CAPÍTULO 10 - Zabbai Zainib
por L.G. Morgan
Me llamo Zabbai Zainib, reina en el exilio, de pasado glorioso y presente incierto. Y el futuro... hace tiempo que alcancé la sabiduría necesaria para no volver a preocuparme por él.
Me encuentro a bordo de una nave terrible, condenada a vagar eternamente con otros desterrados como yo, sin patria, sin tierra, sin familia y sin bandera, sin esperanza de redención.
Esta es mi historia.
Siempre he creído en el destino. Le he visto, desde que puedo recordar, perfilarse ante mi como una línea irregular pero continua. He buscado sus signos, escudriñado sus señales e imaginado sus mandatos, tratando de leerlos en todo cuanto me rodeaba. En la voz del viento, en la velada luz de la luna, en los acontecimientos imprevistos que los ingenuos llaman casualidad; en las palabras y las miradas inadvertidas de los sabios y también de los idiotas.
Todo ha estado escrito para mi en esta vida, aun desde antes de existir.
Estaba escrito que me engendraría un noble tyrrenio en la más bella y ambiciosa de las mujeres palmirianas. Estaba escrito que mi madre no habría de quererme, pero que me buscaría utilidad al servicio de sus ambiciones y a falta del ansiado varón que hiciera cumplidas sus plegarias.
Estaba escrito que me casaría con un rey, aunque para ello mi hermosa y despiadada madre tuviera que hacer matar a su primera esposa. Y exhibirme luego como una enjoyada res, cebada para el sacrificio del ara real.
Y estaba escrito que llegaría a Istiria, la bienamada, la estrella del Oriente. El lugar donde el desierto se rinde y se inclina sumiso ante su majestad, y se sacude el hambre y la sed ante los lagos azules y los vergeles inabarcables.
Todo fue escrito, sí, para que mi esposo, mi rey, mi Señor, me diera la vida.
Supe que era un dios desde el primer momento en que le vi.
En pie, erguido y orgulloso sobre el dorado carro de guerra. El casco de alas extendidas brillando al sol y bajo él sus cabellos largos y negros como ala de cuervo. Llevaba un pectoral de oro y esmaltes y un blanco faldellín de lino cubriendo sus caderas estrechas. Solo tuve ojos para él, el Rey de Istiria, un alto Señor de la Guerra y mi futuro esposo.
Yo bajé de la silla recamada del camello, con ayuda de los siervos de mi padre, y acudí a su lado. Tras el velo nupcial carmesí, pesado por las joyas y tupido con hilos de oro y plata, mi mirada encontró la suya y una corriente tumultuosa se abrió paso en mi interior, anegándolo todo, sacudiendo mi mente y mi cuerpo con un fuego abrasador que no reconocía.
Yo estaba muerta antes de él, lo supe entonces. Y también supe que lo que él había desatado en mi, esa llama salvaje que ardía con ansia devoradora, no podría ser nunca sofocado. Sentí su poder. Y ese poder me hizo reina, reina poderosa del más poderoso reino de la Tierra.
E Istiria y Enlil abd-el-Emesh, mi señor, me hicieron también guerrera, una luchadora diestra e implacable que aprendió a no hacer prisioneros. Y hechicera más tarde.
El principal consejero de Enlil, su preceptor y amigo más fiel, era un anciano enjuto de porte tranquilo y sobrio. Kâmeria, el Viejo. Era devoto servidor del Saber Oscuro, de la disciplina que gobierna el Mundo de las Sombras. Vivía para su ciencia y su rey, al que había enseñado todo su arte y al que siempre protegió y acompañó en sus conquistas.
Kâmeria, por orden del rey, me inició también en el conocimiento prohibido, y debo decir que me revelé desde el comienzo como una alumna atenta y ávida de sus enseñanzas, llegando a dominar las fuerzas incógnitas casi en el mismo grado que el maestro.
Pero para mi, sin saber por qué, la ciencia y la batalla estaban inextricablemente unidas, y cuanto más ducha y arrojada era en la guerra, cuanta más sangre derramaba mi shamsir y más tierra se regaba con mi sudor y mi cólera, mejor me sumergía en las Sombras y sus mandatos arcanos, más conseguía adentrarme en esa niebla engañosa y fecunda que separa los mundos.
Y un día lo vi. De nuevo la voz del destino, pero esta vez escrita con nitidez en las llamas del pebetero de las visiones. Vi los dones que crecían en mi vientre, almas dulces de mi sangre y la sangre del rey. Los herederos de su linaje... Y luego la pérdida inmensa, el llanto que no cesa... vi a mi Señor muerto y su cuerpo despedazado arrojado a las fieras del desierto. Vi el alto precio que habría de pagar por la herencia de mis hijos... y el que haría pagar a mis enemigos.
El rey Enlil murió asesinado por sus propios hermanos, carne de su carne, hienas traidoras y cobardes, ¡que los dioses escupan sobre su carroña!, y después trataron de matarnos a mi y a quienes nos eran leales.
Pero Kâmeria y yo huimos a tiempo al desierto y en una gruta escondida parí a mis hijos, niño y niña, con los ojos azules de hielo de su padre y el pelo color de fuego como el mío. Y las Sombras convocadas por mi y por el Viejo acudieron en nuestra ayuda. Y acepté el trato, hubiera hecho cualquier cosa para garantizar a mis hijos su legítimo poder. Y así tuve que marcharme, pagué mi precio, sí, para que mis hijos fueran devueltos a su reino y restituidos en el sitial regio al que habían sido destinados. Para que los enemigos fueran abatidos, desgarrada su carne por las fauces de los hambrientos demonios y derramada su sangre para deleite de la tierra sedienta.
No lo lamento, hice lo que tenía que hacer. Y sé que Kâmeria cuidará de ellos y les hará fuertes y poderosos como sus padres. Y sé que nuestro recuerdo estará en su espíritu y acompañará sus días.
Es solo que a veces mi corazón quiere detenerse y dejar para siempre de latir.
Solo durante algunas horas en la noche oscura, si imagino sus voces o sus caritas tiernas, que no llegué a conocer, el llanto más amargo me anega y amenaza desbordarme con la fuerza de un océano imbatible. Pero no lo permito, me muerdo la boca y los puños hasta hacerlos sangrar. Pues prefiero mil veces ahogarme en el lago insondable de esas lágrimas que mostrarle a las estrellas lo que es solo mío, el fruto escondido de mi alma arrasada.
Y entonces pienso en mi rey y vuelvo a ser fuerte. Su recuerdo me estremece y me hace ponerme en pie de nuevo. Y me digo que no lo amé, que no fue solo eso. Que no puede ser solo amor emoción tan ardiente y poderosa, esta llama que me devora desde entonces, que me consume y me desgarra para, a un tiempo, insuflarme la vida y llenarme de poder.
Y entonces mis ojos relampaguean y acaricio pensativa mi shamsir, recorro con mis dedos los dibujos de su acero, lo afilo a conciencia y lo unto con aceite.
Y me digo que he de volver, vencedora e implacable, para satisfacer la voz voraz de la venganza. Porque está escrito. Y algún día haré pagar con sangre a los enemigos indignos que me arrebataron la vida.
Que así sea.
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