de limpieza a la sala del trono en cuanto la criatura de Watson haya terminado con esas dos.
La única respuesta que los guardias fueron capaces de ofrecer fue un gorgoteo de sangre y un ruido sordo al caer al suelo.
El detective examinó uno de los cuerpos. Una estrella metálica estaba clavada en su cuello, en la mínima abertura que ofrecía su uniforme de combate.
El siguiente sonido que escuchó fue un paso delicado a su espalda y el de su propia carne al ser rasgada. Bajó la vista y observó cómo la punta de una espada emergía de su pecho bañada en sangre.
Zabbai había intentado razonar con Shaft, pero no había conseguido nada. Fuera lo que fuera aquella cosa, no era su compañero y amante. El engendro lanzó otro mandoble que ella apenas pudo bloquear. Su espada se agrietó.
Furiosa, la reina de Istiria se abalanzó contra su oponente, pero éste agarró la hoja de su arma y la rompió en pedazos con las manos desnudas. Estaba perdida. Él le dio una patada que la hizo volar hasta el centro de la habitación. Su fuerza era increíble.
El monstruo corrió, con el arma levantada, dispuesto a asestar el último golpe, y ella no tenía ya fuerzas para detenerlo. Se levantó, dispuesta a morir con el honor de una reina, y entonces oyó una suave melodía que provenía de la espada clavada en el suelo. Parecía llamarla.
Con todo lo que le quedaba, Zabbai Zainib empuñó la espada y la extrajo de la piedra. Un nuevo y desconocido poder envolvió todo su ser. Se volvió hacia Shaft, que ya no parecía tan grande ni tan rápido, y apuntó la espada hacia su pecho. Mientras esta penetraba en su corazón, sus ojos le mandaron un leve atisbo de reconocimiento que hicieron que de los suyos escapara una lágrima.
Asari Misaki observaba en silencio cómo la vida escapaba del cuerpo del Detective.
─ No… no tienes ni idea en lo que te has metido, niña…
─ Sí la tengo, y creo que tú también. Cuéntame lo que sepas de Kaleb Tellermann y te ahorraré el sufrimiento.
─ ¿Te.. Tellermann? ¿De qué lo… conoces?
─ Él mató a mi padre. Y yo voy a matarle a él.
─ No puedes… matar a Tellermann. Es… es un Dios…
─ Entonces mataré a un Dios.
─ Je… me gustas… niña, pero estás loca… puede que hayáis acabado con nosotros… pero si crees que éramos malos… espera a conocer a la primera tripulación del Destino…
Misaki apretó su katana contra el cuello del detective.
─ ¿Saben ellos cómo matar a Tellermann? ¡Dime dónde están!
─ Están… están más cerca… de lo que crees…
Y, con estas palabras, murió.
Zabbai cerró los párpados del cadáver de John Shaft, cruzó sus brazos y entonó un lamento fúnebre en su lengua natal.
─ Que la muerte te dé la paz que no se te permitió tener en vida.
Detrás suyo sonó una voz débil, como salida de una garganta sin vida.
─ No sólo fuerza, sino también compasión. No me extraña que te eligiera.
Giró sobre sus talones con la espada en alto. Era el rey.
─ Sólo un alma digna y de sangre real puede empuñarla. Yo perdí ese derecho y ahora te ha elegido a ti. Utilízala sabiamente.
Con estas palabras el rey exhaló su último aliento y Zabbai y Excalibur quedaron solas, con los cadáveres de dos hombres a los que habían amado.
Silenciosa como un felino, Asari Misaki se deslizó entre las sombras mientras Zabbai Zainib vigilaba la puerta. Sin ser percibida, se abalanzó sobre el rey, katana en alto, pero detuvo su mano en el último momento.
─ ¿Qué haces? ¡Mátalo!
─ Él… ─titubeó Misaki─. No está bien. No está aquí…
─ ¿Qué? ¿Qué quieres decir? –preguntó Zabbai acercándose.
─ Mírale.
Los ojos del Rey Arturo estaban tan blancos como su pelo y su piel surcada por más arrugas de las que debería ser posible. Su respiración, más que débil, era casi inexistente.
─ No está vivo. Ni tampoco muerto. ¿Qué le habrá pasado?
─ La vejez –dijo una voz que parecía no provenir de ninguna parte─. La vejez, el hastío y un poco de ayuda de la magia de Merlín, claro está.
─ ¿Quién eres? –gritó la reina de Istiria─. ¡Muéstrate!
Una puerta se abrió y un hombre alto y delgado salió de ella acompañado por un guerrero enmascarado de aspecto temible.
─ Veréis, aunque el buen rey vio en seguida la necesidad de rescatar este reino de la depravación a la que había sucumbido, sus principios fueron apartándolo del resto de nosotros poco a poco –el desconocido encendió una pipa como las que solía fumar Willibald─. Cuando comenzó a no poder sostener su espada, quedó claro que se volvería contra nosotros.
Misaki se acercó por un lado, pero el guerrero la interceptó a una velocidad vertiginosa antes de que pudiera alcanzar su objetivo.
─ Tranquila, pequeña, ya llegará el momento de eso. Ahora escucha y aprende.
Zabbai le hizo un gesto con la mano para que retrocediera.
─ Bien –prosiguió, satisfecho, el desconocido─. Como decía, cuando su fiel espada comenzó a fallarle, sintió que las atrocidades cometidas junto a nosotros le habían hecho indigno de ella, y decidió corregir sus pecados pasándonos a cuchillo. Consiguió matar a uno, un espía cínico y elegante. Me caía bien. Merlín consiguió someterlo antes de que hiciera más daño, aunque en un último acto de rebeldía, decidió privarnos de su preciosa espada. Una pena, pues el poder que posee hubiera sido útil, como poco.
Señaló, en el centro de la sala, una gran espada clavada en el suelo de mármol, como un centinela inmóvil y eterno. En su hoja había una inscripción: Excalibur.
Belfast escupió un par de dientes más, junto con una buena cantidad de sangre. Apenas quedaban escamas cubriendo su cuerpo, pues la mayoría habían sido arrancadas a golpes por su adversario. ¿Cómo un viejo podía golpear tan fuerte? Bueno, tal vez se debiera a que aquel viejo en concreto era uno de los magos más poderosos de cualquier mundo.
Comenzó a balbucear algo, pero otro golpe de vara en llamas le quitó las ganas.
─ ¿Por qué no dejas de resistirte y te mueres ya, chico?
─ ¿Por qué lo dices? –Belfast escupió otro chorro de sangre a los pies de Merlín─ Si me lo estoy pasando en grande…
─ Eres valiente, chico, eso lo admito. Pero ni siquiera eres un mago de verdad.
Belfast se levantó a duras penas.
─ No, no lo soy. Pero ya te he dicho que conozco algunos trucos.
Su ojo orgánico estalló en llamas verdes mientras alzaba los brazos y gritaba unas palabras en una lengua impronunciable. De repente, toda la sangre que había perdido durante el combate comenzó a hervir y a dibujar símbolos alrededor de Merlín. Los ojos de éste se abrieron de par en par.
─ No… No puedes…
─ Si puedo, viejo.
Los símbolos se convirtieron en un círculo, y llamas negras comenzaron a brotar de él para reclamar el cuerpo y el alma del mago.
─ Que disfrutes en el infierno, hijo de puta –dijo mientras encendía un cigarrillo y disfrutaba de los gritos que todavía se oían desde las profundidades.
─¿Por qué nos cuentas todo esto? ¿Y por qué debería importarnos?
La reina de Istiria jamás fue conocida por su paciencia.
─ Porque sé quién sois –dijo el desconocido que, habían deducido, sólo podía ser el Detective─, y sé quién os manda. Quiero daros la oportunidad de alejaros de ellos y uniros a nosotros.
─ ¿Y por qué tendríamos que hacerlo? Tenemos deudas que saldar con los Amos del Destino, pero nada nos ata a monstruos como vosotros.
─ Vaya –dijo él─ así que todavía no lo sabéis… entonces poco puedo hacer por vosotros. Dejadme hablaros, pues, del Doctor Watson, amigo, colaborador y, por desgracia, recientemente fallecido. El buen doctor podía hacer lo que fuera con unas cuantas probetas, algo de hilo y un poco de carne con la que trabajar. Lamentablemente, su última creación acabó con su vida, pero ha valido la pena. Os aseguro que es su mayor obra.
El Detective dedicó una reverencia teatral al guerrero que había estado asegurándose de que nadie le atacara mientras hablaba. Éste alzó uno de sus brazos oscuros y enormes y se quitó la capucha.
Zabbai Zainib sintió el mundo partirse en pedazos a su alrededor.
─ Dejadme que os presente al nuevo y mejorado John Shaft.
La torre se derrumbaba a su alrededor, arrojando pedazos de piedra invisible sobre Picadilly Circus, y Belfast rebuscaba entre los cajones del estudio de Merlín como un poseso.
─ Vamos, vamos… ¿dónde lo guardaste, maldito vejestorio de…? Aquí…
El falso irlandés levantó con cuidado un viejo reloj de arena dorado. Era eso. Sabía que él lo tenía. Lo guardó con cuidado y se apresuró a salir, pero las runas bloqueaban todas las puertas y la propia estructura estaba cediendo definitivamente. No podía lanzar otro hechizo para salir volando. No con el estado físico en el que lo había dejado el combate. Tras sopesar las opciones, volvió a sacar el reloj.
─ Espero que tengas el poder que me aseguraron que tenías, porque si no, estoy jodido…
Le dio cuerda y una esfera blanca lo rodeó y le hizo desaparecer justo antes de que todo se desplomara.
Reapareció en lo que parecía otro mundo y, seguramente, otro tiempo, pues ese era el poder del reloj. Al fin y al cabo se trataba de un Aurus.
Zabbai apenas pudo rodar con el golpe que le propinó el oscuro brazo que una noche le había dado calor. La cara de John Shaft, deformada hasta parecer la de un monstruo, hervía de rabia y sus ojos estaban plagados de venas rojas. El detective sonrió un instante antes de desaparecer por la puerta. Había temido demasiado la aparición de los lacayos del Destino, pensó, y no tenía motivos para hacerlo. Su base de poder era sólida y seguiría siéndolo para siempre. Cruzó el pasillo hasta los guardias que custodiaban sus aposentos personales.
─ Mandad un equipo de limpieza a la sala del trono en cuanto la criatura de Watson haya terminado con esas dos.
La única respuesta que los guardias fueron capaces de ofrecer fue un gorgoteo de sangre y un ruido sordo al caer al suelo.
El detective examinó uno de los cuerpos. Una estrella metálica estaba clavada en su cuello, en la mínima abertura que ofrecía su uniforme de combate.
El siguiente sonido que escuchó fue un paso delicado a su espalda y el de su propia carne al ser rasgada. Bajó la vista y observó cómo la punta de una espada emergía de su pecho bañada en sangre.
Zabbai había intentado razonar con Shaft, pero no había conseguido nada. Fuera lo que fuera aquella cosa, no era su compañero y amante. El engendro lanzó otro mandoble que ella apenas pudo bloquear. Su espada se agrietó.
Furiosa, la reina de Istiria se abalanzó contra su oponente, pero éste agarró la hoja de su arma y la rompió en pedazos con las manos desnudas. Estaba perdida. Él le dio una patada que la hizo volar hasta el centro de la habitación. Su fuerza era increíble.
El monstruo corrió, con el arma levantada, dispuesto a asestar el último golpe, y ella no tenía ya fuerzas para detenerlo. Se levantó, dispuesta a morir con el honor de una reina, y entonces oyó una suave melodía que provenía de la espada clavada en el suelo. Parecía llamarla.
Con todo lo que le quedaba, Zabbai Zainib empuñó la espada y la extrajo de la piedra. Un nuevo y desconocido poder envolvió todo su ser. Se volvió hacia Shaft, que ya no parecía tan grande ni tan rápido, y apuntó la espada hacia su pecho. Mientras esta penetraba en su corazón, sus ojos le mandaron un leve atisbo de reconocimiento que hicieron que de los suyos escapara una lágrima.
Asari Misaki observaba en silencio cómo la vida escapaba del cuerpo del Detective.
─ No… no tienes ni idea en lo que te has metido, niña…
─ Sí la tengo, y creo que tú también. Cuéntame lo que sepas de Kaleb Tellermann y te ahorraré el sufrimiento.
─ ¿Te.. Tellermann? ¿De qué lo… conoces?
─ Él mató a mi padre. Y yo voy a matarle a él.
─ No puedes… matar a Tellermann. Es… es un Dios…
─ Entonces mataré a un Dios.
─ Je… me gustas… niña, pero estás loca… puede que hayáis acabado con nosotros… pero si crees que éramos malos… espera a conocer a la primera tripulación del Destino…
Misaki apretó su katana contra el cuello del detective.
─ ¿Saben ellos cómo matar a Tellermann? ¡Dime dónde están!
─ Están… están más cerca… de lo que crees…
Y, con estas palabras, murió.
Zabbai cerró los párpados del cadáver de John Shaft, cruzó sus brazos y entonó un lamento fúnebre en su lengua natal.
─ Que la muerte te dé la paz que no se te permitió tener en vida.
Detrás suyo sonó una voz débil, como salida de una garganta sin vida.
─ No sólo fuerza, sino también compasión. No me extraña que te eligiera.
Giró sobre sus talones con la espada en alto. Era el rey.
─ Sólo un alma digna y de sangre real puede empuñarla. Yo perdí ese derecho y ahora te ha elegido a ti. Utilízala sabiamente.
Con estas palabras el rey exhaló su último aliento y Zabbai y Excalibur quedaron solas, con los cadáveres de dos hombres a los que habían amado.
¿Los negros son los primeros a morir, tambien en los libros?
ResponderEliminarMis comentarios son invisibles como A. Misaki, como mola!
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