CAPÍTULO 8 - BELFAST
por Gerard P. Cortés
El policía negro había entrado hacía menos de cinco minutos, y ahora atravesaba la puerta en dirección contraria con cara de alguien a quien acaban de robar el reloj y aún no ha entendido cómo. Llevaba una pistola en la mano, pero no se había oído ningún disparo, así que no había por qué suponer que se hubiera cargado a la vieja. Bien, pensó, interrogar a un muerto siempre es más difícil. Aunque no necesariamente imposible.
Belfast llevaba casi una hora frente a la puerta de aquel sucio apartamento del Harlem hispano, fumando y observando el ir y venir de vecinos, putas y traficantes de crack. Esperó a que el poli hubiera desaparecido escaleras abajo y entonces se decidió a entrar sin llamar.
- Hola, María -dijo en un español perfecto, dirigiéndose a la vieja-. Ha pasado mucho tiempo.
- Menos de la mitad del que hubiera deseado, demonio. ¿Qué haces aquí?
- Vamos, no seas así, María. Después de todo lo que hemos pasado juntos.
La vieja escupió en el suelo.
- Precisamente por eso no me quedan ganas de pasar más. Y ahora, ¿qué quieres? Tú no eres de los que hacen visitas de cortesía.
- No, es verdad. No lo soy. Eres lista, ya debes saber lo que quiero. Dicen que ahora hablas con ellos, ¿no es así? La pequeña María es ahora su portavoz.
La vieja estalló en una sonora carcajada.
- ¿Pequeña? ¿Es que has perdido los ojos, además del corazón? Soy vieja, y sabia, y te aseguro que no vas a sacar nada de mí.
- Sólo dime dónde está, María, después me iré.
- Te irás ahora mismo. Sabes que nunca te dejarán entrar.
- Nunca digas nunca, querida -respondió él con una sonrisa-, voy a subir a ese barco y tú me dirás dónde encontrarlo.
La vieja se estremeció un poco al ver el brillo rojizo en los ojos de él.
- Sé que ese policía es uno de los Siete, y yo voy a embarcar con él… o en su lugar.
- El pasaje de John Shaft está blindado, lo sepa él o no. No puedes hacer nada al respecto. Sin embargo te puedo decir dónde embarcará el último de los pasajeros. Él no es tan importante y quizá te acepten en tu lugar.
Belfast la miró con suspicacia.
- ¿Y qué me va a costar esa información?
- Ah, mi amor. Ahora eres tú el que sabe perfectamente lo que quiero. Dámelo, pierde para siempre el poder que aún tienes sobre mí, y desaparece de mi vista para no volver nunca jamás.
Belfast suspiró, como una brisa antigua de nostalgia por un pasado que apenas podía recordar. Después sacó, de una cadena que llevaba al cuello, un anillo de oro viejo y sucio, y se lo entregó, a cambio de un papel con una dirección anotada.
María lo miró, aún se podía distinguir la inscripción con el nombre de ella y uno de los que había usado él, y suspiró aliviada mientras Belfast salía por la puerta.
- Adiós, María. Siempre fuiste una de mis esposas favoritas.
La dirección era de otro mundo, literalmente. Era de una tierra paralela anclada en la edad media, creía recordar, con orcos, elfos y esas tonterías. Belfast miró a su alrededor y encontró un callejón lo bastante oscuro para su gusto. Un gato dormitaba al fondo de éste.
- Lo siento, Garfield, mal momento, mal lugar, supongo.
Cogió al gato con suavidad y, con precisión quirúrgica, le abrió la tripa con una navaja, mientras entonaba entre dientes unas palabras que no pertenecían a ningún idioma. A continuación dibujó con la sangre de éste, en la pared del fondo, un rectángulo vertical rodeado de símbolos extraños.
Echó el cadáver a un lado mientras limpiaba el cuchillo en su palma desnuda. La apoyó en la pared, en el centro del rectángulo, al tiempo que decía las últimas tres palabras, y una luz rojiza brilló en los bordes de éste. Cuando la luz cesó, el interior del rectángulo quedó oscuro y sin consistencia.
Así de fácil es viajar entre mundos, pensó Belfast mientras atravesaba el vacío dejado por el ladrillo y el cemento. Lo malo es lo que encuentras entre uno y otro, las entradas y salidas que quedan registradas en el fondo mágico, no importa lo cuidadoso que seas. Y quién puede estar comprobándolas a la espera de dar contigo.
Esta vez, sin embargo, parecía haber tenido suerte. Nada de cazadores ni sabuesos en su camino. No tardarían en aparecer, sin duda, pero para entonces él estaría ya a bordo del Destino, y allí no podrían hacer nada contra él. Eran las reglas, y al final las reglas se aplican incluso a quien se ha pasado la vida forzándolas. Sólo se trata de escoger qué reglas quieres que se te apliquen y cuales no.
Tardó apenas unas horas en alcanzar su destino, y a su objetivo, un tirano loco que había logrado esclavizar un reino de fantasía tolkeniana tristemente tópico. La fortaleza de turno resultó ser bastante menos que inexpugnable, por lo menos para él, así que en cuestión de minutos se hallaba en la sala del trono, con la guardia real derrotada y el rey, una mezcla entre humano, elfo y orco, le pareció adivinar, de rodillas.
- Ahora me vas a dar las coordenadas y te prometo que lo haremos rápido e indoloro.
- No… no sé de qué me hablas…
- Claro que sí. Has hecho un pacto con ellos, a cambio de más poder, más tierras o lo que sea que os interese a los villanos pasados de moda como tú, a cambio de tu servicio en el Destino. Sólo necesito saber dónde tienes que embarcar.
- No lo sé… te lo juro… no me han dicho nada. Sólo que lo sabría en el momento oportuno.
- Vaya… entonces lo han enterrado en tu subconsciente. Lo siento, amigo, creo que no va a ser rápido ni indoloro, al fin y al cabo.
Belfast acercó la mano a la frente del rey y la introdujo en fase en el interior de su cabeza. Éste soltó un aullido desgarrador mientras la mano rebuscaba en el interior de su cerebro.
- ¡Ja! Aquí está.
Cuando la mano salió de su cráneo, el cadáver del rey se desplomó con todo su peso.
- Gracias, amigo. Te prometo que haré buen uso de tu puesto en el barco. No creo que te sirva de consuelo, pero me acabas de salvar la vida.
Ya amanecía cuando Belfast llegó al puerto, y las pequeñas barcas de pesca partían hacia una larga y agotadora jornada. Comprobó su mochila. Algo de ropa, dos cartones de tabaco, armas y una caja negra con un candado y una inscripción ilegible en la tapa. Sería suficiente para un tiempo.
Escudriñó el embarcadero, había un par de pequeños esquifes que podría robar para llegar al punto de recogida. En lugar de cogerlos saltó al agua y se quedó en pie sobre ella, para terror de los pescadores rezagados que todavía preparaban sus redes en el puerto.
Sonrió y echó a andar.
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