por L. G. Morgan
Hace dos noches tuve un sueño. Yo dormía en mi camarote y una voz profunda, que no conocía, me arrancó de los brazos de la noche y me ordenó que fuera a la Biblioteca del Destino. Mis pasos sigilosos me condujeron allí. Por una vez la sala aparecía desierta, aunque el resplandor reconfortante de las lámparas de aceite la dotaban de una cálida sensación de recogimiento. Willibald debía de haberse retirado a descansar, no sin antes ordenar todos los volúmenes que durante el día solía tener abiertos sobre las mesas.
A instancias de la voz, que sonó de nuevo lenta e hipnótica, tomé el diario de a bordo por el que recibíamos las órdenes. Llegué a la última página, aún en blanco, y aguardé. Al poco unas palabras escritas con los signos esbeltos y curvos de mi propia lengua se perfilaron sobre el pergamino suave. Leí “Salva a los niños”, solo eso, y una infinita angustia se apoderó de mi de un inesperado zarpazo. Desperté de golpe. Junto al lecho había unas prendas de vestir extrañas y un par de cuchillos largos de combate.
Siempre hago caso de los sueños. Me vestí con el largo abrigo de cuero negro y las botas altas preparadas para mi. Me coloqué las armas en las caderas, bien dispuestas en sus vainas, dejándolas ocultas a la vista, y me dirigí a cubierta. Era la hora más oscura, la que precede al alba. Una niebla espesa rodeaba el "Destino" impidiendo ver nada de lo que había afuera. Me encaramé a la borda y salté.
- ¿Y has podido ver algo, sabes dónde estamos? Nunca es casualidad a quién envían a una misión y a mi, desde luego, este mundo no me resulta conocido.
- No hay duda de que se trata de mi propio mundo, mi ciudad incluso, pero... no sé, hay cosas que no encajan, cosas que no deberían estar donde están. Verás, esto es Manhattan, una parte de Nueva York, la Gran Manzana, o la ciudad que nunca duerme, si lo prefieres. Allí está el edificio Chrisler, allí el río y hacia allí debería hallarse la Quinta Avenida. Es un barrio de ricos, culitos blancos y alguno negro bien alimentado, que solo he frecuentado por trabajo y pocas veces, pero que conozco bien. Esos dos edificios de aquel lado –señaló- no existen. Las farolas –indicó las luces- están mal, no son así. Ni las papeleras, mira ahí, ni...
En aquel momento, un pitido chillón le interrumpió y le hizo mirar el llamado “busca”. A continuación volvió los ojos hacia todos los lados, hasta que pareció hallar lo que buscaba.
- Vamos –me tomó del brazo y me guió hacia una esquina del camino negro por donde pasaban unos carros infernales, que dijo ser automóviles-. Hay que llamar.
Fue apenas el tiempo de un suspiro y mis pies tocaron duro suelo. Allí era también de noche pero hacía mucho frío, unos postes finos y muy altos sostenían inmóviles antorchas que iluminaban alrededor. Eché un vistazo en torno y mi mirada quedó detenida en una forma humana que aguardaba muy cerca, junto a un alto edificio sin fisuras. Algo en ella me resultaba familiar. Di un paso en su dirección y distinguí los rasgos serios, tan sorprendidos como los míos, de JohnShaft, el hombre negro que viajaba en el Destino. ¿Qué demonios hacía él aquí? ¿Por qué él y yo, qué tendríamos que hacer esta vez?
Él vino a mi. Comprendí que me había costado reconocerle porque había cambiado su aspecto: llevaba el cráneo afeitado y una barba estrecha enmarcando sus labios gruesos y suaves. Un abrigo como el mío enfundaba su figura, que allí, entre altos edificios de cristal y metal blanco, resultaba más alta e imponente que a bordo, como si hubiera conseguido un poder que emanaba de aquel mundo, su mundo, me explicaría luego.
- ¿Qué haces aquí? –le pregunté más bruscamente de lo que había pretendido.
- Supongo que lo mismo que tú, obedecer órdenes. Me despertó el sonido de esto. –Me mostró una pequeña caja negra y lisa-. Es un busca, sirve para que alguien te envíe mensajes cortos o números con alguna intención. En mis tiempos eran el último adelanto en comisaría, si querían localizarte para algo urgente te ponían un busca, tú llamabas desde una cabina al teléfono indicado en la pantalla y te enterabas de lo que fuera. O si era algo concreto, lo ponían directamente. Desde luego, no sé de dónde ha salido este, yo no lo tenía. En mitad de la noche se ha puesto a sonar y cuando he despertado lo he encontrado junto a mi almohada y he leído lo siguiente: “Desembarca y espera instrucciones”. Así que eso he hecho, de eso hará... –una breve pausa mientras consultaba otra caja redonda fijada a su muñeca- una hora o así, si este nuevo regalo del Destino no me falla.- ¿Y has podido ver algo, sabes dónde estamos? Nunca es casualidad a quién envían a una misión y a mi, desde luego, este mundo no me resulta conocido.
- No hay duda de que se trata de mi propio mundo, mi ciudad incluso, pero... no sé, hay cosas que no encajan, cosas que no deberían estar donde están. Verás, esto es Manhattan, una parte de Nueva York, la Gran Manzana, o la ciudad que nunca duerme, si lo prefieres. Allí está el edificio Chrisler, allí el río y hacia allí debería hallarse la Quinta Avenida. Es un barrio de ricos, culitos blancos y alguno negro bien alimentado, que solo he frecuentado por trabajo y pocas veces, pero que conozco bien. Esos dos edificios de aquel lado –señaló- no existen. Las farolas –indicó las luces- están mal, no son así. Ni las papeleras, mira ahí, ni...
En aquel momento, un pitido chillón le interrumpió y le hizo mirar el llamado “busca”. A continuación volvió los ojos hacia todos los lados, hasta que pareció hallar lo que buscaba.
- Vamos –me tomó del brazo y me guió hacia una esquina del camino negro por donde pasaban unos carros infernales, que dijo ser automóviles-. Hay que llamar.
Ante nosotros había un ingenio que JohnShaft tuvo que estudiar con detenimiento, hasta descubrir el modo de hacerlo funcionar. Luego apretó unos cuadrados con signos y se puso algo sobre la oreja. Le vi tensar la mandíbula con concentración mientras escuchaba algo. Luego devolvió aquella cosa a su sitio y se volvió hacia mi, con la confusión pintada en el semblante.
- Tenemos que ir a una dirección del Upper West Side, una casa de gente muy rica, instalada en un edificio de lujo. Tenemos que burlar la vigilancia y entrar en la casa, estudiar la distribución general, localizar la habitación de los niños y registrar a fondo el despacho, aunque no han dicho qué tenemos que buscar. Y tenemos que hacerlo pronto, falta una hora escasa para que regresen los dueños de la casa, los padres de los críos, que están ahora mismo en un acto benéfico. Mañana por la noche tenemos que volver y matarlos, asegurándonos de que los niños no sufren el más mínimo daño.
Aquello me dejó pensativa. Quienes serían aquellas personas, por qué matarles, y por qué nosotros dos. El hombre negro pertenecía a aquel mundo, eso lo explicaba todo, pero ¿y yo?, ¿qué pintaba en todo eso? Me dije, en un rapto de inspiración, que tendría que ver con mi instinto de madre, debería estar más dispuesta a proteger cachorros indefensos, pensando en los míos. Bien, no estaba muy segura de que los Amos supieran muy bien aquella vez lo que hacían. Para mí siempre dependería de qué niños, o más bien de a quién pertenecieran. Y ¿matar a sus padres?, ¿cómo iba a salvarles si les dejaba huérfanos o indefensos? A no ser... a no ser que sus padres fueran el enemigo y tuviera que dejarles a salvo en otras manos. Eso sí podía comprenderlo. Yo sabía mejor que nadie el valor de contar con un buen guardián, de no ser por Kâmeria el Viejo nunca habría accedido a irme de Istiria, no sabiendo quién, de entre sus muchos tíos, tías y primos, iba a cuidar y educar a mis hijos.
- Pues adelante –le dije a JohnShaft-. Asaltemos la casa.
Recorrimos calles ruidosas, con gente que caminaba deprisa o salía de sucias tabernas y malolientes tugurios, a pesar de la hora tardía, mientras el hombre negro me iba explicando lo que veía. Comprendí al punto lo de “ciudad que nunca duerme”. El tráfico, así se llamaba aquella procesión de coches apestosos, era denso, y los luminosos de los edificios destellaban con descaro en medio de una noche que no parecía noche. Había humedad en el aire, un frío húmedo que se metía en mis huesos como un hostil e insidioso invasor, contra el que no había defensa. “Detesto el frio”, pensé por milésima vez. Aquí todo es feo, ruidoso, mediocre e insolente. Odio este mundo, con sus casas colosales sin armonía, que ahogan a las hormigas que viven en su seno. Con sus cientos de luces asesinas del pudor. Me dije que no me iba a resultar difícil matar si era necesario, un odio amargo me iba invadiendo con cada paso que daba.
A mi lado, el hombre negro lanzó una exclamación al tiempo que me señalaba un papel pegado junto a la puerta de uno de esos locales llenos de ruido.
- Mira la fecha. Es la del concierto que hay dentro: 20 de Octubre de 2015. Exactamente cuarenta años después del día en que me marché. Ahora lo entiendo todo.
Seguimos caminando en silencio. Después de atravesar una enorme extensión de jardines, Central Park, JohnShaft se paró en una esquina y señaló una casa que tenía monstruos deformes en los aleros del techo, tan arriba que era difícil verlo. Las ventanas parecían huecos diminutos en aquella mole de piedra tostada. Había una tela sobre la puerta de entrada y un hombre con ridículas vestimentas haciendo guardia ante ella. Empezó a llover suavemente.
- Sígueme –dijo mi compañero- y haz lo que yo haga.
Como una sombra sigilosa JohnShaft se dirigió a la parte trasera del edificio y se paró a observar algo que debía de estar arriba. Asintió para sí, se alejó unos pasos y, tomando impulso, dio un salto colosal para aferrarse a unos hierros de los que terminó colgando. Le vi trepar y situarse en una plataforma peldaños arriba. Era mi turno. Para mi no suponía ningún problema ir con él. Solo pensé en elevarme y allí estaba, al lado de un JohnShaft que había llegado tan lejos en el asombro que ni siquiera fue capaz de decir nada.
- Subiremos por la escalera de incendios. Esto no parece haber mejorado nada desde mis tiempos –sonrió con ironía.
- Pues adelante –le dije a JohnShaft-. Asaltemos la casa.
Recorrimos calles ruidosas, con gente que caminaba deprisa o salía de sucias tabernas y malolientes tugurios, a pesar de la hora tardía, mientras el hombre negro me iba explicando lo que veía. Comprendí al punto lo de “ciudad que nunca duerme”. El tráfico, así se llamaba aquella procesión de coches apestosos, era denso, y los luminosos de los edificios destellaban con descaro en medio de una noche que no parecía noche. Había humedad en el aire, un frío húmedo que se metía en mis huesos como un hostil e insidioso invasor, contra el que no había defensa. “Detesto el frio”, pensé por milésima vez. Aquí todo es feo, ruidoso, mediocre e insolente. Odio este mundo, con sus casas colosales sin armonía, que ahogan a las hormigas que viven en su seno. Con sus cientos de luces asesinas del pudor. Me dije que no me iba a resultar difícil matar si era necesario, un odio amargo me iba invadiendo con cada paso que daba.
A mi lado, el hombre negro lanzó una exclamación al tiempo que me señalaba un papel pegado junto a la puerta de uno de esos locales llenos de ruido.
- Mira la fecha. Es la del concierto que hay dentro: 20 de Octubre de 2015. Exactamente cuarenta años después del día en que me marché. Ahora lo entiendo todo.
Seguimos caminando en silencio. Después de atravesar una enorme extensión de jardines, Central Park, JohnShaft se paró en una esquina y señaló una casa que tenía monstruos deformes en los aleros del techo, tan arriba que era difícil verlo. Las ventanas parecían huecos diminutos en aquella mole de piedra tostada. Había una tela sobre la puerta de entrada y un hombre con ridículas vestimentas haciendo guardia ante ella. Empezó a llover suavemente.
- Sígueme –dijo mi compañero- y haz lo que yo haga.
Como una sombra sigilosa JohnShaft se dirigió a la parte trasera del edificio y se paró a observar algo que debía de estar arriba. Asintió para sí, se alejó unos pasos y, tomando impulso, dio un salto colosal para aferrarse a unos hierros de los que terminó colgando. Le vi trepar y situarse en una plataforma peldaños arriba. Era mi turno. Para mi no suponía ningún problema ir con él. Solo pensé en elevarme y allí estaba, al lado de un JohnShaft que había llegado tan lejos en el asombro que ni siquiera fue capaz de decir nada.
- Subiremos por la escalera de incendios. Esto no parece haber mejorado nada desde mis tiempos –sonrió con ironía.
En absoluto silencio, como humo que se desliza por el aire, salvamos toda la altura del edificio hasta el ático. Misteriosamente había una ventana abierta que daba a un amplio vestíbulo, tras el que había una puerta. Mi compañero estuvo un rato trasteando con la cerradura hasta conseguir abrirla. Entramos. JohnShaft se asombró de que no hubiera alarmas ni nadie, aparentemente, que cuidara de los niños. Un poco después lo comprendimos todo. Sobre un sofá en medio de una sala enorme, encontramos a una mujer profundamente dormida. En lo que llamó "la cocina", había un hombre grande, sentado en una silla alta, desplomado sobre el mostrador. Comprobé que respiraba, pero como no parecía tener intención de despertar lo abandonamos y seguimos adelante.
La casa era enorme, habitaciones y más habitaciones. Llegamos al despacho. Yo me quedé vigilando mientras JohnShaft buscaba algo que llamara su interés, por cualquier motivo. Tras un largo rato agitando papeles reclamó mi atención con un susurro ronco.
La casa era enorme, habitaciones y más habitaciones. Llegamos al despacho. Yo me quedé vigilando mientras JohnShaft buscaba algo que llamara su interés, por cualquier motivo. Tras un largo rato agitando papeles reclamó mi atención con un susurro ronco.
- Son impresos de adopción. Los padres de los niños –me explicó al observar mi desconcierto- no son sus verdaderos padres, solo cuidan de ellos porque el gobierno los ha elegido. Mira, aquí hay varios informes. Estos niños han estado en varias casas antes. Y eso que no parecen faltar solicitantes para su custodia. Aquí hay algo raro, los niños aparecieron casi recién nacidos tras un terrible accidente de coche. Ellos estaban ilesos pero en el vehículo en el que supuestamente habrían viajado se encontraron dos cuerpos carbonizados. Había documentos que acreditaban los nombres de los bebés y que los hacían propietarios de una considerable fortuna. Queda claro por qué tienen tantos pretendientes, ¿no? Pero a pesar del dinero, y de su corta edad, parece ser que las familias adoptantes acaban renunciando a ellos al poco tiempo. Por lo que dice aquí, en este hogar están como a prueba, más o menos. En este otro papel hay una lista de los otros padres aspirantes, a ver...
De pronto JohnShaft se interrumpió, adoptando una expresión de acusada conmoción.
- Este nombre... aquí –señaló olvidando que yo no sé leer su idioma- Nina Jones, de soltera McGowin, es... alguien muy importante para mi. Creo que empiezo a entender algunas cosas. Localicemos el resto de las habitaciones.
Se levantó bruscamente y se dirigió al pasillo. Yo le seguí sin decir palabra. Identificamos todas las estancias y al llegar a la última, la que debía ser el cuarto de los niños, JohnShaft abrió con sigilo la puerta y entramos. Se trataba de una habitación muy amplia y bien amueblada, aunque enseguida me di cuenta de que tenía algo raro. Estaba decorada con extraños y recargados símbolos, que circundaban las camas gemelas como si pretendieran protegerlas... o tal vez aislarlas. Dos niños de unos cuatro años, supuse, dormían en ellas. Eran niño y niña, casi idénticos, con el pelo rojizo y brillante, la piel blanca y unos ojos que intuí azul helado bajo los párpados cerrados. Como si hubieran sentido nuestra presencia, ambos se pusieron a murmurar extrañamente.
De pronto JohnShaft se interrumpió, adoptando una expresión de acusada conmoción.
- Este nombre... aquí –señaló olvidando que yo no sé leer su idioma- Nina Jones, de soltera McGowin, es... alguien muy importante para mi. Creo que empiezo a entender algunas cosas. Localicemos el resto de las habitaciones.
Se levantó bruscamente y se dirigió al pasillo. Yo le seguí sin decir palabra. Identificamos todas las estancias y al llegar a la última, la que debía ser el cuarto de los niños, JohnShaft abrió con sigilo la puerta y entramos. Se trataba de una habitación muy amplia y bien amueblada, aunque enseguida me di cuenta de que tenía algo raro. Estaba decorada con extraños y recargados símbolos, que circundaban las camas gemelas como si pretendieran protegerlas... o tal vez aislarlas. Dos niños de unos cuatro años, supuse, dormían en ellas. Eran niño y niña, casi idénticos, con el pelo rojizo y brillante, la piel blanca y unos ojos que intuí azul helado bajo los párpados cerrados. Como si hubieran sentido nuestra presencia, ambos se pusieron a murmurar extrañamente.
Mi corazón se detuvo, un frío atroz me desgarró por dentro. Me quedé paralizada, a punto de perder el control y ponerme a gritar hasta desollar mi garganta. Clavé mis uñas en la mano tendida de JohnShaft, que me sostuvo mirándome extrañado pero sin preguntar, bendito sea por ello. Solo me apretó fuerte.
- Vámonos ya –supliqué con voz estrangulada.
Poco tiempo después estábamos instalados en la mugrienta y vieja habitación de un motel. No habíamos cruzado palabra, no podíamos. Ambos estábamos inmersos en torbellinos secretos de emociones y recuerdos. La temperatura en la habitación debía de rondar los pocos grados, o eso me parecía.
- Detesto el frío –dije de pronto, acercándome a él. Entonces sentí un súbito impulso, una necesidad que no aceptaba impedimentos y le pedí: -¿Me darás calor esta noche, JohnShaft?
Él me miró profundo, con esos ojos intensos que parecen observar sin juzgar, como si hubieran visto demasiado y no quedaran sorpresas, y solo dijo: Lo prometo.
Y entonces me besó, un beso lento y largo que metió fuego en mi cuerpo y ahuyentó por esa noche a los demonios del frío, empeñados en matar de una vez mi corazón.
- Vámonos ya –supliqué con voz estrangulada.
Poco tiempo después estábamos instalados en la mugrienta y vieja habitación de un motel. No habíamos cruzado palabra, no podíamos. Ambos estábamos inmersos en torbellinos secretos de emociones y recuerdos. La temperatura en la habitación debía de rondar los pocos grados, o eso me parecía.
- Detesto el frío –dije de pronto, acercándome a él. Entonces sentí un súbito impulso, una necesidad que no aceptaba impedimentos y le pedí: -¿Me darás calor esta noche, JohnShaft?
Él me miró profundo, con esos ojos intensos que parecen observar sin juzgar, como si hubieran visto demasiado y no quedaran sorpresas, y solo dijo: Lo prometo.
Y entonces me besó, un beso lento y largo que metió fuego en mi cuerpo y ahuyentó por esa noche a los demonios del frío, empeñados en matar de una vez mi corazón.
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