viernes, 9 de noviembre de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - EPÍLOGO


EPÍLOGO – Destinos (Parte 1)
por L. G. Morgan y Gerard P. Cortés

El peso aplastante de infinitos mundos e incontables tiempos. Calor. Y una luz blanca que hiere los ojos. Los contornos parecen derretirse y el mundo se hace líquido, todo está pasando muy despacio. Es fácil pensar que se trata de una pesadilla pero no es así, esta vez es verdad, el tipo de sueño atroz que te mata.
       El sonido ha desaparecido por completo, o acaso a los humanos les han estallado los tímpanos. Y a las máquinas todos sus dispositivos perceptivos. En medio de la ceguera que les cerca una especie de aleteo llama su atención allí en lo alto, una vibración leve pero acompasada que por algún motivo resulta ominosa. Tienen que salir de allí, en breve será tarde.

La hélice de oro gira sobre sí misma, se desprende de los restos de la cúpula y se transforma en libélula. Es libre para volar, para fundirse con el aire y acudir a la voz que le llama. No está lejos, siente su atávico reclamo en lo más profundo de su profunda naturaleza.
       De la torre que acaba de abandonar salen renqueantes pequeñas figuras, siluetas dislocadas que necesitan apoyarse unas en otras. Se dirigen sin saberlo hacia el lugar mismo donde mora la voz. Pero ellos no importan, son accidentes, minúsculas partículas que el viento arrastrará al final de su ciclo. Les deja atrás, sobrevuela callejas cada vez más oscuras, miserables arrabales donde todo está muerto, donde quizá nada ha vivido nunca realmente. Y el frío azul de la pirámide se dibuja en el vacío. Casi ha llegado, ahora la voz son varias voces que esperan. Desciende muy despacio, como si la gravedad no existiera para ella y corriera el peligro de alejarse y perderse para siempre. Solo su voluntad de regresar al origen sobrevive, a toda costa ha de ocupar su lugar.
       Allí está la estrella. Cinco puntas. Y un vacío en el centro donde una vez estuvo la pequeña mujer, el poderoso Aurus humano. Ahora la mujer es piel sangrante y huesos rotos, y su compañero un amasijo torturado que, pese a ello, conserva la conciencia bien afilada.  Tira de la chica hacia el exterior para ponerla a salvo, sabe que algo está a punto de ocurrir. Ella está inmóvil como si hubiera agotado sus últimas fuerzas, pero el calor de él parece llevarla a un último esfuerzo.
       Tampoco importan. Solo la estrella.
       Un hueco en el centro exacto. La libélula se detiene posada ahí y adquiere de nuevo su forma inanimada, una hélice dorada de cuatro hojas. Entonces sucede. La onda que se amplía desde el mismo epicentro, que se irradia hacia el exterior en círculos concéntricos cada vez mayores. Y el caos, la nada, la destrucción de todo lo que existe. Para que algo mejor pueda volver a nacer.

El mundo termina en un solo instante cegador. En medio de la ciudad de pesadilla que ha sido el Paraíso de los Amos, John Shaft, Zabbai Zainib, la máquina medio humana que ahora es Böortryp y Willibald, no saben qué hacer ni cómo ponerse a cubierto. Por todas partes se desploman edificios, caen cascotes y muros enteros, montículos que sepultan cuanto hay a su paso. El sonido ha regresado con la fuerza de la más atronadora de las tormentas. La tierra se divide en supurantes heridas por las que salen vapores de azufre. Podría ser el infierno, uno de ellos, si a esas alturas se permitieran creer que es real. Que es un lugar distinto a aquel en que ya viven.
       Belfast les dijo, parece que en otra vida, que se verían junto a la torre de los Amos… si sobrevivían. Han tenido que morir, se dicen ahora, porque en ningún maldito lugar de aquel condenado universo se ve un alma.
       Según buscan ansiosamente con la mirada cualquier rastro de sus compañeros, a sus pies se abre repentinamente un abismo que quiere tragárselos. De un salto atrás consiguen evitar la caída de puro milagro, pero la grieta crece hasta ellos y, sin remedio, se precipitan al vacío. Solo Böortryp consigue anclarse al borde, en un agónico estertor mecánico. Con sus otros apéndices atrapa a sus compañeros en el último instante para, en medio de los temblores que no dejan de agitar un solo momento la castigada tierra, izarse con ellos hasta la superficie. Lo único que importa es correr hacia delante, a ningún sitio en concreto, solo para escapar del horror.
       Hay una nube de polvo y humo que tapa el horizonte cercano. Cuando se disipa un tanto, consiguen distinguir dos figuras avanzando lentamente, apoyadas una en la otra, al otro lado de una ancha extensión que se ha formado donde hubo a su llegada decenas de grandiosos edificios, desaparecidos por completo.
       “¡Misaki!”, gritan alborozados, unidos de golpe por el simple instinto de supervivencia, miembros ahora de una misma raza o un mismo pueblo. “Y el otro es Krieg. Pero son solo dos… ¿Dónde están los demás?”
       Hay una pirámide a unos pocos cientos de pasos, detrás de ellos. Sus paredes se resquebrajan, estallan hechas añicos y se desploman hacia adentro, borrando todo rastro de lo que hubo una vez. Una luz blanca y cegadora emerge desde las ruinas y lo cubre todo durante un espacio de tiempo que podría ir desde un segundo a toda la eternidad. Cierran los ojos, heridos por ese fulgor insoportable. Y cuando los abren todo es distinto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario