por L. G. Morgan
El barco estaba detenido. Todos ellos en cubierta pero sin poder ver nada más allá de las jarcias y la borda brillantes. Una niebla espesa y blanca les rodeaba por completo.
- Hay que saltar, ya lo habéis oído –ordenó la Sombra con su aplomo habitual.
Efectivamente, pocos segundos atrás Willibald les había leído las últimas instrucciones, mientras entregaba un objeto cuidadosamente envuelto a la custodia del médico.
Comprobaron sus equipos y, uno detrás de otro, se encaramaron a la borda y saltaron al vacío. Solo el cazador permaneció a bordo, en compañía de los silenciosos espectros que gobernaban la goleta.
- Buena caza y buena suerte –musitó para sí, abandonando a continuación la cubierta y adentrándose en las cálidas entrañas del barco, de vuelta a la presa inamovible que ejercía sobre él su venerada biblioteca.
... saltaron al vacío... para verse enterrados en la nieve blanda hasta casi la altura de los hombros. Escaparon a duras penas de la fría trampa y por primera vez pudieron mirar alrededor. Una amplia extensión blanca culminaba en un bosque espeso de árboles pelados, renegridos allá donde el albo manto dejaba la corteza al descubierto. Muy lejos, al norte, se observaba el centelleo argénteo del río Vág, que sinuoso acudía al encuentro del Danubio kilómetros después. Los montes Tatras cercaban el horizonte en la distancia azul que parecía ondear tras el aire helado. La aldea de Câchtice, en cambio, no era aún visible, pero se presumía hacia el este por las volutas de humo denso que se destacaban contra el cielo azul sin nubes. Y el castillo... la morada de los condes se perfilaba negra y hostil sobre el único promontorio que alteraba la superficie igual de la llanura helada.
- Al bosque –ordenó Shaft, mirando con suspicacia a todas partes-. Será mejor que grabemos en nuestras mentes el emplazamiento del barco. Aunque Willibald ha prometido luces de posición al cuarto día, si estamos muy lejos no podremos verlas.
Montaron un precario refugio en el bosque, encendieron fuego y se dispusieron a esperar el término de la misión que Böortryp llevaría a cabo en primer lugar.
El hombre máquina se puso en camino hacia la aldea. Como siempre el “Destino” tenía lo necesario para el desarrollo del plan: iba provisto de ropas adecuadas que le permitirían pasar sin mucha extrañeza por alguien del lugar. Y según atravesaba los arrabales de Câchtice, un poblacho sumido en el silencio que dan el frío y la desesperanza, empezó a producirse en él un cambio sutil que le iba haciendo adoptar usos y maneras de la gente de los alrededores sin darse cuenta. No era desde luego algo premeditado, Böortryp integraba de manera automática elementos del entorno en el que le tocara desenvolverse, de modo que cuando al fin llegara a las puertas del castillo nadie vería en él otra cosa que un ordinario comerciante eslavo del S. XVII.
Se cruzó con algunos aldeanos, pocos ciertamente, de vuelta de su jornada laboral, que se extendía desde la salida del sol hasta su ocaso, ahora próximo. Les saludó llevándose una mano al gorro de pieles con que se cubría y ellos le correspondieron de igual forma, sin detenerse en él más de lo habitual ante un forastero que se presume buhonero o mercader. Iban deprisa, con rostros sombríos y tensos, como si temieran la llegada de la noche y quisieran ponerse a salvo cuanto antes.
Böortryp alcanzó al fin el perímetro del castillo. Llamó al enorme portalón de entrada, tocando una campana de bronce colocada junto a una abertura, con los postigos echados. Aún tardó un buen rato en escuchar pasos al otro lado y una voz áspera que preguntaba quién iba.
- Un viajero que comercia con mercaderías que pueden interesar a tu Señora.
Se abrió una ventana en la gruesa madera claveteada y un rostro curtido y desdeñoso le observó con acritud.
- Estamos de luto, no es probable que la Condesa vaya a concederte su tiempo. Además, ¿qué podrías tener tú que despierte su atención y que no tengamos ya por estos lares?
- Mercancía exótica que no crece por aquí. Te aseguro que tu Señora sabrá apreciarla y me recompensará holgadamente. Se da por hecho que habrá también recompensa para quien me facilite llegar a tratos con ella.
Una mirada de avaricia se abrió paso tras las greñas del otro. Sin una palabra, el postigo se cerró y la gran puerta de entrada se deslizó hacia atrás para franquear el paso al visitante. El criado, mitad guardia armado, mitad hombre-para-todo de la condesa, guió a Böortryp por un enlosado camino que se empinaba en dirección a la puerta principal, atravesando un enorme patio cercado por los muros altos de la fortaleza.
- Hoy al mediodía –dijo con su chirriante voz- un jinete ha traído la mala nueva de la muerte de nuestro señor, el conde, así que ya puedes figurarte cómo encontrarás al ama. Al recibir la noticia ha sufrido tal ataque de ira y desesperación como no le habíamos visto nunca. Poco ha faltado para que le sacara los ojos al mensajero. En ocasiones como esa los que la conocemos bien tratamos de ponernos fuera de su alcance enseguida. Pero siempre hay alguien que no es lo bastante rápido.
El hombre se detuvo un momento para tomar aliento mientras señalaba dos cuerpos junto a la muralla, prendidos en sendos cepos y con las espaldas sangrantes de los azotes y los miembros tumefactos. Luego movió la cabeza con resignación y sacando un manojo de llaves, abrió e indicó a Böortryp que pasara.
Se notaba que ocurría algo desacostumbrado. El oscuro y colosal vestíbulo resonaba con las voces airadas que llegaban a través de la escalera.
- Se veía venir –susurró el criado como quien comenta cosa sabida, volviéndose apenas hacia Böortryp- se va a librar de la vieja para siempre. La va a poner de patitas en la calle, ya lo creo. ¡Dorottya! –llamó a media voz- tenemos visita.
Por una pequeña puerta apareció una mujer corpulenta y metida en años, que estudió detenidamente al visitante haciendo al tiempo gestos de que guardaran silencio.
- Baja la voz, Ficzcó –ordenó-, no está el patio para fiestas. ¿Qué hay de este, qué quiere?
Antes de que Ficzcó tuviera tiempo de responder, el vestíbulo empezó a llenarse con un enjambre de dueñas y criadas, que bullían nerviosas alrededor de una anciana con toca blanca, cuyas joyas denotaban su alta alcurnia. Les perseguía una voz de mujer, airada y altiva, que parecía causarles un terrible espanto.
- Fuera de aquí, maldita vieja. Idos tú y tus zorras ahora mismo u os echaré a los perros. Ahora no tienes a tu hijo para que te proteja y sabes que soy capaz de hacerlo, yo no amenazo en balde. ¡Thorko! –aulló- llévatelas al pueblo y no dejes que saquen nada de mi casa. Ya me has robado bastante, arpía, no vas a obtener nada más.
La condesa Orsolya miró despavorida una vez más arriba de la escalera, desde donde se desgañitaba Erzsébet. Se apresuró a salir de allí, en silencio y casi corriendo, como si el mismísimo demonio la persiguiera. Tras ella un hombre, presumiblemente el tal Thorko, marchó a grandes zancadas para conducir el carruaje hasta el pueblo y Ficzcó, Dorottya y Böortryp quedaron solos en el vestíbulo viendo cómo, majestuosamente, la condesa Báthory descendía por la escalera y les contemplaba imperiosa, aguardando una explicación.
.................... continuará.....................
No hay comentarios:
Publicar un comentario