jueves, 26 de julio de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 49

CAPÍTULO 49 - El portal del Destino
por L. G. Morgan

Fue como si cayera un telón. La New York perfecta que reproducía los recuerdos de Shaft empezó a agrietarse y a desvanecerse en el aire como si se tratara de una imagen proyectada, dejando en su lugar una ciudad devastada y cubierta de ceniza, en la que edificios descuartizados por alguna calamidad compartían espacio con un millar de criaturas de pesadilla. Llevaban prótesis metálicas y alcanzaban tamaños colosales, se movían rápido y a su paso estallaba y sangraba la tierra.
       John Shaft y Willibald, desde la cubierta del Destino, sufrieron un instante de pánico paralizador, como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies y les afligiera el vértigo del vacío. Luego todo volvió a su ser, sacudiéndoles con brutal impacto. Las aguas de la bahía adquirieron vida propia, hervían en torno al casco del barco cuajadas de una espuma espesa y amarillenta, zarandeándolo y empujándolo lenta pero inexorablemente a la costa.
       La estatua de la libertad estalló con terrorífico fragor, rompiéndose en millones de pedazos que volaron a todas partes. Un poco hacia el este, donde tenía que estar el puente de Brooklyn, se alzaron columnas de fuego, y ríos de lava y ceniza fueron escupidos al cielo. El edificio de ladrillos de Ellis Island se convirtió también en una lanzadera de piedra y cascotes, que cayeron al mar peligrosamente próximos. Y eso solo parecía el principio, por encima de todo estaba el avance ominoso de los inhumanos invasores, que acudían de todas direcciones al puerto como si hubieran estado esperando su llegada.
       Era tarde para dar la vuelta, el Destino había entrado en una especie de corriente que les conducía al corazón mismo del caos. Tenían que conseguir escapar de allí cruzando a alguna otra dimensión inmediatamente, o perecerían sin remedio en ese mundo desconocido.
       Los dos hombres se lanzaron escaleras abajo, para toparse con Tynan, Böortryp y Zabbai, que subían desde la sala común alertados por los ruidos de las explosiones y los violentos vaivenes  del navío.
– Rápido, ¿dónde está Misaki? –preguntó un ansioso Willibald–. Me temo que es nuestra única posibilidad.
– En la bodega de carga –respondió Zabbai. Luego añadió, mirando con fijeza al policía negro–: ¿Qué es lo que ocurre? Parece que tu ciudad ha dejado de ser una opción.
– Ni siquiera es ya “mi” ciudad –contestó él-, y salvo que hagamos algo se convertirá en la tumba de todos. Creo que, de algún modo, el maldito barco, o tal vez los Amos, se las han arreglado para engañarnos una vez más.
– Bien, si eso es cierto –añadió reflexivamente la mujer-, diría que, por primera vez, he de estarles agradecida.
       Sin añadir nada más les precedió hasta las bodegas, donde se hallaban Krieg y la Sombra, esta última aún confundida y afectada por lo que acababa de ver.
– ¡Por cien barriles de ron! –exclamó jocoso Tynan-, diría que no es momento para un revolcón, muchachos. Mejor vestíos y dejadlo para más tarde.
       El rostro pecoso de Krieg se volvió escarlata. Misaki, en cambio, sin hacer caso de la pulla, tomó sus ropas del suelo y en un instante volvió a ser la misma figura negra y misteriosa de siempre.
       Les explicaron la situación. Si lo que Krieg había contado era cierto, solo Misaki poseía el poder de invertir su suerte. Porque solo ella podría, tal vez, encontrar el maldito motor con ayuda de los otros Aurus y sacarles de allí.
       Belfast nunca había estado tan inquieto, ni siquiera cuando era corpóreo y aún podía preocuparse. Si no escapaban darían al traste con los planes que tan cuidadosamente había elaborado el viejo mago, y luego ya podían despedirse de todo. Y cuando decía todo, era todo, el puto mundo y los putos universos, hombres, máquinas y vegetales, todo tal y como lo conocían.  Con frenéticos gestos le hizo saber a Krieg lo que había que hacer para ayudar a la muchacha.
– Toma los Aurus, Misaki, tienes que llevarlos encima –dijo el chico angustiado, mientras ayudaba a la muchacha a colocárselos por todo el cuerpo, prendidos de las ropas–. Y ahora, ¡escucha! –ordenó.
       La expresión de desconcierto de la Sombra hacía juego con la del resto. Cómo que escuchara, qué iba a poder oír en medio de aquella barahúnda. En esos momentos apenas podían tenerse siquiera en pie, en medio de oscilantes cuadernas y suelos que subían y bajaban a tenor de los bandazos del barco, golpeado sin cesar por algún tipo de objeto no identificado pero sin duda contundente.
       Pero el entrenamiento de toda una vida tenía que dar sus frutos. Asari Misaki había sido adiestrada por los mejores, y pudo vaciar su mente de todo lo que no fuera el sordo latido que ya había oído una vez, en la bodega del barco, cuando el Aurus esfera escapó de su mano y se acopló por sí mismo a algo que solo existía para su percepción.
       Los latidos del corazón de la mujer se fueron haciendo más lentos pero más fuertes, tanto que, para asombro de todos, ella incluida, empezaron a ser audibles en el exterior. Una réplica de ese sonido empezó a escucharse también, otro corazón simétrico que latía con idéntica cadencia. Misaki apenas respiraba, una isla de calma imposible en el océano del caos. Sin saber lo que hacía, dejándose guiar por un instinto ancestral, se dirigió a la segunda bodega y caminó en la oscuridad hacia un mamparo situado en popa.
       El resto la siguió portando lámparas, unos pasos tan solo tras ella.
– Aquí –señaló Misaki. Los temblores sacudían su cuerpo y su piel estaba pálida como la misma muerte. Tenía los brazos colgando a los costados, y los Aurus repartidos por sus ropas brillaban con luz propia. Empezaron a vibrar todos a un tiempo, y la hélice escapó de su torso  convertida en libélula para posarse en un punto en la pared.
       Krieg y Tynan se adelantaron sin haber tenido que cruzar palabra, y empezaron a palpar la madera alrededor de la hélice de oro. En unos segundos dieron con el resorte adecuado. Entonces, partiendo de un punto en el centro se descorrieron dos paneles, dejando a la vista el más extraño artefacto que ninguno hubiera visto en los muchos mundos. Era como un diminuto cuadro de mandos de alguna nave espacial de uno de los tiempos futuros, solo que infinitamente más sencilla y a la vez más extraña.
       Y fue como si los Aurus hubieran vuelto a su lugar de origen, el sordo zumbido que les había animado se intensificó visiblemente y su brillo se incrementó más allá del umbral de percepción humano, hasta que solo Böortryp pudo soportar contemplarlos. Allí, en la máquina, estaba el catalejo del Sgiobair, ornamentado y arcaico, y en una pieza esférica que coronaba la consola, la silueta vacía de cada una de las otras cinco piezas de oro.
       Asari Misaki, con la solemnidad que hubiera puesto en cualquier ritual sintoísta, fue encajando los Aurus, uno por uno, en su lugar.
       La máquina cobró vida, se abrieron paneles, se iluminaron signos, emergieron palancas y se recolocaron mandos. Finalmente, unas letras luminosas se destacaron contra el fondo verde oscuro de la pantalla principal.
       Bienvenidos, Amos del Destino.
       Servimos y obedecemos.
       ¿Dónde? ¿Cuándo?

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