CAPÍTULO 6 - Cecil Deathlone
por Alex Godmir
Notó cómo la punta de la jeringa se le clavaba en el brazo y cómo le inoculaban el virus.
Conocía bien el procedimiento y no le sorprendió en absoluto notar que era observado con detenimiento. Entre los asistentes se encontraba Ejedan Grunter, nuevo jefe del proyecto.
Era la primera vez que asistía a una investigación desde el punto de vista del sujeto y le pareció interesante. Conocía bien el proceso de actuación del virus una vez entrara en su corriente sanguínea. Y también sabía que, al estar en la fase de observación, el sujeto debía encontrarse en estado normal; bajo la influencia de ningún hechizo o droga que pudiera afectar al estudio. Tan sólo estaba sujeto a la camilla por sendas esposas de metal que le aprisionaban las extremidades. Nada más.
- Cecil –habló Ejedan–, si la investigación es tan importante para ti, sería de gran ayuda que nos indicaras tus sensaciones de primera mano. Es una oportunidad única de tener un punto de vista directo.
Se incorporó en la camilla en la medida que sus ataduras se lo permitían y buscó el rostro del otro.
- ¿Te gustaría, verdad? –dijo– Por cierto, ¿leíste mi investigación al completo? Me refiero a todos los informes, incluidos los iniciales.
- Por supuesto –se rió–. Soy un médico e investigador de la orden, como lo eras tú mismo. ¿Por qué lo preguntas?
Cecil sonrió mientras percibía los efectos iniciales del virus. Ejedan seguramente habría consultado los datos, si bien no con la suficiente atención.
- Me refería a cierto informe sobre los efectos inmediatos, tras inocular al sujeto.
El otro miró hacia arriba, como intentando hacer memoria.
- Pues creo recordar que indicaste algo sobre incremento en el ritmo cardíaco y un leve aumento de los niveles de tolerancia al dolor –dejó la frase en el aire–… había algo más que no recuerdo.
- En efecto –sonrió–, un incremento exponencial de las capacidades físicas y mentales del individuo.
Tras decir aquello sintió la punzada de dolor que el sujeto H-504, su padre, le había explicado que sintió tras inyectarle el virus. Con un gesto de su muñeca derecha arrancó la esposa que le sujetaba a la camilla. Y acto seguido liberó el resto de sus extremidades.
Antes de que Ejedan pudiera abrir los labios para pronunciar un conjuro o mover sus manos, se encontró con un puño golpeándole en el rostro. El resto de investigadores que presenciaban el experimento, sus antiguos subordinados, huyeron de la sala.
- El virus dota al sujeto de capacidades excepcionales durante un breve periodo de tiempo –dijo al aturdido Ejedan, que yacía en el suelo–. Espero dure lo suficiente para escapar.
Salió corriendo de la sala, en dirección a su habitáculo. Aún no había sido vaciado, pues la sentencia había sido reciente. Se vistió con las ropas de la orden y cogió la espada, el símbolo de su cargo dentro de la orden, una espada que nunca debía ser usada para el combate. En menos de diez minutos se encontraba en el puerto.
Sonidos de alarmas indicaron que su fuga había sido descubierta. Pronto se dirigirían hacía allí, el único lugar de la isla desde donde escapar. Tras correr por los muelles durante unos minutos, empezó a percibir que los efectos potenciadores del virus cesaban. Según su investigación, en pocas horas comenzaría a sentir los efectos negativos. Primero la vista, luego el resto de sentidos.
Observó una pequeña embarcación cuya vela estaba medio caída. Parecía abandonada. Subió a ella y soltó la amarra. Pronunció un rápido conjuro que descargó una suave brisa sobre la tela y lo alejó del puerto. En la distancia se percibía una inminente tormenta. Aquello cubriría su huida. Puso rumbo directo hacia ella.
El viento creció en intensidad, arrojándole en brazos de la peor tempestad que hubiera presenciado en su vida. Al poco tiempo había perdido de vista el puerto y cualquier atisbo de tierra. Sus fuerzas se agotaban, la vista se le iba nublando. La oscuridad creciente no hacía sino empeorar sus circunstancias. Las olas azotaban sin piedad la frágil embarcación. Un rayo cayó muy cerca. Después... un dolor agudo y la negrura total.
Despertó bruscamente. Solo un atisbo de conciencia. Un entrecortado jadeo. Aire húmedo.
Lanzó su mirada hacía la vaina que reposaba en su cinto. Sabía que estaba vacía y lo que allí debería descansar se encontraba muy lejos, quizás en las profundidades del mar. Se encaramó con más fuerza al tablón que le permitía flotar, a merced del oleaje. ¿Cómo había acabado allí? Lo sabía bien y no deseaba reconocerlo, ni para los demás ni mucho menos para sí mismo.
Intentó buscar con sus sentidos algún indicio que revelara lo que había a su alrededor. Su oído le indicaba que no se percibía vida cercana, ni movimiento más allá del propio del balanceo de su improvisada embarcación. Su olfato estaba impregnado del aroma del mar, mezclado con el sudor y la sangre que su propio cuerpo desprendían. Su tacto le indicaba que el tablón estaba en un precario estado y no sobreviviría a un oleaje fuerte. En cuanto a sus ojos… nada que pudiera serle útil.
Decidió abandonarse al destino que los dioses le hubieran reservado. No tenía razones para luchar contra ello. Su vida, tal y como él la concebía, había finalizado hacía ya varias semanas.
Una punzada de dolor le indicó que la herida que tenía en su brazo derecho era más que un simple rasguño. Con toda probabilidad el corte había seccionado algún tendón y por eso no lograba dominar adecuadamente su propia extremidad. Le daba lo mismo, tan sólo deseaba dormirse y dejar que la muerte le llevara. Ese era el camino que creía debería recorrer; su última misión. Se sintió satisfecho de aquel pensamiento, pues al fin y al cabo no podría emprender ningún otro en solitario. Y así se durmió.
Recobró el conocimiento y enseguida abrió los ojos. Una costumbre como aquella era difícil de combatir. Un par de segundos después consiguió que su cerebro asumiera la verdad, que la oscuridad le rodeaba, más incluso de lo normal. Intentó valerse de sus otros sentidos. Crujidos de la madera, rumor de olas chocando contra un casco, balanceo de su cuerpo y aroma a madera húmeda mezclado con otros olores. Alguien se encontraba junto a él.
– ¿Quién hay ahí? –dijo mientras con su mano izquierda se palpaba la herida en su otro brazo.
Alguien la había limpiado y vendado, aunque de forma bastante precaria.
– ¡Vaya! –Habló una voz desconocida, con un acento que nunca antes había oído– El naufrago ha despertado. ¿Cómo estas, desconocido?
– Podría estar mejor, supongo –reconoció–. ¿A quién tengo el placer de deberle mi vida?
Escuchó una carcajada exageradamente sonora, casi molesta.
– Pues supongo que al padre que te engendró y a la madre que te dio a luz –dijo la voz en cuanto cesó de reírse–. Pero ninguno de ellos creo que estén en este barco.
Valoró aquella respuesta durante un instante. Aquel desconocido poseía un humor extraño para él, demasiado directo y familiar. Ese tipo de ocurrencias indicaban que no era alguien acostumbrado a la etiqueta y el protocolo.
– Así que estoy en un barco –intentó incorporarse y descubrió que sus fuerzas se encontraban bajo mínimos–. ¿Y puedo saber el nombre con el que fue bautizado esta embarcación o quién la capitanea?
De nuevo otra carcajada, más breve afortunadamente que la anterior.
– Pues no tengo idea que quién bautizó este barco y menos quién lo capitanea. Lo único que puedo decirte es que se llama Destino. Me llamo John Shaft y he sido recogido igual que tú. Como tú eres el recién llegado, creo que te corresponde el honor de presentarte y decirnos a mis socios y a mi cómo has acabado aquí.
– Me llamo Cecil, Cecil Deathlone.
Curioso y diferente a los otros personajes.
ResponderEliminarHasta la fecha, mi favorito, sin duda... aunque todavía faltan varios personajes por decir la suya.... a ver si lo superan...
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