CAPÍTULO 12 - Cazador
por Gerard P.Cortés
El primero que le habló alguna vez del Destino fue su abuelo, que le contó la historia tal como la había escuchado él del suyo en su niñez. Le habló del barco que aparecía y que desaparecía entre las corrientes del tiempo y entre las aguas de mundos que estaban más allá de los sueños más locos de un dios demente.
Nadie sabía de dónde venía, nadie sabía adónde se dirigía, ni qué clase de augurio suponía que esa fantástica embarcación se cruzara en tu camino. Su nombre se susurraba apenas a media voz, su aspecto era desconocido, pues nadie que lo hubiera visto se atrevía del todo a recordarlo. El pasaje, se decía, se pagaba con algo más que tu propia alma.
La primera pista válida sobre la existencia del navío, la encontró por casualidad durante la cacería que grabó su cara para siempre en los libros de Historia de su tierra natal: Willibald, señor de Suth Seaxa, el cazador de leyendas. El primer hombre que logró capturar viva a una sirena.
Aunque una de las más célebres, la sirena no fue su única ni mayor captura. En su adolescencia había desacreditado ya a la mayor parte de las casas encantadas y las ferias de monstruos del país. Se hizo adulto en las montañas, cazando dragones, Wendigos y Hombre de las Nieves. Eso sin hablar de la cabeza de la gran ballena blanca que adornaba una de las paredes de su mansión.
No, la sirena en si no fue el premio. El premio fue lo que esta le quiso entregar a cambio de su libertad.
En la cubierta del Destino, no estaba claro si la calma precedería la tormenta, o si era su tormento el vagar sin rumbo ni tierra a la vista. Las primeras sombras de la noche reclamaban el horizonte y su Sombra particular meditaba inmóvil desde hacía horas en lo más alto del Mástil, mientras John Shaft y Belfast trataban de enseñar al hombre máquina un juego al que ellos llamaban Póker. La última en llegar, Zabbai Zainib, se había retirado al interior del barco sin apenas presentaciones, y nadie había visto al médico -¿Deathlone, se llamaba?- desde que se había retirado a su camarote con una mala excusa.
Era momento de que él hiciera lo mismo. De que comenzara a buscar lo que había ido allí a encontrar. Si solamente supiera por dónde empezar.
¡Es imposible! ¡Me rindo! Shaft, si quieres seguir perdiendo tiempo y dinero con este saco de tuercas, tú mismo, yo me largo de aquí…
Belfast se levantó y se dirigió hacia donde estaba Willibald, mientras sacaba de la camisa una extraña caja banca con adornos triangulares de color rojo. De la caja sacó un cilindro blanco de papel y se lo puso en la boca.
Te lo juro, Willy, ese tipo es un coñazo -dijo mientras encendía el cilindro con un pequeño aparato de plata que escupía fuego como por arte de magia.
-̶ Willibald.
-̶ ¿Qué?
-̶ Mi nombre es Willibald, no Willy.
-̶ Claro, lo siento, amigo. Bueno Willibald, ¿qué hay de ti? ¿Cómo has acabado en este estúpido barco en mitad de la nada?
-̶ No lo sé - mintió el cazador- destino, mala suerte. La misma historia que todos, supongo.
Belfast lo miró con cara de no creérselo, o de no creer, quizá, que todos tuvieran la misma historia que contar. Willibald, sin duda, no tenía intención alguna de compartir la suya, y no tenía tampoco la impresión de que su interlocutor fuera a ser más abierto. La mirada de éste, no obstante, cambió de repente cuando vio lo que el cazador tenía colgado en el pecho.
-̶ ¿Qué es esto?
Willibald escondió rápidamente el objeto entre su ropa. Estúpido -pensó para sus adentros- estúpido y descuidado.
-̶ Nada. Sólo una baratija que encontré en el mar. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a mi camarote. Adiós.
El cazador de leyendas se alejó de Belfast, pero podía sentir los ojos de éste clavados en su espalda. Mientras se internaba en la negrura de las tripas de la embarcación, Willibald acariciaba con su mente el objeto que colgaba de su pecho. Una baratija -pensó-. Una baratija de incalculable valor.
La sirena trató de seducir al cazador con su canto, pero él era un profesional y lo había previsto, tratando sus oídos con una pócima que distorsionaba cualquier melodía. Cuando fracasó intentó comprarlo, dándole oro y objetos de toda clase que había recogido del fondo del mar. Willibald y sus hombres saquearon la guarida igualmente, pero eso no garantizó la libertad de la sirena. No fue hasta semanas después de haber vuelto a tierra con ella, semanas después de haberla exhibido ante la prensa, el público y los estudiosos que viajaron desde todos los rincones para examinarla, que pensó en inspeccionar el botín. Había monedas de oro, cubiertos de plata y toda clase de artefactos marítimos, en su mayoría rotos e inútiles. Y en medio de todo, una llave vieja y oxidada. Una llave en la que todavía se podía distinguir una inscripción: Biblioteca del Destino.
El cazador dejó la llave en uno de los cajones antes de acostarse. El sueño le esquivaba más aún que de costumbre. Estaba a bordo del Destino y tenía la llave de la Biblioteca. Se suponía que aquello era lo difícil, pero había registrado cada centímetro de ese maldito navío y no era capaz de encontrar la cerradura en la que encajase. La biblioteca era lo importante, más que el barco en si mismo, pero ¿cómo acceder a su sabiduría si no conseguía siquiera localizarla?
Los pensamientos fueron perdiendo coherencia a medida que se sumían en el negro profundo del sueño pesado. La noche dio paso al día en lo que pareció un instante y Willibald despertó.
Tras asearse un poco y vestirse fue directo, como hacía cada mañana, hasta el cajón donde guardaba su objeto más preciado, pero al abrirlo no encontró lo que buscaba, sino otra cosa. La llave había desaparecido y, en su lugar, había un mapa. Un mapa del Destino.
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