CAPÍTULO 24 - Aurus
por Gerard P. Cortés
Estaba amaneciendo cuando Belfast y Deathlone se unieron con John Shaft y el hombre máquina.
- ¿Cómo está la situación?
- Mal -contestó Shaft secamente-. Los hombres están situados, pero los exploradores informan que ambos ejércitos se encuentran a menos de un día de viaje.
- ¿Ambos? -preguntó Belfast-. ¿El de Dynn también?
- Sí, ¿por qué?
- Por nada… Parece que nuestra reina de Istiria y la chica ninja han fracasado, así que tendremos que vérnoslas con unos y con otros. A sangre y acero.
- No necesariamente -intervino Böortryp-. He investigado la cultura armamentística de éste lugar y, aunque las materias primas disponibles son primitivas, puedo mejorar las defensas ostensiblemente mediante la tecnología de mi pueblo.
- ¿Y podrás hacerlo en un día?
- El marco temporal necesario para el refuerzo indispensable es de veintiuna horas con cuarenta y siete minutos, así que me he tomado la libertad de poner a algunos de los hombres del rey a trabajar en ello durante la noche.
Shaft lo miró con los ojos como platos.
- ¿Qué has hecho qué? Pero si no te has apartado de mi lado, no puedes haber enseñado a un puñado de tíos de la Edad Media a fabricar armas en ese tiempo.
- No ha hecho falta -replicó el hombre máquina-, observad.
La puerta se abrió y entraron dos soldados. Al acercarse, su piel se descubrió de un tono grisáceo, cubierta de venas que se asemejaban más a circuitos que a nada orgánico. Los ojos eran rojos y una placa de metal cubría parte de sus cabezas.
- He infectado a quince humanos locales con un tecnovirus que me permite controlar sus movimientos desde aquí. El resto están en la herrería, construyendo las nuevas armas.
Shaft apenas pudo balbucear las palabras asqueroso y monstruo, pero Belfast sonrió.
- Buen trabajo, tostadora. Eso sí, inténtalo conmigo o con alguien no prescindible y te desmontaré tuerca a tuerca -se giró y se acercó a la puerta-. Cecil, acompáñame, por favor.
En silencio, el irlandés y el médico salieron del castillo y caminaron hasta un claro cercano en el que no había nada, excepto un pozo.
- Es aquí -dijo el primero-. Aquí descansa el Aurus.
- ¿Un pozo? ¿Todos estos siglos os habéis peleado por el castillo y el objeto que buscabais ha estado siempre en un maldito pozo?
- No exactamente en el pozo, sino escondido entre dimensiones, pero este es el punto de entrada, sí.
- Entre dimensiones… ¿Lo pusiste tú ahí?
- No, se escondió él solo.
La mente científica de Deathlone no parecía dispuesta a dar crédito a aquello, y así lo hizo saber.
- No te extrañes, Cecil. El Aurus es un objeto mágico y, como tal, posee mente propia. Quizá no una mente capaz de pensar como tú y yo, pero sí instintos, como el de supervivencia. Sus amos lo abandonaron aquí cuando huyeron de vuelta a las estrellas, y los humanos se peleaban por encontrarlo, así que ¿qué iba a hacer, sino esconderse?
Sin mediar otra palabra, Belfast saltó al interior del pozo. Desde fuera, Deathlone vio haces de luz y oyó maldiciones en lenguas muertas. Tras un último estrépito, el irlandés salió del pozo, magullado, con la ropa destrozada y un saco en la mano.
- Joder, cómo odio a los malditos trolls guardianes de los pozos interdimensionales.
- ¿Qué?
- Olvídalo. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
- ¿En ese saco está el Aurus?
- Así es.
- Bien -suspiró Deathlone- ahora se lo puedes devolver a uno de los ejércitos que se están acercando, y que se peleen entre ellos.
- Me temo que no -contestó Belfast encendiéndose un cigarro-. El Aurus nos lo quedamos nosotros, aunque tengamos que matar a todo el que intente ponerle la mano encima.
La noche cayó acompañada por el brillo no tan lejano de las antorchas de los dos campamentos enemigos, uno a cada lado. Por la mañana, sin duda, llegarían con las espadas en la mano y los hechizos en la punta de la lengua, para echar abajo las puertas y obsequiar con el don de la muerte a todo el que estuviera allí para recibirlo.
Belfast estudiaba los planos de la zona a la luz de una vela que apenas osciló unos milímetros para delatar un movimiento detrás suyo.
- Hola, Misaki-san -saludó este en un japonés perfecto.
- Hola, demonio.
- No, demonio no, otra cosa -respondió Belfast levantándose y encarándose con ella-. Veo que habéis vuelto, ¿dónde está Su Majestad?
- Zabbai ha ido a reunirse con el resto, pero yo tengo preguntas.
- Lo imagino, pero yo también, como por ejemplo ¿qué os hizo fallar en vuestra misión?
- No fallamos -replicó ofendida-. Hicimos todo lo que nos dijiste, y aun así, tu hija detectó el tufo de tu presencia a través de los hechizos de Zabbai Zainib.
- ¿Mi…? ¿Qué?
- Tu hija. El oráculo. No me digas que no lo sabías -la Sombra sonrió con una risa helada.
- No, no lo sabía. Había oído hablar de la sacerdotisa que le susurraba la dirección de los hados, pero… mi hija… creía que había muerto. Su madre me dijo… mierda…
- ¿Quién lo iba a decir? Una mujer burlándose del rey de los mentirosos. Seguro que no te lo esperabas.
- ¡Tienes que ayudarme!
Belfast se abalanzó sobre Misaki de un modo que la hizo retroceder.
- Por favor -repitió-, ayúdame. Mañana, durante la batalla, tienes que asegurarte de que no le pase nada. Llévatela lejos, sé su espada y su escudo. Protégela por mí.
- ¿Por qué debería hacer algo así por ti, demonio?
- Porque si lo haces -contestó Belfast casi en un susurro-, te ayudaré a conseguir aquello que más quieres.
- ¿Cómo puedes saber lo que quiero?
- Sé muchas cosas, pequeña Mariposa -a Misaki se le heló la sangre al escuchar de nuevo aquel apelativo cariñoso que tanto le gustaba de pequeña-. Ayúdame, y yo te ayudaré a acabar con el hombre que asesinó a tu padre.
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