miércoles, 8 de septiembre de 2010

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" - 1

CAPÍTULO 1
por L. G. Morgan


Apareció de improviso en medio de la tormenta. La más devastadora de cuantas recordaban las gentes de Northumbria.
Se hizo presente en medio del mar acerado, al atardecer de un aciago día de marzo. Una goleta solitaria y ominosa, con todo el velamen desplegado, que parecía desafiar con altivez la galerna.
     Muchos fueron testigos de su irrupción intempestiva, pues aguardaban con creciente ansiedad el regreso de los barcos pesqueros que habían salido al amanecer, y a los que, sin ninguna duda, la repentina y asoladora tormenta tenía que haber sorprendido en alta mar.
     Todos y cada uno de ellos se vieron sacudidos primero por la sorpresa y la incredulidad y, más tarde, por el mayor temor que hubieran conocido. Nunca habían visto nada parecido. Conocían bien las galeras romanas, y también los temibles drakkars vikingos. Pero semejante navío, aparejado con tres mástiles y velas combinadas cuadradas y de cuchillo, escapaba por completo de los parámetros de su imaginación. Tenía que ser por fuerza una visión diabólica destinada a confundir sus almas, o bien la obra impía de alguna deidad mágica de otro mundo. Un ingenio desterrado del cielo o vomitado desde la oscuridad del inframundo.
     No había remeros en ninguno de los costados. Solo un bote colgando de la borda y unos extraños artefactos montados sobre la cubierta oscilante, que delataban a voces su mortífera función a pesar de ser su factura totalmente desconocida para aquellas gentes.

En cualquier caso aquel prodigio no podía presagiar nada bueno, contravenía las leyes naturales, retaba lo humano y lo sagrado. Tenía que haber fondeado allí, impasible y desafiante, sin ánimo aparente de alejarse una milla y sin vida en su interior, con un objetivo o un designio concreto. No les dejaría en paz hasta haber cumplido su infernal misión, fuera la que fuera.
     La tempestad lo había precedido, y no les abandonaría hasta que el barco se alejase y se llevara consigo su influencia funesta. Cuántos sobrevivieran a aquel día dependía sin duda del tiempo que tardaran en ofrecerle un apropiado sacrificio a la embarcación.

Pero no todo el mundo se había visto sacudido por el mismo temor.
En una de las oscuras tabernas del puerto, entre el humo turbio de las pipas y arropado por la tenue luz rojiza del hogar, un forastero bebía pinta tras pinta, ensimismado, como si pretendiese ahogar definitivamente él solo todas las penas de la humanidad entera. Se trataba sin duda de un hombre de mar, barbado y curtido, de apariencia taciturna y mirada honda. Desde que había llegado a la taberna, avanzado el día, no había hecho otra cosa que apurar, una tras otra, las espumosas jarras de negra y espesa cerveza por la que era reputado con justa razón el tabernero, al menos en unos cientos de millas a la redonda.
     Ese hombre no sintió en ningún momento la menor señal de alarma. En realidad, sería más exacto decir que, gracias al delicioso brebaje que trasegaba con tan decidida devoción, había sido perfectamente capaz de no sentir emoción alguna desde hacía largo rato.
     En el momento exacto en que el barco fatídico cobraba forma entre la espuma, una corriente de aire hizo su aparición en la taberna, abriéndose paso en la viciada penumbra, agitando el aire cargado de humo y sacudiendo la luz de las velas hasta apagarlas.
     El silencio se adueñó de la estancia y una premonición de muerte cayó sobre el ánimo de los allí reunidos. Como si de un solo ser se tratase, se abalanzaron contra los cristales del ventanal, impelidos por una necesidad misteriosa que dictaba sus actos.
     La majestuosa goleta era bien visible pese a la oscuridad creciente. Numerosos fanales a bordo, cuya llama no lograba extinguir la fuerte lluvia, lucían cálidos y remotos, como luces de otro mundo. Era posible incluso distinguir la bandera del barco: un trozo de tela negra con refinados arabescos de oro que dibujaban un círculo barroco, trabado de signos. Y el nombre del barco, “Destino”, relampagueaba con letras de oro sobre la borda negra como la más negra noche.
     El forastero fue uno más en la ventana pero sus reacciones fueron en cambio bien distintas. Sin pronunciar una sola palabra, se irguió con determinación en toda su estatura y, caminando casi en línea recta, se dirigió a la salida. Solo se detuvo el instante justo de arrojar un puñado de monedas sobre el tiznado mostrador. Luego, se caló el sombrero hasta los ojos y se internó con su habitual fatalismo bajo la lluvia.
     Apenas unas cuantas zancadas le permitieron alcanzar el embarcadero. Encontró un bote destartalado y sin nombre, que se agitaba como un caballo encabritado sobre el oleaje. Se metió dentro y empezó a bogar, sin ninguna duda, hacia alta mar.
     Podría decirse tal vez que era la monumental cogorza lo que guiaba sus pasos irracionales. O que aquel hombre había visto tanto de todo, y había enfrentado tan incontables peligros, que ya nada podía darle miedo o importarle un ápice. Pero lo cierto era que aquel hombre, que no tenía, es cierto, nada que perder, nada por lo que vivir y nada por lo que morir, había comprendido a tiempo algo crucial. Que aquel navío de otro mundo era exactamente lo que había estado esperando. Que había venido por él, a buscarle y llevarle consigo. Sí, de algún modo lo sabía. Lo único que podía hacer era acudir a la cita pactada. Y varios litros de buena cerveza negra avalaban su justa decisión.

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