por L. G. Morgan
Monótonos días de navegación. Alrededor solo cielo y océano todo el tiempo, sin nada que alterase, aun mínimamente, la quietud del horizonte. Ni siquiera se veían pájaros en el cielo. El viento se mantenía en calma y las velas colgaban desganadas y flácidas la mayor parte del día.
Nadie podía imaginar el curso que había elegido el navío. Los instrumentos de navegación se habían vuelto locos, a cada rato parecían señalar un punto cardinal distinto, un rumbo diferente e incierto hacia quien sabía dónde.
Habían vuelto fácilmente a la rutina, aprovechando como mejor les pareció a cada uno el incierto descanso que se les ofrecía.
Willibald pasaba casi toda la jornada en la Biblioteca del barco. Después del almuerzo que compartía con todos, servido cada día a la misma hora por alguno de los tétricos espectros del barco, que parecían el remedo de algún demacrado marinero que se hubiera pasado mucho tiempo sin comer, y de paso sin cambiarse de ropa; se marchaba para refugiarse en el silencio y el polvo de los libros, a todas horas alumbrado por lámparas de aceite que alguien se encargaba de mantener a punto. Todos los demás se dejaban caer por allí en uno u otro momento, pero tras intercambiar unas cuantas palabras con el de Suth Seaxa y curiosear un poco los ajados volúmenes solían marcharse, dejándole de nuevo a solas.
La Sombra pasaba casi todo su tiempo en cubierta, ejercitándose con la katana, aunque pareciera evidente a todos que no necesitaba más práctica de la que llevara a cuestas. Hacía también extraños ejercicios durante los que parecía estar muerta. Se sentaba completamente inmóvil de cara al mar, con la vista fija en algún punto lejano y, literalmente, dejaba casi de respirar. Después de los primeros días de extrañeza nadie parecía prestar atención a su extraño comportamiento, y la dejaban en paz y evitaban las preguntas que sabían no deseaba oír.
Böortryp, desde la vuelta, parecía revitalizado y activo, y se dedicaba a observarlo todo, y a todos, con una atención y un detenimiento dignos del más concienzudo científico. Llegaba a ser molesto para los otros, que le eludían en lo posible, tratando de escapar de ese escrutinio tan poco amistoso.
La primera noche tras el regreso, cuando hubo asimilado la ración de vida que necesitaba, se deshizo sigilosamente del cadáver, arrojándolo por la borda. No había considerado positivo para la moral común, y sobre todo para la opinión que pudiera despertar en los demás, que conocieran ciertos detalles. No sentía vergüenza, él hacía lo que tenía que hacer y sospechaba que los demás habían, seguramente, llevado a cabo “hazañas” mucho más cuestionables. Pero era mejor evitar ese tipo de fricciones.
Cecil pasaba mucho tiempo en su camarote. Nadie sabía a qué se dedicaba o cómo entretenía las interminables horas diurnas. Pero estaba claro que se hallaba ocupado en algo y que ese algo no era, en opinión del médico, un asunto de su incumbencia. Tras la puerta gruesa de la cabina donde dormía se escuchaban a menudo extrañas letanías, gemidos y hasta agudos gritos. Se había hecho también con varios tomos de la biblioteca, que solo él había juzgado de interés, y parecía estar estudiándolos a conciencia.
La reina de Istiria, Zabbai Zainib, tenía otros horarios distintos a los de la mayoría. Aunque también se hallaba presente durante la comida principal, en la que procuraban coincidir todos, dormía sus buenas horas durante el día y era de noche cuando, recluida en una parte de la cubierta que había tomado para sí, se entregaba a una furiosa actividad. Unas veces se entrenaba también para la lucha, como Misaki. Otras veces invocaba al mundo de las Sombras y caminaba por el otro lado, mientras desarrollaba una danza extraña alrededor del fuego que ella misma había conjurado en lo que llamaba “el pebetero de las visiones”.
Shaft parecía ser el que más sufría con aquella forzosa inactividad. El policía neoyorquino no podía recordar un solo día de su vida en el que no hubiera estado molido por la falta de sueño, el agobio de las horas interminables de trabajo y las acuciosas demandas de la vida urbana y el cuidado de Nina. ¡Cómo la echaba de menos! No había día en que no pensara en ella, preguntándose si estaría bien, si habría valido de algo su condena. Pasaba un rato por la Biblioteca y se quedaba charlando con Willibald, hacía solitarios en el camarote que usaban de salón, importunaba a Belfast hasta que, entre juramentos y maldiciones, aceptaba jugar una partida de cartas con él, o, simplemente, se dedicaba a subir y bajar de cubierta, explorar la bodega o caminar de un lado a otro en alguna de las exiguas dependencias, volviéndoles a todos locos.
Y el último, Belfast, aunque seguía aparentando esa misma calma socarrona, esa seguridad y esa cachazuda indiferencia del principio, empezaba a acusar como el que más, en su fuero interno, el largo encierro y la incertidumbre de ver su sino organizado por otros. Unos otros que, en el mejor de los casos, debían de morirse de ganas de descuartizarle y arrojar sus trozos a los peces. Presentía las puertas que trataban de abrirse a su alrededor. En el barco estaba a salvo, eso lo sabía, pero la amenaza crecía fuera y sentía que, tal vez, había sido detectado de nuevo.
Una de aquellas noches, justo después del ocaso, tras otra de esas interminables jornadas de hastío que estaban minando sus energías y la moral general, los espectros del barco anclaron la goleta en una posición determinada.
Como cualquier cambio era bienvenido, todos dejaron lo que estaban haciendo, subieron a cubierta y se abalanzaron sobre las bordas, con la esperanza de distinguir algo.
La luna alcanzó su cenit, apareciendo tras el velo de unas nubes densas que se retiraban como por arte de magia. En el horizonte les pareció ver tierra pero ninguno pudo asegurarlo. Cecil no lo intentó siquiera, pero si era posible que hubiera otra misión para ellos, mejor sería que se preparase de la mejor manera posible, tenía mucho que remendar y reparar.
El desencanto no tardó en cundir en sus filas. Parecía evidente que esa parada imprevista iba a ser toda la emoción que tendrían de momento.
Habían vuelto fácilmente a la rutina, aprovechando como mejor les pareció a cada uno el incierto descanso que se les ofrecía.
Willibald pasaba casi toda la jornada en la Biblioteca del barco. Después del almuerzo que compartía con todos, servido cada día a la misma hora por alguno de los tétricos espectros del barco, que parecían el remedo de algún demacrado marinero que se hubiera pasado mucho tiempo sin comer, y de paso sin cambiarse de ropa; se marchaba para refugiarse en el silencio y el polvo de los libros, a todas horas alumbrado por lámparas de aceite que alguien se encargaba de mantener a punto. Todos los demás se dejaban caer por allí en uno u otro momento, pero tras intercambiar unas cuantas palabras con el de Suth Seaxa y curiosear un poco los ajados volúmenes solían marcharse, dejándole de nuevo a solas.
La Sombra pasaba casi todo su tiempo en cubierta, ejercitándose con la katana, aunque pareciera evidente a todos que no necesitaba más práctica de la que llevara a cuestas. Hacía también extraños ejercicios durante los que parecía estar muerta. Se sentaba completamente inmóvil de cara al mar, con la vista fija en algún punto lejano y, literalmente, dejaba casi de respirar. Después de los primeros días de extrañeza nadie parecía prestar atención a su extraño comportamiento, y la dejaban en paz y evitaban las preguntas que sabían no deseaba oír.
Böortryp, desde la vuelta, parecía revitalizado y activo, y se dedicaba a observarlo todo, y a todos, con una atención y un detenimiento dignos del más concienzudo científico. Llegaba a ser molesto para los otros, que le eludían en lo posible, tratando de escapar de ese escrutinio tan poco amistoso.
La primera noche tras el regreso, cuando hubo asimilado la ración de vida que necesitaba, se deshizo sigilosamente del cadáver, arrojándolo por la borda. No había considerado positivo para la moral común, y sobre todo para la opinión que pudiera despertar en los demás, que conocieran ciertos detalles. No sentía vergüenza, él hacía lo que tenía que hacer y sospechaba que los demás habían, seguramente, llevado a cabo “hazañas” mucho más cuestionables. Pero era mejor evitar ese tipo de fricciones.
Cecil pasaba mucho tiempo en su camarote. Nadie sabía a qué se dedicaba o cómo entretenía las interminables horas diurnas. Pero estaba claro que se hallaba ocupado en algo y que ese algo no era, en opinión del médico, un asunto de su incumbencia. Tras la puerta gruesa de la cabina donde dormía se escuchaban a menudo extrañas letanías, gemidos y hasta agudos gritos. Se había hecho también con varios tomos de la biblioteca, que solo él había juzgado de interés, y parecía estar estudiándolos a conciencia.
La reina de Istiria, Zabbai Zainib, tenía otros horarios distintos a los de la mayoría. Aunque también se hallaba presente durante la comida principal, en la que procuraban coincidir todos, dormía sus buenas horas durante el día y era de noche cuando, recluida en una parte de la cubierta que había tomado para sí, se entregaba a una furiosa actividad. Unas veces se entrenaba también para la lucha, como Misaki. Otras veces invocaba al mundo de las Sombras y caminaba por el otro lado, mientras desarrollaba una danza extraña alrededor del fuego que ella misma había conjurado en lo que llamaba “el pebetero de las visiones”.
Shaft parecía ser el que más sufría con aquella forzosa inactividad. El policía neoyorquino no podía recordar un solo día de su vida en el que no hubiera estado molido por la falta de sueño, el agobio de las horas interminables de trabajo y las acuciosas demandas de la vida urbana y el cuidado de Nina. ¡Cómo la echaba de menos! No había día en que no pensara en ella, preguntándose si estaría bien, si habría valido de algo su condena. Pasaba un rato por la Biblioteca y se quedaba charlando con Willibald, hacía solitarios en el camarote que usaban de salón, importunaba a Belfast hasta que, entre juramentos y maldiciones, aceptaba jugar una partida de cartas con él, o, simplemente, se dedicaba a subir y bajar de cubierta, explorar la bodega o caminar de un lado a otro en alguna de las exiguas dependencias, volviéndoles a todos locos.
Y el último, Belfast, aunque seguía aparentando esa misma calma socarrona, esa seguridad y esa cachazuda indiferencia del principio, empezaba a acusar como el que más, en su fuero interno, el largo encierro y la incertidumbre de ver su sino organizado por otros. Unos otros que, en el mejor de los casos, debían de morirse de ganas de descuartizarle y arrojar sus trozos a los peces. Presentía las puertas que trataban de abrirse a su alrededor. En el barco estaba a salvo, eso lo sabía, pero la amenaza crecía fuera y sentía que, tal vez, había sido detectado de nuevo.
Una de aquellas noches, justo después del ocaso, tras otra de esas interminables jornadas de hastío que estaban minando sus energías y la moral general, los espectros del barco anclaron la goleta en una posición determinada.
Como cualquier cambio era bienvenido, todos dejaron lo que estaban haciendo, subieron a cubierta y se abalanzaron sobre las bordas, con la esperanza de distinguir algo.
La luna alcanzó su cenit, apareciendo tras el velo de unas nubes densas que se retiraban como por arte de magia. En el horizonte les pareció ver tierra pero ninguno pudo asegurarlo. Cecil no lo intentó siquiera, pero si era posible que hubiera otra misión para ellos, mejor sería que se preparase de la mejor manera posible, tenía mucho que remendar y reparar.
El desencanto no tardó en cundir en sus filas. Parecía evidente que esa parada imprevista iba a ser toda la emoción que tendrían de momento.
TODO UN DESCUBRIMIENTO. ¿PARA CUANDO LA PROXIMA ENTREGA?
ResponderEliminarPasado mañana, y cada viernes...
ResponderEliminarBienvenido y gracias por comentar!!