viernes, 1 de abril de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" - 27

CAPÍTULO 27 - Herencia
por Gerard P. Cortés

Jeminâa cruzó al galope el campo de batalla montada en la yegua de su madre y precedida por Asari Misaki que, montada en otro corcel, le abría camino a golpes de katana.
     Paró frente a la fortaleza y, mirando a los guerreros pelear, gritó.
- ¡Deteneos! ¡Detened esta batalla sin razón!
     Sus palabras no tuvieron efecto, amazonas, soldados y guerreros escarlata seguían enzarzados en la lucha, derramando la sangre de unos y otros.
     Volvió a gritar y, esta vez, su voz se fundió con la del trueno, al tiempo que un relámpago estallaba en mitad del combate. Todos pararon de golpe y la miraron temerosos. Sus ojos se habían vuelto blancos y las nubes se arremolinaban sobre ella.
     Jeminâa alzó la cabeza cortada del señor de las Tierras Rojas frente a sus guerreros.
- ¡G’lahyat ha muerto! También mi madre, la H’adina.
     Un rumor creciente se sumó al sonido de espadas cayendo al suelo. Los soldados comenzaban a saborear una victoria que parecía imposible y las amazonas lloraban a su señora perdida al tiempo que se preguntaban qué iba a pasar ahora. Los guerreros escarlata, sin un rey por el que luchar huyeron en todas direcciones, seguramente hacia los hogares de los que el señor de las Tierras Rojas los había arrancado.
     La princesa tiró al suelo la cabeza de su enemigo y miró a sus tropas con dolor.
- Vámonos, hermanas. Dejemos a los hombres conservar este pedazo de tierra. Tenemos una reina que enterrar.
     Cabizbajas, las amazonas envainaron sus espadas y se dispusieron a marchar tras su líder, pero una voz entre ellas la detuvo.
- Espera, chica, creo que antes de que te vayas, tú y yo deberíamos hablar -un sonriente Belfast se acercó a Jeminâa.
- Tú… el-que-no-puede-ser-nombrado
- Hombre, tanto como eso… puedes llamarme Belfast, si quieres. O papá.
- Antes me arrancaría la lengua que llamarte eso.
     Bajo la máscara, Misaki esbozó una de sus escasas sonrisas al oír eso.
- Supongo que es justo -continuó el irlandés-. Pero, en serio, deberíamos hablar. Quizá lo que tengo que decirte pueda resultarte de interés.
- Habla -otorgó ella.
- Bien, seré breve. Primero: siento lo que le ha pasado a tu madre. Si no la hubiera matado el capullo de G’lahyat tendría que haberlo hecho yo, es cierto, pero aun así lo siento. Fue mi mujer y la quise, como te quiero a ti.
     Jeminâa dirigió a su padre una mueca de desprecio intencionada.
- Segundo -siguió éste-: Me quedo el Aurus. Para ti no tiene ninguna utilidad, pero para mí sí. A cambio puedes quedarte este reino.
     Los soldados estallaron en gritos de protesta y Jeminâa miró a Belfast desconcertada.
- ¿Qué?
- Ya me has oído. Es tuyo. Una vez, hace unos cuantos miles de años, todos pertenecimos al mismo pueblo. Tu madre gobernó estas tierras y yo también lo hice, hasta que nos separamos nosotros y separamos a nuestro pueblo, así que te pertenece como herencia por las dos partes. Sé que los gobernarás mejor de lo que yo lo hice jamás, mejor incluso de lo que lo hizo tu madre. Y tú también lo sabes, así que ¿qué me dices?
- Pero estas tierras ya tienen un rey -balbuceó ella.
- ¿Ese cobarde? Se fue corriendo en cuanto vuestros ejércitos se avistaron en el horizonte -mintió Belfast, consciente de que en aquel mismo instante Angus estaba enterrando el cadáver del rey cerca del pozo donde encontraron el Aurus.
     Jeminâa, su padre, los soldados, las amazonas y el resto de combatientes quedaron en silencio durante lo que a casi todos les pareció una eternidad.
- Está bien. Lo haré -contestó al fin la princesa-. Pero te lo advierto, si vuelves a poner un pie aquí, te mataré. No importa el parentesco que nos una.
- Ya veremos -dijo Belfast sonriendo.

Por la noche hubo una gran celebración en la que hombres y mujeres se quitaron por fin las máscaras del odio y pudieron dedicarse a aquello para lo que son concebidos hombres y mujeres.
     Los tripulantes del Destino no se quedaron a verlo.
     En la playa, Belfast se despidió de Angus con un abrazo mientras sus compañeros se acercaban al barco en un bote.
- Adiós viejo amigo. Cuídala por mí, ¿quieres?
- Sabe que lo haré, majestad -dijo el anciano-. Y cuídese usted también, tengo la impresión de que la senda por la que ahora va es la más peligrosa de cuantas ha recorrido.
- Yo también, Angus. Pero te aseguro que el premio está a la altura.

Cuando llegó al barco, todos estaban reunidos en el comedor, poniendo al tanto a Willibald de lo sucedido. Al percatarse de su presencia, todos callaron.
- ¿Qué? -preguntó éste como un gato que todavía tiene plumas en el hocico.
- Siéntate , Belfast. Tenemos que hablar -dijo Shaft secamente.
     Se sentó, temiendo que quizá Willibald hubiera encontrado los Libros de Cuentas en la biblioteca y les hubiera contado a todos como esta pequeña excursión no autorizada les había costado casi una década más de condena.
- ¿Qué pasa John? ¿Vas a someterme a un interrogatorio policial completo?
- Espero no tener que llegar a eso, pero tienes que hablarnos de ese objeto. Nos hemos jugado el pellejo para que pudieras quedarte con ese Aurus, o cómo se llame, así que nos lo debes. Cuéntanos qué es y qué hace.
     El falso irlandés suspiró aliviado. Los Libros de Cuentas seguían acumulando polvo en sus estantes.
- Nada -dijo por fin. No hace nada. Es sólo un objeto.
- ¡Imposible! -gritó Zabbai, perdiendo por un momento su habitual calma-. Ni tú eres tan mezquino como para arriesgar nuestras vidas por un objeto que no sirve para nada.
     Belfast sacó el Aurus de la bolsa y lo puso sobre la mesa. Era una esfera de poco más de un palmo de diámetro, toda hecha de oro.
- No hace nada -repitió-. Nada por si mismo, al menos.
- ¿Qué quieres decir con "por si mismo"? -intervino Willibald.
- Veréis, hace cinco siglos escondí el Aurus, y hasta que Deathlone me abrió la cabeza y buscó dentro el recuerdo perdido, no sabía dónde ni por qué. ¿No creéis que si hubiera sido un arma la hubiera lanzado sobre mis enemigos entonces en lugar de esconderla? ¿O que no se la hubiera dado, de ser un objeto inútil? No, si escondí el recuerdo para protegerlo de quienes pudieran acceder a él, fue por un motivo.
- ¿Entonces qué es? -John Shaft estaba comenzando a perder su escasa paciencia de neoyorkino.
- Hace quinientos años, cuando encontré el Aurus, descubrí también que existen más objetos como él. Por separado tienen poco o ningún poder, pero juntos… bueno, eso es otra cosa…

- Entonces sí que es un arma -sentenció Zabbai.
- No, un arma no. Es más bien una llave.
- ¿Una llave? -interrumpió Cecil, ahora sí, intrigado- ¿Una llave que abre qué, exactamente?
- Una llave que abre el mundo. O los mundos, más bien, y te deja cruzar más allá.
     Todos lo miraron, sin terminar de entenderlo.
- No os dais cuenta, ¿verdad? Si conseguimos esos objetos, hasta el último de ellos, y los hacemos funcionar con el motor dimensional de este barco, podemos abrir un portal hacia donde se esconden los amos del Destino.

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