CAPÍTULO 56 - En el principio y en el final
por Gerard P. Cortés
El
terremoto había terminado y la gente de Lisboa salía a la calle a recoger los
pedazos de su vida.
–Si
la memoria no me falla –masculló Tynan–, y suele hacerlo a menudo, ahora mismo
nuestras versiones del pasado están inconscientes en la cubierta. No faltará
mucho para que despierten y encuentren el motor.
Belfast
encendió un cigarrillo, con poca o ninguna preocupación porque alguien reparara
en ello.
–No
si nosotros lo encontramos primero.
Bordearon
la costa en busca de algún barco que hubiera sobrevivido al temporal y
encontraron uno, en bastante malas condiciones pero capaz de mantenerse a
flote, en una playa cercana. Toda la proa del barco reposaba sobre la arena y
la tripulación había aprovechado para saltar a tierra firme y buscar refugio,
así que estaba vacío.
Lo
abordaron por las mismas sogas que habían usado los marineros para descolgarse,
Belfast pronunció unas palabras y un brillo verde envolvió el barco y volvió a
meterlo en el agua.
–Necesitaremos
una tripulación –dijo.
–Ha
habido muertos más que de sobra durante el terremoto –contestó el viejo capitán–
permíteme.
A
su orden, una docena de espectros acudió de todas direcciones y se repartió por
el barco, enfrascados en sus labores habituales, como si su muerte no fuera más
que un vago recuerdo que enterrar en nuevas capas de rutina.
–Bien,
vámonos. Tenemos que encontrar ese motor antes de que lo haga el Destino, o
todo esto no habrá servido para nada.
Krieg
acunaba el cuerpo de Misaki con una ternura que nunca antes había sentido. La
respiración de la chica era débil pero estable y su corazón latía lentamente.
El de él, en cambio, estaba acelerado. Desde que se cerró el portal había
estado oyendo ruidos por toda la pirámide. Todo su instinto le urgía a salir de
allí cuanto antes, pero no estaba seguro de si mover a Misaki tan pronto era
una buena idea. El ruido, de todos modos, estaba ya demasiado cerca como para
que escapar siguiera siendo una opción. Mo le quedaba, pues, más que defender a
la mujer que amaba, aunque ello fuera a suponer su muerte.
Los
ojos de ella se abrieron lentamente, fijos en él, una sonrisa le iluminó
fugazmente el rostro.
–¿Ha…
funcionado?
–Ambos
han cruzado, ahora depende de ellos. ¿Cómo estás?
–Bien…
cansada. Es como si hubiera dormido durante mucho tiempo, pero al mismo tiempo…
Otra
vez el ruido. Más fuerte. Más cerca.
–¿Puedes
levantarte? –preguntó Krieg.
Misaki
asintió.
–¿Y
correr?
El
arco de piedra de la entrada estalló en un torrente de runa, dejando claro que
correr ya no era una opción. Una figura emergió de entre los escombros. Era
grande, más de tres metros, y su piel era metálica, parecía de oro macizo. Cuando
se acercó más a ellos, dejando atrás el polvo, reconoció sus facciones, aunque
sabía que era imposible que fuera él.
–¿Tellerman?
La
nave recién robada avanzaba a toda la velocidad que le permitía su maltrecho
estado. El temporal se había calmado, pero el viento y la lluvia todavía
insistían en terminar de destrozar el destartalado cascarón.
Cuando
vieron el resplandor azulado que salía del mar y tan bien conocían, el Destino
ya estaba ahí. Un rápido vistazo a la cubierta casi vacía confirmó sus
sospechas: ya habían bajado a la falla. En unos instantes encontrarían el
motor.
–Si
sacan el motor del agua –le gritó Belfast a Tynan– embiste el barco–. Y sin
mediar otra palabra, corrió hasta la baranda de proa y saltó a las brillantes
aguas azules.
Al
hacer contacto con el agua, unas pequeñas branquias aparecieron en los costados
de su cuello y los dedos de sus manos y pies se unieron por unas membranas que
recordaban a las de los anfibios. Comenzó a ganar velocidad con cada brazada,
con un poco de suerte podría llegar al fondo de la falla antes que ellos y
volver a sepultar el motor para siempre.
–No…
–la voz de Misaki era un susurro gélido y furioso– estás muerto. Te maté con
mis propias manos.
–Así
es, pequeña –contestó Tellerman, o esa versión dorada de tres metros del Amo
del Destino–, pero qué clase de dios sería si dejara que eso me detuviera. No
lo entiendes, ¿verdad? Descubrí este lugar hace miles de años y preparé este
cuerpo por si algo le sucedía al mío. Los otros Amos son unos imbéciles
complacientes, limitándose a gobernar su ciudad ficticia y jugando con las
vidas de las tripulaciones del Destino, pero yo no.
–Eran…
–¿Qué?
–Eran
imbéciles –aclaró Krieg–. A estas horas el otro grupo ya debe haber acabado con
ellos, así que estás solo.
–Por
poco tiempo –susurró Misaki–, pronto te mandaré con ellos.
Una
carcajada metálica surgió de la garganta de Tellerman.
–¿Muertos?
Bien, se lo merecían, y además me evitará la molestia de tener que acabar con
ellos luego. Ahora, niña, tú y yo tenemos un asunto que zanjar. Hace mucho
tiempo descubrí que en realidad no gobernábamos este mundo ni ninguno más, sólo
nos sentábamos en un trono y creíamos tomar las decisiones, pero ese asiento
siempre estuvo reservado para alguien especial. Alguien como tú. Traté de
manipular el linaje del Aurus humano a mi favor, si tú hubieses muerto y Jadama
Deathlone hubiera descubierto su potencial… ah, qué pareja habríamos hecho.
Pero no, ese grumete y tú tuvisteis que jugármela.
–¿Acaso
esperas una disculpa?
–No,
espero que mueras y, cuando lo hagas, mi nuevo cuerpo absorberá tu poder. Yo me
convertiré en el Aurus humano y, por lo tanto, en el único y verdadero Dios del
multiverso.
Una
sonrisa maliciosa atravesó el rostro de Misaki mientras desenvainaba su katana.
Las fuerzas parecían haber vuelto a ella por completo.
–Te
maté una vez –dijo– y volveré a hacerlo. Te mataré cientos y miles de veces, si
debo, y disfrutaré cada una de ellas.
Sus
ojos brillaron con una luz blanca, y también la hoja de su espada. Algo
parecido al miedo se reflejó en la mirada carmesí de Tellerman.
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