viernes, 29 de junio de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 44

CAPÍTULO 44 - Piedad
por L. G. Morgan

BÖORTRYP

Me he despojado de mi cobertura humana, nunca más llevaré esta piel ajena ni esta carne decadente. Mis compañeros de viaje han mostrado un cierto horror al verme en mi auténtica naturaleza, cuando me he mostrado ante ellos, reunidos de nuevo en la biblioteca. Una emoción comprensible que ya esperaba. Pero el sobresalto les ha durado poco, son tantos los hechos anómalos que hemos vivido en nuestras travesías, que su capacidad de adaptación les permite aceptar ahora cuestiones que en el pasado habrían sido causa de shock traumático.
— ¡Parece una especie de insecto enorme y metálico! —ha exclamado Willibald, con más curiosidad que repulsa. —Y tus ojos… —ha añadido mirándome con fijeza- esos ojos violáceos tan humanos contrastan de forma extraña en la langosta gigante en que te has convertido —aquí ya le había regresado el buen humor y lo dijo entre risas y gestos de regocijo.
     Supongo que eso ha servido para tranquilizar al resto, dispuesto ya a aceptar lo más insólito. Cecil ha pedido una descripción y yo mismo se la he facilitado. Tengo la forma, les he explicado, más apta para la supervivencia y la interacción con el medio, creada a base de elementos de distintas especies y objetos. De los humanos poseo la bipedestación y la capacidad prensil. Y los ojos, como ha señalado Willibald, que me fueron implantados tras ser fabricados con materiales totalmente orgánicos.
— ¿Por qué ahora? —ha preguntado Zabbai, la istiria-. ¿Por qué has decidido prescindir de fingimientos y concesiones?
     Era difícil de explicar, porque interfieren emociones que ni yo mismo entiendo. Creo que la convivencia con todos ellos, durante tanto tiempo, y las experiencias extremas que hemos compartido, me han contaminado. Mi programa de funcionamiento es absolutamente flexible, capaz de modificarse para incorporar unidades nuevas. Eso es lo que ha tenido que pasarme, llevo en mí adiciones de elementos humanos que he ido sumando sin darme cuenta. Pero cómo explicarles todo esto, el proceso es demasiado complejo. He contestado lo único que podía:
– Es la hora de la verdad, lo presiento –a mí mismo me ha sonado extraña esa palabra, tan humana-. Y en la hora de la verdad cada uno seremos lo que somos, y actuaremos según nuestra naturaleza y nuestros objetivos.
     Asombrosamente, han parecido entenderlo, debe de ser que compartimos las mismas sensaciones sobre el momento que se avecina. Yo no voy a esperar más, quiero mis respuestas, por eso vine aquí. Y los amos van a dármelas, de una manera o de otra.

JADAMA

Es la hora. Tal como me dijeron. Esta playa azul y desierta, helada, frente al mar rojo e inmóvil. Va a suceder, las profecías se han cumplido. Estoy por fin en paz, nada depende ya de mí, ¿por qué preocuparme?
     Ahí está, en el momento preciso, la silueta del barco negro contra el cielo púrpura.

CECIL DEATHLONE
De pronto me sobrevino la oscuridad. No fue la ceguera habitual, a la que ya estoy acostumbrado, sino algo mucho más intenso y devastador, como si me hubieran privado del aire y el espacio. Percibí una presencia y el resto dejó de existir. Ella. Ella lo llenó todo.
     Después de las vidas transcurridas aún me seguía produciendo el mismo efecto, constaté con rabia. Sin necesidad de verla la adiviné. Y eso me convirtió a la vez en el más feliz y el más desdichado de los mortales.
     Traté de advertir a mis compañeros, prevenirles para que supieran qué podían esperar, pero no fui capaz, me ahogaba en la negrura insondable que había caído sobre mí. Nunca sabré cómo consiguió abrir los canales de tiempo que le permitieron llegar hasta nosotros, y plantarse en la propia biblioteca del Destino, como una fulgurante aparición de otros mundos. O quién la ayudó. Solo sé que todo ocurrió como estaba previsto y que nos hallábamos perdidos de antemano.
     Mis compañeros se quedaron paralizados por la impresión, en suspenso las palabras que estaban pronunciando. Podía imaginar fácilmente sus reacciones. Sabían sin necesidad de explicaciones que aquella mujer de sobrecogedora belleza que había aparecido de improviso en nuestras vidas, representaba claramente una amenaza, nada bueno podía venir de ella. Yo sabía que había venido a por los Aurus, a culminar su poder y destruirlo todo. En eso se había convertido. En eso la había convertido la vida. Y los demás podían adivinar, aunque fuera a tientas, la verdad. Todos habíamos desarrollado a bordo del Destino una intuición poderosa, o un conocimiento abstracto, como prefiero llamarlo, absolutamente singular. Y si algo hubiera faltado en su ecuación, mi reacción y el aspecto de ella habrían bastado para apuntar los datos que faltaran. Belfast me había dicho hacía mucho tiempo que el parecido entre ambos seguía siendo asombroso.
— Jadama –afirmé sin necesidad, solo por el placer de sentir en la lengua de nuevo su nombre-. ¿Qué haces aquí?
— He venido a saldar cuentas, hermanito.
     No podía ser su voz. Aquel helado y desgarrador susurró no podía pertenecerle.
— Entre nosotros no hay deudas pendientes.
— ¿Eso crees? –Sentí sobre mí su mirada especulativa, la cabeza ligeramente ladeada en ese gesto tan suyo–. Parece que no vemos las cosas de la misma manera. El horror de mi vida te lo debo a ti. Ya ves si tenemos cargos que resolver.
     Pero quizá es que lo has olvidado. Que me abandonaste, que te marchaste con Rama de Vida en mi lugar, para triunfar en mi lugar y alcanzar conocimientos y poder en mi lugar.

     El desprecio en su voz me resultaba desgarrador, su rencor y algo más, tan sutil que era casi inapreciable pero que conseguía herirme por encima de cualquier otra consideración: su dolor. El infinito dolor de un alma mutilada. Traté de protestar pero ella me interrumpió para seguir hablando, lacerando un poco más con cada sílaba mi espíritu muerto.
— Claro que no me lo quitaste todo –se rió sin ganas-, dejaste para mí la enfermedad atroz de madre, su agonía y la desolación de padre, convertido en un muerto en vida del que acabé por huir para unirme a las Numoidas, tratando de que mi vida al menos sirviera de algo. Pero el dolor y la muerte no dejaban de perseguirme, y de nuevo me encontré sin nada, gracias hermanito, en un camino cada vez más estrecho. Hasta que solo me quedó el culto de Kali, su sendero de aniquilación. –Lanzó una carcajada amarga para decir–: Sí, creo que es mucho lo que te debo. Porque todo eso me hizo más fuerte, y alcancé poder y riquezas como tú nunca podrías imaginar.
     El odio la envenenaba, no hacía falta verlo en realidad para apreciar su rictus hiriente. Eso me empujó a tratar de explicar lo inexplicable.
— Jadama –susurré. Traté de ser dulce y suave, intenté volver a ser para ella aquel a quien había dejado atrás hacía tanto tiempo–. No fue así, lo juro.
     Siempre supe que eras mejor que yo. Mejor, en todo caso, que cualquier ser, hombre o mujer, que haya dado nuestra raza. Quizá madre tuviera algo parecido que tú heredaste centuplicado. Y nunca me importó, te admiraba por ello igual que te amaba por todo lo demás. Pero yo sabía ya que semejantes dones eran ambrosía irresistible para los médicos de la orden, que te habrían exprimido y destruido en el camino para hacerse con ellos. Te habrían convertido…
— ¿En lo que soy ahora? –me interrumpió con sarcasmo–. Pues ya ves que no hiciste muy buen negocio.
     No me creía.
— Sé que piensas que soy incapaz de cualquier sentimiento humano –lo intenté una vez más-, pero es cierto. Sabía lo que harían contigo y traté de salvarte de la única forma que supe.
— ¿Como salvaste a padre?
— No –reconocí con calma–, aquello no fue lo mismo. Fue una cuestión de justicia y de eficacia. Aunque –yo mismo no lo entendía–, no sé bien cómo fui tan estúpido para hacerlo, conocía las consecuencias que acarrearían mis actos y, no obstante, acabé con su vida para que dejara de sufrir. Era algo tan inútil…


Trataba de no pensar sobre ello, pertenecía a una parte de mí en la que no quería indagar. Pero Jadama lo estaba revolviendo todo, trastornando mi mente y mi alma como solo ella podía hacer.
     No podía recordar la última vez que había sentido algo semejante a lo de ese momento. Era cierto lo que Jadama insinuaba, yo era incapaz de sentir nada, ni temor, ni auténtica cólera o alegría intensa. Ni siquiera el afecto más tibio; Rama de Vida se había encargado de ello. La empatía o la compasión eran variables contaminadoras que enturbiaban el proceder científico y debían ser eliminadas. Así que extirpaban cualquier rastro de emoción con la misma concienzuda pericia con que suprimían un tumor maligno.
     Pero a ella, mi hermana, la amaba, eso no podía negarlo. A pesar de todo ella seguía siendo parte de mí, mi parte mejor y la única valiosa. De repente la necesité como no había necesitado nada en mi vida, ni el conocimiento ni el poder. Si pudiera verla y tomarla en mis brazos una última vez… Supe que lo daría todo, incluso los resultados del pacto. En la Duodécima me habían advertido muy claramente de las consecuencias de recuperar la visión, por el medio que fuera. Si lo hacía el trato quedaría anulado. Pero no deseaba ya aquellos dones que un día juzgara tan preciados. El tiempo o el destino me habían cambiado, en ese preciso instante yo era otro.


— Diris ainaê prognatum.
     Con aquella simple fórmula di luz a mis ojos y alimenté mi alma hambrienta. Ella era tal y como yo la intuía, como la recordaba. Solo que en sus ojos claros no brillaba la luz de antaño sino una negrura infinita, que denotaba un dolor profundo e incurable.
     Le tendí las manos en un gesto inconsciente que imploraba su afecto, y no pude evitar, de un solo paso, salvar la distancia que nos separaba, en un impulso que me haría lamentar.
     El rechazo más cruel deformó sus hermosas facciones de diosa sanguinaria y magnífica. Alzó su mano diestra con un gesto seco y me hizo volar por los aires, y estrellarme brutalmente contra una de las estanterías. Sus labios iban a pronunciar mi sentencia, pero algo le hizo vacilar unos segundos. Me perdí en sus ojos y me despedí de la existencia sin experimentar otra cosa que el alivio de haber regresado a casa.

Zabbai Zainib y Asari Misaki desenvainaron a la vez, y Willibald echó mano del rifle y soltó el seguro, para apuntar después cuidadosamente. Böortryp, en cambio, permaneció inmóvil, analizando la situación y valorando las opciones, sopesando cuál sería la actuación más idónea. Percibía una carga de energía en la mujer que era hermana de Cecil, capaz de hacer explotar todo alrededor. Había que ser cuidadoso con semejante poder.
     Pero Asari Misaki estaba hecha de otra pasta. En ella se daba un perfecto equilibrio entre reflexión y acción, y la primera había conducido su katana a escasas pulgadas del cuello de la hechicera.
     La sacerdotisa de Kali se volvió, divertida, hacia ella, demostrando lo poco que le inquietaba la amenaza de la Sombra. Colocó calmosamente su mano sobre el filo de la espada de Misaki, haciéndola brillar con azulado resplandor y oscilar en manos de la muchacha. Pero entonces ocurrió algo que les cogió a todos por sorpresa, ninguno de ellos habría podido anticipar nada semejante. El espacio alrededor se cargó de electricidad estática, igual que cuando se aproxima una tormenta. Y un sordo zumbido irradió desde la cámara secreta que había junto al escritorio del bibliotecario, donde se hallaban los Aurus que obraban en su poder, y fue creciendo en intensidad hasta llenarlo todo. El aire mismo empezó a vibrar. Y en el epicentro de aquella alteración atmosférica Jadama y Misaki, unidas por la espada, alcanzaron texturas de estatua. Una luz violenta pareció poseerlas, expandiéndose a todos lados como los rayos de un astro en plena combustión.
     Fue Jadama quien rompió el hechizo, tal vez sin saber lo que hacía. Retiró su mano del arma de la Sombra y, al cesar su contacto, hizo extinguirse la luz y disminuyó la voz de los Aurus despertados de su sueño, sin enmudecerla por completo.
— Así que era eso –exclamó visiblemente complacida–. He aquí el poder prometido, al que se refirieron en la Duodécima-. ¡Está en mí! –dijo, no sin asombro, mientras contemplaba sus manos y tocaba su rostro y su cuerpo–. Ahora lo siento, solo tenía que despertar como ellos afirmaron, con el poder de los otros Aurus.
     Entonces, animada por una súbita inspiración, se volvió para estudiar con el mismo detenimiento a Misaki, y añadió:
— Igual que está en ti, no sé por qué misteriosa casualidad. Y si no me equivoco –dio un paso hacia la cámara secreta, olvidada de todo lo que no fuera su llamada, transfigurada en otro ser aún más poderoso y primordial–, aquí está precisamente lo que busco. Serán para mí –casi gritó-, me pertenecen. Con ellos nada podrá detener mi ascensión.


Cecil sabía que aquello era literalmente cierto. Jadama había estado llamada desde el principio a convertirse en uno de los seres más poderosos de los Universos. Con el refuerzo de los Aurus eclipsaría a cualquiera de los dioses menores, igualaría los de deidades Imperias como Kali o los propios Amos, y superaría incluso su sed de sangre y la ambición y crueldad de estos últimos. El odio la devoraría por completo, el ejercicio del supremo dominio la aniquilaría. Él había visto su dolor, ella le necesitaba aunque no lo supiera.
— No puedo permitirlo –le dijo con infinita dulzura, interponiéndose en su camino.
     Ella le miró apenas y dio otro paso. Pero Cecil, sin dejar de mirarla a los ojos, desenvainó su espada y empezó a canturrear en una lengua desconocida para los otros, el idioma de su niñez y su propia historia.
     Jadama se inmovilizó como herida por un rayo, y un gemido de angustia involuntario escapó de sus labios mientras por fin le devolvía la mirada. Cecil arrancó el puño del arma, dejando al descubierto el otro afilado extremo. Luego lo apoyó con decisión contra sí mismo y, sujetando el arma por el centro con una mano que empezaba a sangrar con profusión, se abrazó a la mujer con un empuje brusco que les ensartó a ambos en la misma acerada muerte.
     Jadama solo emitió un ahogado jadeo, sin quejas, sin resistencias, como si aceptara el regalo que él le brindaba. Luego se aferró a él, hundiendo el acero en su cuerpo aún más, y una sonrisa deshizo la tensión de su rostro devolviéndole la inocencia perdida.


Durante un instante, con la sangre manando en una ola mansa de sus bocas entreabiertas, Cecil y ella volvieron a ser los niños felices de antaño, las dos mitades amantes de un todo perfecto. Él la besó en los labios y, en la décima de segundo que tardó en apagarse su mente de forma definitiva, aún fue capaz de apreciar la cruel ironía de todo ello.
     El único acto de verdadero amor que haría en su vida fue destruirla.

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