por L. G. Morgan y Gerard P. Cortés
El desierto se ha transformado en un hermoso jardín y, en el punto exacto en el que se alzaba la pirámide, hay ahora un gran lago rodeado de cerezos en flor. Se acercan corriendo y Misaki les saluda con la mano.
Parece una mujer completamente distinta. No hay rastro de su traje negro de Sombra, sino que ahora lleva un precioso kimono blanco y limpio. Su mirada es serena y, lo más sorprendente de todo, una sonrisa de oreja a oreja ilumina su cara.
Krieg también parece distinto, mayor y más sabio. Tampoco hay rastro de las heridas que uno asumiría que deberían acompañar al renqueante caminar que les habían observado hacía un momento.
– Hola, amigos –dice simplemente.
– ¿Está… está hecho? –pregunta Willibald– ¿Somos libres?
La sonrisa de Misaki se amplía un poco más al asentir.
– El último de los Amos ha muerto y la paradoja se ha reparado. Ahora el multiverso podrá empezar a sanarse él mismo. Ya ha empezado, de hecho, puedo sentirlo. Ahora puedo sentirlo todo.
A pesar de la alegría porque todo haya acabado, Shaft se fuerza a hacer la pregunta que todos tienen en la punta de la lengua y a la que se niegan a dar voz.
– ¿Belfast y Tynan?
Misaki niega con la cabeza.
– No han regresado. Han cumplido la misión, pero lo han pagado con su vida.
– Lo sabía –interrumpió Krieg–. Él lo sabía. Las cosas que me dijo… sabía que no volvería…
El silencio se convierte en el único sonido que pueden pronunciar durante un buen rato. El tiempo pasa, el día se convierte en noche y la pena se entremezcla con la alegría. Rayos de esperanza asoman durante el amanecer. Y llega la hora de partir.
El antiguo hombre-máquina sería el primero en abandonarlos. Misaki había abierto un portal, rasgando el tejido de la realidad con la suavidad de una mariposa posándose sobre una hoja. Y les había explicado después que a partir de ese momento todos podrían volver a ese mundo y, de allí, donde quisieran. Sólo necesitaban pensar en ella y les abriría la puerta.
– Aunque solo sea para venir a visitarme –añadió con una de esas sonrisas a las que ninguno se había acostumbrado todavía.
El metálico Böortryp, tan enigmático e inmutable como siempre, trató de tenderle la mano a Shaft en el típico gesto humano que tenía incorporado a su comportamiento, antes de recordar que el miembro que hacía esa función ya era apenas reconocible. Pero el policía estrechó con la misma convicción esa especie de antena cartilaginosa que tenía otras cuatro gemelas. Se despidió luego de Krieg y de Willibald con sendos abrazos, y llegó hasta Misaki, que mostraba el aspecto, ágil y tenue, de una bella mariposa. Ambos se inclinaron frente a frente, en gesto de profundo respeto. Por último, Zabbai Zainib, reina de Istiria. La mujer tenía en los ojos una expresión cálida, y su sonrisa enigmática pretendía ocultar el hecho de hallarse más conmovida de lo esperado. Ella era la primera sorprendida ante esos sentimientos de pérdida que le habían asaltado ante la idea de separarse de una vez para siempre de sus compañeros de aquellos últimos años. Con Böortryp no sería distinto. Se sacó del cuello un raro amuleto con forma de llama y se lo tendió junto con su bendición en istirio.
– Que encuentres lo que desees. Que el viento del desierto te traiga siempre ventura. Y que las estrellas velen por ti sobre tu cabeza.
Böortryp titubeó solo un instante antes de cruzar el portal. Había emprendido ese viaje con un único objetivo: aprender lo suficiente para cerrar el agujero negro que amenazaba con destruir su mundo. Ahora ya no hacía falta. El universo se estaba sanando a sí mismo, así que era probable que el agujero se hubiera sellado por sí solo. Su vuelta no sería el heroico retorno que había esperado. Nadie sabría de su papel en la salvación del universo pero, por algún motivo, eso no le importaba. Él lo sabía, y también sus compañeros, y eso le llenaba de una calidez muy humana que nunca había sentido antes.
La aventura vivida lo había cambiado radicalmente. Había comenzado siendo una máquina-hombre y ahora era un hombre-máquina. Más humano que nadie en su mundo. Y, por primera vez en su vida, no le parecía que eso fuera algo malo.
John Shaft se despedía de Willibald y Krieg. Las carcajadas de los tres resonaban por todo el lugar. Zabbai Zainib se acercó a Misaki en silencio. Ambas se miraron de arriba abajo durante un instante. La guerrera y la ninja. La amazona y la samurái. Ellas también soltaron una carcajada que rivalizaba con las de sus compañeros mientras se fundían en un abrazo. Eran solo dos mujeres, dos amigas. Una perdió a sus hijos y la otra nunca conoció a su madre y aun así habían llegado a encontrar la una en la otra lo que les faltaba.
– No podría estar más orgullosa de la mujer en la que te has convertido –dijo Zabbai.
– Gracias –susurró Misaki–. Gracias por todo.
Ninguna de las dos era de la clase que llora en las despedidas, pero es muy posible que lo hubieran hecho si Shaft no las hubiera interrumpido.
– Cuida del chico –le dijo a Misaki–. Al fin y al cabo su otro yo salvó el universo.
Misaki asintió y le dio un abrazo. Después lo dejó solo con Zabbai.
– ¿Y tú qué vas a hacer? –preguntó él, turbado sin motivo aparente.
– Vuelvo a casa –respondió ella con seguridad–. Juré vengarme de los traidores y recuperar lo que es mío. Y así haré. Además, mis hijos me necesitan, fue por ellos por lo que accedí a… –hizo un gesto vago con la mano que lo abarcaba todo–, a todo esto. Volveré a Istiria y les ayudaré a alcanzar todo aquello para lo que fueron creados, cumpliré mi destino. ¿Y tú?, ¿irás a New York?, ¿buscarás a Nina?
– No –negó él con la cabeza, con una cierta resignada melancolía–, allí no hay nada para mí. Pude ver a Nina crecida y feliz y con eso me conformo. No creo que pudiera darle más de lo que ya tiene, así que tal vez sea mejor que le deje seguir su camino como está previsto, y que me recuerde, quizá, como a un gran amigo o alguna especie de padre.
– Entonces ven conmigo –pidió Zabbai con voz ronca–. Una vez amé a un dios, ahora necesito un hombre. Uno fuerte, grande y bueno como tú.
– Pero, ¿qué haría yo allí? –protestó él sin mucha convicción, más conmovido por su ruego de lo que estaría dispuesto a reconocer–. Esa no es mi tierra, allí solo sería siempre un extranjero torpe que iría dos pasos por detrás de ti.
Zabbai sonrió ampliamente.
– Mejor a mi lado, me gusta tenerte bien cerca –bromeó–. Es cierto –continuó después–, que tal vez no sea nunca tu país, ya sé que no es siquiera tu mundo. Pero con el tiempo conseguirás hacerlo un poco a tu medida, lo sé. –Dio un paso y se colocó justo frente a Shaft y casi a su altura, y le habló muy cerca de la boca–. Ven conmigo, no te arrepentirás –suplicó de nuevo–, nos inventaremos un lugar para los dos donde ser felices por fin.
El suspiro que se le escapó a Shaft fue bastante elocuente. Abrazó a la mujer y se rindió en su oído:
– Eres veneno, mujer –susurró, haciéndole sentir a ella un hormigueo que electrizaba su piel–. Una droga dura y muy peligrosa. Pero, quién sabe por qué, ya no puedo vivir sin ella. Así que… ¡Acepto, maldita sea! –gritó al aire, como si se hubiera vuelto loco de pronto y se dirigiera a unos seres imaginarios–. Acepto, ¿me oís? Y que el perverso destino haga lo que quiera con nosotros.
Zabbai le sonrió de nuevo, pero esta vez con una sonrisa tierna y casi triste, y mirándole a los ojos como no creía que volvería a mirar a nadie. Luego se repuso y volvió a adoptar una actitud ligeramente arrogante:
– Pues entonces, en marcha. Tenemos un trono que recuperar. Aunque, eso sí –añadió con tono burlón–, tendrás que endurecerte un poco, no creo que la vida de neoyorquino que has llevado te haya preparado para mi gente.
– Cariño, mi última residencia tenía código postal del Infierno. Estoy seguro de que sabré lidiar con tu gente…
Con una ruidosa carcajada Zabbai Zainib echó a andar hacia la Puerta, segura de que él la seguiría.
Cuando Willibald cruzó el portal, después de las despedidas, apareció en su casa en Northumbria. Fue directamente hacia su estudio, pues no quería perder tiempo en documentar todo lo vivido, así era él. Abrió la puerta y dio un paso, pero se detuvo al ver lo que había tras ella. Su pequeño estudio había desaparecido y, en su lugar, había otra cosa. Un regalo de despedida de Misaki, supo sin lugar a dudas.
El cazador soltó una larga y sincera carcajada que resonó hasta perderse entre los pasillos infinitos de la Biblioteca del Destino.
FIN
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