viernes, 22 de abril de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" - 30

CAPÍTULO 30 - Otros mundos, otros tiempos.
por L. G. Morgan

En brazos de JohnShaft le di voz a mi historia. Le hablé del pasado para que pudiera comprender, tal vez, algunos hechos cruciales del presente. Le conté cómo había descubierto que aquellos niños que teníamos que salvar llevaban mi sangre, y un día habían sido hijos míos. Lo supe con la certeza que da el dolor en cuanto les oí murmurar en sueños en su lengua, que era la mía, seguramente despiertas en sus mentes por mi presencia, aquellas partes profundas que llevan la impronta de los orígenes.
     Le expliqué a aquel hombre fuerte que me había regalado su piel y sus labios, su cuerpo entero y su alma profunda, para devolverme con su calor a la vida; que aquellas dos criaturas portaban un poder inimaginable, un poder como el mundo no conocía hacía eones. Eran la pareja cósmica, la personificación de la dualidad básica, engendradora de vida. Podían levantar ejércitos, convocar cataclismos y diezmar las razas marchitas. O podían irradiar luz en la oscuridad, recomponer el equilibrio y restituir la memoria perdida. Eran un talismán que inclinar a uno u otro lado. Y quienes ahora les guardaban eran, con total certeza, demonios que teníamos que eliminar, criaturas malignas que los habían apresado en medio de aquellos símbolos arcanos, que habíamos descubierto dibujados con sangre en su cuarto.
     JohnShaft calló largo rato. Yo podía percibir su reticencia, la clara repugnancia de los de su oficio ante la idea de convertirse en juez y ejecutor, cuando se ha jurado defender la ley de los hombres. Pero aunque le costara aceptarlo, aquel asunto trascendía tales consideraciones, nos estábamos enfrentando a poderes de otra naturaleza.
     Entonces él se confesó a su vez, inesperadamente. Me habló de aquella hija de su corazón, aunque no lo fue de su semilla, la dulce e inocente Nina, y creo que buscaba el alivio del desahogo y quizás también burlar la soledad, en brazos de la auténtica comprensión. Me explicó que solo por ella estaba metido en esto, sometido a otra voluntad, cuando hacía mucho tiempo que había logrado zafarse de tales cadenas y no aceptaba más autoridad que la suya.

- Hasta esta noche no he sabido si había hecho lo correcto –dijo-, si había merecido la pena. Ahora, al fin, sé que logré salvarla. Sé que crecerá para convertirse en una gran mujer. Que tendrá un buen hogar y será feliz. Todo eso lo leí ayer en su ficha, y en su franca y serena sonrisa. Ahora puedo continuar en el barco, sin que me carcoman la duda y la desesperación a cada paso. Ahora puedo soportar obedecer, aunque maldiga por dentro mil veces, y aguardar el tiempo que sea preciso.
     Pero ¿y tú? –se interrumpió volviéndose a mi, intuyendo sin dificultad mi tristeza- ¿No te rebela tener que dejar a tus hijos de nuevo? Aunque sea en unas manos como las de Nina, y te juro que no podría haber nadie mejor, salvo tú.
- Ya no me pertenecen –le contesté. Y casi no me dolió, de veras-. Fueron hijos míos en otro mundo y otro tiempo. Mi amado Enlil abd-el-Emesh y yo les hicimos nacer, por primera vez. Pero estos niños son otros y los mismos a un tiempo. ¿Puedes comprenderlo? Su misión está más allá de mi y de mi deseo. Y yo nunca les cortaría las alas. Eso es el amor... supongo.

     Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera hacía tiempo que había llegado el día, una claridad sucia y gris que apenas bastaba para revelar los contornos. La lluvia caía ininterrumpida, golpeando monótona los cristales turbios de la habitación.

De nuevo era de noche. De nuevo acechábamos en la oscuridad, aguardando el momento de cazar.
     Esta vez eran dos hombres, que algo o alguien había derribado en la habitación de cocinar. No había nadie más. Llegamos a la habitación de los padres, esperando encontrarlos dormidos, pero estaba vacía.
- Espera –susurró JohnShaft, aferrado a mi brazo.
     Pudimos distinguir un murmullo de voces provenientes del final del pasillo. Alcanzamos la puerta de la habitación de los niños en pocos pasos y nos detuvimos a escuchar a través de ella. Distinguí palabras que no entendía. El hombre negro no parecía tener más suerte. Sin embargo, el tono monótono y a media voz, la cadencia repetitiva, de letanía musitada muchas veces, me hizo comprender que se trataba de algún tipo de oración o fórmula mágica, destinada a obrar oscuros prodigios. Esperé no haber llegado demasiado tarde.

     JohnShaft sacó su arma y me indicó por señas que estuviera preparada, que iba a derribar la puerta. Le dio una patada y la cerradura estalló, franqueándonos el paso. Yo desenfundé los cuchillos.
     Un hombre y una mujer, vestidos con largas túnicas, se volvieron de golpe, cesando en sus cánticos y plegarias. Los niños, en sus camitas, se hallaban incorporados a medias pero en trance, sus ojos abiertos no veían y sus respiraciones tenían el ritmo lento del sueño. El hombre negro apuntó a la pareja con su arma y les ordenó soltar los extraños amuletos que colgaban de sus manos pálidas. El hombre gritó algo y se arrojó sobre el policía. Forcejearon salvajemente y el arma se disparó, incrustando una bala en el cuerpo del demonio.
     Mientras, yo me ocupaba de la mujer. Vi su rostro cambiar de forma y sus ojos volverse negros e insondables. Entonces lanzó su ataque; conocía sin duda el arte de la guerra de los verdaderos maestros. Nos enfrentamos dando vueltas una sobre la otra, en la danza sinuosa y mortal de las espadas. Pero para el ojo humano todo sucedió muy rápido. Logré colocarme a su espalda y agarrarla por el largo pelo, echando bruscamente su cabeza hacia atrás para dejarle la garganta al descubierto. Inició un alarido que yo segué de raíz con el cuchillo ritual de combate. Luego me volví hacia el cuerpo caído, levanté su cabeza cogiéndole por los cabellos y, con un solo movimiento rápido, le degollé. Todo había terminado. Vi que JohnShaft me miraba de manera extraña. Qué quería, nadie amenaza a la sangre de mi sangre. Es así de fácil, el que lo hace muere. Sin vacilaciones ni remordimientos. Pero él no comprendía.
- Tus armas no sirven –sentí que tenia que explicarle-. Eran demonios, y los demonios solo pueden morir degollados con un cuchillo que haya sido bendecido a sangre y fuego. Por eso el Destino me otorgó armas propicias. Mira los signos –señalé las paredes- y los utensilios de su magia. Trataban de apoderarse de las almas de mis pequeños.
     Me dirigí a los niños. Besé sus frentes tibias y murmuré una bendición. Luego soplé suavemente tres veces ante sus rostros y les induje el sueño normal, que repararía el trance y les dejaría sin ningún recuerdo de aquello.

     JohnShaft había reaccionado a su manera y tomado sus propias decisiones. Arrastró los cuerpos hasta el dormitorio principal. Limpió la sangre del suelo con colchas que arrancó de las camas. “Para que los niños no vean nada cuando despierten”, dijo, “no tienen que saber”. Luego se fue al despacho y marcó una cifra sobre el aparato que servía a tal fin, y dio un mensaje a la persona que apareció al otro lado.
- Vámonos –dijo luego, secamente-. La policía no tardará en llegar.
     Abandonamos la casa y nos perdimos en la noche. Regresamos al lugar donde habíamos desembarcado y esperamos. El busca de JohnShaft sonó de nuevo. Acudimos al teléfono cercano y realizó la llamada.
- Volvemos al barco –me explicó sin emoción. Hablaba bajo y sin apenas mirarme-. Nadie debe saber lo ocurrido, supongo que los Amos no quieren que nos volvamos demasiado “amigos” y empecemos a hacernos confidencias los unos a los otros. Prefieren dejarnos con nuestros pequeños secretos.
     No contesté, qué podía decir: todo había cambiado entre nosotros en poco tiempo. Él arrojó el busca muy lejos y escondió de mi su mirada y sus manos, enterrándolas en los bolsillos del gabán. Una escala de soga apareció de la nada. Trepamos por ella despacio, como si nos costara un gran esfuerzo, resignados a la fuerza a volver a la lóbrega prisión donde habríamos de dejar, una vez más, de ser nosotros mismos.

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