por Gerard P. Cortés
Belfast fumaba tabaco de liar, apoyado en la barandilla de la azotea del Empire State Building de Nueva York. A lo lejos los barcos de los inmigrantes irlandeses llegaban a Ellis Island. Calándose la gorra, sonrió. Era la primavera de 1920, en este mundo, y acababa de decidir cuál iba a ser su próximo nombre.
Cecil Deathlone se acercó por detrás, mirando a los lados con curiosidad.
- Es un recuerdo, sin duda, pero no el que estamos buscando. Aunque reconozco que éste parece un mundo interesante.
- Lo es –contestó Belfast soltando una calada de humo espeso-. ¿Ves esos edificios de ahí delante? De aquí a unos años serán casi tan altos como este. Dos de ellos, incluso lo serán más, pero un loco utilizará aviones para derribarlos y matar a un montón de gente. Peor que cualquier guerra que hayas visto.
- ¿Qué hacemos aquí? –preguntó Deathlone, impaciente.
- El caso es que no estamos aquí, ¿verdad? Estamos en mi castillo, en un sótano que he hecho vaciar para la ocasión, para que nadie me escuchara gritar mientras metías tu bisturí mágico en mi cerebro y comenzabas a escarbar –Belfast tomó una larga calada y la soltó por la nariz-. No sé a qué viene este paseo por los recuerdos, la verdad, pero si hubiera tenido que escoger uno por el que empezar, sería este. He estado en miles de mundos, pero nunca he visto una ciudad como Nueva York.
- Bien, pero será mejor que nos movamos –el médico acuchilló el aire con un puñal y Belfast sintió una punzada de dolor, ya que lo que hacía éste en realidad era clavarle un bisturí psíquico en el cerebro. Uno de los métodos favoritos de Rama de Vida para interrogar a espías, traidores y disidentes.
Moviéndose entre recuerdos, Cecil pudo atisbar algunos de los nombres y las caras que el supuesto irlandés había llevado puestos a través de los siglos. En el desierto, un pistolero llamado Dallas dejaba seco a un sheriff de un balazo entre las cejas y un piloto de la RAF llamado Newcastle derribaba cazas alemanes en el cielo de un París en llamas durante la guerra que partió la Tierra en dos.
Había nombres y recuerdos mucho más antiguos, pero pocos que el médico pudiera distinguir, excepto, quizá, el de una niña pequeña pero grácil que le recordaba terriblemente a una de sus compañeras de viaje, y que Belfast sostenía en brazos y miraba con algo parecido a la dulzura.
Ambos se detuvieron al llegar a las puertas de un enorme palacio de cristal.
- Es aquí –dijo el irlandés.
- ¿Qué es esto?
- Éste es mi palacio. O lo fue un día, antes de ser destruido y reconstruido a imagen y semejanza de sus conquistadores. Bienvenido a la Ciudad de Cristal.
Mientras caminaban, el mundo a su alrededor aumentó de velocidad. La ciudad estalló en mil pedazos y, rápidamente volvió a surgir, esta vez hecha de piedra volcánica roja, sólo para caer de nuevo y rehacerse en mármol blanco. Subieron por unas escaleras que cambiaban de forma y de color, hasta llegar a un gran balcón de cristal. En él, dos amantes se besaban con la furia salvaje de dos guerreros y, al mismo tiempo, con la ternura de dos niños que descubren lo que es el amor.
Él se agachó y besó el vientre de ella, que contenía su semilla y Deathlone miraba atónito la cara de Belfast, que casi parecía feliz.
- Este recuerdo es de hace mucho tiempo. Demasiado. Antes de la guerra que nos partió a todos en dos. Es preciosa, ¿a qué sí?
- ¿Quién es?
- Es... fue mi esposa, Dynn. Una de las pocas mujeres a las que creí querer de verdad.
- ¿Qué pasó? –preguntó Cecil, francamente intrigado por haber descubierto un sentimiento humano genuino en la cabeza de aquel diablo embaucador.
- Mi codicia. Su ambición. ¿Quién sabe?
Los amantes se fueron y ellos dos tomaron su lugar en el balcón.
- Esta ciudad perteneció a los Dioses, ¿sabes? Al menos eso dicen. Al parecer la abandonaron y, tiempo después, la dinastía de Dynn se instaló aquí. Buscaban el mismo objeto que estamos buscando nosotros ahora. Algo que perteneció a los dioses.
- ¿Un arma?
- Lo desconozco. Ya te he dicho que escondí el recuerdo en mi cabeza por algún motivo y ahora no puedo acceder a él.
- Ahora veremos…
Cecil Deathlone trazó un pequeño pentagrama en el aire con su puñal y lo golpeó. De él comenzaron a surgir fragmentos como de un espejo roto que quedaron flotando ante ellos.
- ¿Esos són…? –balbuceó Belfast.
- Tus recuerdos, sí. Todo lo que tienes en la cabeza está cobrando forma y presentándose ante nosotros.
Los fragmentos siguieron saliendo en un torrente, hasta llenar el horizonte.
- Hay muchísimos –murmuró Cecil.
- He vivido mucho.
- Pero no entiendo… ¿por qué hay tantos que están en blanco? Con este hechizo, hasta los recuerdos más reprimidos deberían salir a la luz.
- Eso es porqué no reprimí esos recuerdos. Los vendí.
- ¿Los vendiste? ¿Por qué?
-Poder, conocimiento, longevidad. Hay mucho para comprar, en ciertos círculos, y los recuerdos humanos son una moneda de cambio muy preciada para una gran cantidad de demonios y dioses paganos. Mi primer siglo de vida lo pagué con el recuerdo de mi primer beso. Los siguientes quinientos años, con el del rostro de mi madre.
- Eso es…
- Ya. Lo sé. Pero, créeme, no siempre es un buen negocio. Según lo que quieras comprar, un recuerdo no es suficiente. Antes de darte cuenta has perdido una parte de tu alma que nunca vas a recuperar.
Deathlone miraba en silencio los fragmentos vacíos. Para él era tan importante registrar datos y aprender de la experiencia, que le parecía increíble renunciar deliberadamente a un recuerdo. Pero aun así, el poder que se podía conseguir con ello, los años de vida que, claramente, ya no tenía por delante, gracias al veneno que corría por sus venas…
Belfast lo sacó de su ensimismamiento con un grito de euforia.
- ¡El Aurus! ¡Ja! ¡Claro que sí! ¡El puto Aurus! Vamos Deathlone, no hay tiempo que perder.
Mientras el irlandés lo agarraba de la túnica y los arrojaba a los dos fuera de su cabeza, de vuelta al mundo real, Cecil no pudo evitar fijar el rabillo de su ojo en un recuerdo concreto. Era un recuerdo muy antiguo, protagonizado por un chiquillo pecoso que bailaba alegremente en la cubierta de un barco majestuoso. Era enorme y se notaba que era nuevo, recién botado, incluso.
Ambos pasaron por la grieta hacia el mundo real antes de que Deathlone pudiera distinguir las letras grabadas en el puente de la embarcación, y supo que era su propia mente la que le estaba jugando ahora una mala pasada, ya que la primera palabra que le vino a la cabeza mientras su consciencia volvía del todo a su cuerpo fue la palabra "Destino", grabada en oro sobre la cubierta del barco.
- Es aquí –dijo el irlandés.
- ¿Qué es esto?
- Éste es mi palacio. O lo fue un día, antes de ser destruido y reconstruido a imagen y semejanza de sus conquistadores. Bienvenido a la Ciudad de Cristal.
Mientras caminaban, el mundo a su alrededor aumentó de velocidad. La ciudad estalló en mil pedazos y, rápidamente volvió a surgir, esta vez hecha de piedra volcánica roja, sólo para caer de nuevo y rehacerse en mármol blanco. Subieron por unas escaleras que cambiaban de forma y de color, hasta llegar a un gran balcón de cristal. En él, dos amantes se besaban con la furia salvaje de dos guerreros y, al mismo tiempo, con la ternura de dos niños que descubren lo que es el amor.
Él se agachó y besó el vientre de ella, que contenía su semilla y Deathlone miraba atónito la cara de Belfast, que casi parecía feliz.
- Este recuerdo es de hace mucho tiempo. Demasiado. Antes de la guerra que nos partió a todos en dos. Es preciosa, ¿a qué sí?
- ¿Quién es?
- Es... fue mi esposa, Dynn. Una de las pocas mujeres a las que creí querer de verdad.
- ¿Qué pasó? –preguntó Cecil, francamente intrigado por haber descubierto un sentimiento humano genuino en la cabeza de aquel diablo embaucador.
- Mi codicia. Su ambición. ¿Quién sabe?
Los amantes se fueron y ellos dos tomaron su lugar en el balcón.
- Esta ciudad perteneció a los Dioses, ¿sabes? Al menos eso dicen. Al parecer la abandonaron y, tiempo después, la dinastía de Dynn se instaló aquí. Buscaban el mismo objeto que estamos buscando nosotros ahora. Algo que perteneció a los dioses.
- ¿Un arma?
- Lo desconozco. Ya te he dicho que escondí el recuerdo en mi cabeza por algún motivo y ahora no puedo acceder a él.
- Ahora veremos…
Cecil Deathlone trazó un pequeño pentagrama en el aire con su puñal y lo golpeó. De él comenzaron a surgir fragmentos como de un espejo roto que quedaron flotando ante ellos.
- ¿Esos són…? –balbuceó Belfast.
- Tus recuerdos, sí. Todo lo que tienes en la cabeza está cobrando forma y presentándose ante nosotros.
Los fragmentos siguieron saliendo en un torrente, hasta llenar el horizonte.
- Hay muchísimos –murmuró Cecil.
- He vivido mucho.
- Pero no entiendo… ¿por qué hay tantos que están en blanco? Con este hechizo, hasta los recuerdos más reprimidos deberían salir a la luz.
- Eso es porqué no reprimí esos recuerdos. Los vendí.
- ¿Los vendiste? ¿Por qué?
-Poder, conocimiento, longevidad. Hay mucho para comprar, en ciertos círculos, y los recuerdos humanos son una moneda de cambio muy preciada para una gran cantidad de demonios y dioses paganos. Mi primer siglo de vida lo pagué con el recuerdo de mi primer beso. Los siguientes quinientos años, con el del rostro de mi madre.
- Eso es…
- Ya. Lo sé. Pero, créeme, no siempre es un buen negocio. Según lo que quieras comprar, un recuerdo no es suficiente. Antes de darte cuenta has perdido una parte de tu alma que nunca vas a recuperar.
Deathlone miraba en silencio los fragmentos vacíos. Para él era tan importante registrar datos y aprender de la experiencia, que le parecía increíble renunciar deliberadamente a un recuerdo. Pero aun así, el poder que se podía conseguir con ello, los años de vida que, claramente, ya no tenía por delante, gracias al veneno que corría por sus venas…
Belfast lo sacó de su ensimismamiento con un grito de euforia.
- ¡El Aurus! ¡Ja! ¡Claro que sí! ¡El puto Aurus! Vamos Deathlone, no hay tiempo que perder.
Mientras el irlandés lo agarraba de la túnica y los arrojaba a los dos fuera de su cabeza, de vuelta al mundo real, Cecil no pudo evitar fijar el rabillo de su ojo en un recuerdo concreto. Era un recuerdo muy antiguo, protagonizado por un chiquillo pecoso que bailaba alegremente en la cubierta de un barco majestuoso. Era enorme y se notaba que era nuevo, recién botado, incluso.
Ambos pasaron por la grieta hacia el mundo real antes de que Deathlone pudiera distinguir las letras grabadas en el puente de la embarcación, y supo que era su propia mente la que le estaba jugando ahora una mala pasada, ya que la primera palabra que le vino a la cabeza mientras su consciencia volvía del todo a su cuerpo fue la palabra "Destino", grabada en oro sobre la cubierta del barco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario