viernes, 10 de junio de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" 37

CAPÍTULO 37 - Las cuentas claras
por L. G. Morgan

La duodécima no había sido del todo en vano para Willibald. A pesar de los recuerdos y conocimientos perdidos conservaba una fuerte reminiscencia del deleite que había experimentado allí. Nunca había sentido nada semejante, se decía con convicción, esa emoción desbordante, esa sensación de plenitud al descubrir todos los sentidos de la vida. Ni siquiera en medio de sus más asombrosas aventuras había podido imaginar algo parecido. Pues bien, todo eso le había llevado a volcarse aún más, si es que eso era posible, en la búsqueda que le mantenía absorto a todas horas en la biblioteca del Destino. Y por fin se había hecho cierto el viejo aforismo de que “el que busca encuentra”.
     En medio de un estante oscuro situado bien al fondo de la inmensa sala habían aparecido dos tomos gruesos, de piel oscura y letras de oro. El epígrafe decía: Libros de Cuentas y parecía tratarse de una relación de los distintos “empleados” con que había contado el Destino, el tiempo de sus condenas, el cumplimiento de estas, y el descuento o las adiciones que por determinadas causas habían sufrido los plazos fijados.
     Lo primero que llamaba la atención era el número ingente de tripulantes que habían existido antes que ellos. Lo segundo, lo diverso de las condenas y cómo estas podían variar para bien o para mal, según cómo les fueron las cosas a los miembros del barco.
     Cada tripulación permanecía junta, con alguna que otra baja que era reemplazada invariablemente, por un periodo preciso. Es decir, que la suerte de cada uno estaba ligada a la de los otros que habitaran la nave con ellos. Eso le llevó de nuevo a la cuestión de la desaparición de Deathlone: ¿de verdad iba a volver?, ¿le habrían hecho algo los de la Duodécima, acaso le retenían allí contra su voluntad? Él y el resto de los compañeros habían discutido esos aspectos hasta la saciedad sin concluir nada, como ocurría repetidamente con muchas de las cosas que sucedían a bordo.
     Willibald era, en general, un hombre optimista que prefería pensar que todo tenía un sentido, y les había dicho a los otros que estaba seguro de que Cecil reaparecería cuando fuera necesario, en el momento preciso. Sin embargo, su periplo en el Destino había empezado a hacer mella en su ánimo y, en su fuero interno, tenía que obligarse a pensar así, rechazando otras opciones bastante peores.

Trató de borrar de su mente esas preocupaciones para volver a concentrarse en el libro. Lo que no se decía allí era nada acerca de los perfiles o las características de los individuos elegidos para formar cada tripulación, de modo que no podía saberse cómo y por qué había sido reclutado cada uno. Esa información había que buscarla en los Cuadernos de a bordo que ya conocían. Claro que seguía faltando el primero, algo crucial en opinión de Willibald para conocer el origen de la misión del barco, y poder hacerse una idea de aspectos clave de su funcionamiento.
     Llegó al final del segundo libro y se encontró con los datos que correspondían a su tiempo y el de sus compañeros. La condena de todos era la misma: seis años, seis meses y seis días. Vio reflejadas las cuentas que arrojó la primera misión, la aventura en Hungría. De golpe, el buen cumplimiento de las órdenes que habían recibido le restaba nueve meses al tiempo de condena.
     Evidentemente, al igual que otros aspectos, a bordo del Destino el tiempo no se medía de la misma manera que en tierra, ¿cuántos años humanos podían representar los meses de los libros? Era imposible saberlo.
     Siguió leyendo por encima y le llamaron la atención unas cifras relativas a John Shaft y Zabbai Zainib, relacionadas con un trabajo del que no sabía nada. Lo que habían hecho, y en el libro se hablaba de un rescate, les había beneficiado a todos ellos con una reducción de otros cinco meses.
     Se tranquilizó un tanto al ver que las cuentas sobre Deathlone seguían apareciendo con el mismo cómputo del resto, pero… un momento, ¿qué era aquello? Acababa de descubrir que había saltado unas cuantas páginas. Qué curioso, a veces tenía la impresión de que allí, en la biblioteca, las cosas aparecían o desaparecían cuando era su momento, el momento concreto que alguien o algo decidía; hubiera jurado que esas páginas no estaban. Se trataba de las cuentas referidas a la guerra que habían librado en la tierra de Belfast, ¡qué diablos…!
     La llegada de Zabbai Zainib interrumpió su exclamación.
─No podía dormir –le dijo mientras se le acercaba, con su andar lánguido y elegante-, así que he venido a ver qué hacías. ¿Qué ocurre? –se interrumpió de golpe al ver su expresión.
─Mira esto.
     Le explicó por encima de qué se trataba, antes de señalarle las páginas que le habían sobresaltado.
─No lo comprendo –se extrañó la mujer, mirándole con el ceño fruncido-, según esto esa misión no estaba prevista. ¿Cómo entonces nos dieron los Amos esas órdenes? Porque tú las viste, ¿no es cierto? Bueno, todos las vimos, nos mostraste el libro...
─¡No habrá sido capaz! –la interrumpió Willibald, poniéndose en pie y empezando a dar paseos de un lado al otro-. ¡Será hijo de puta! Yo vi las órdenes –continuó, hablando excitado y muy deprisa al darse cuenta de que se hacía necesaria una explicación-, estaban escritas en el libro cuando desperté. Verás: me pareció que había perdido un minuto el conocimiento, algo extraño, como un vahído o así, y entonces me encontré sentado frente al cuaderno de a bordo con el mensaje que os mostré ya escrito. Nada demasiado raro, ¿no? Pero ahora veo varias cosas que no cuadran. Por ejemplo, ¿recuerdas que Belfast había desembarcado ya?, ¿cómo pudo él recibir las órdenes?, ¿cómo sabía dónde íbamos, aun antes que el barco?
─Bueno –contestó Zabbai con cierta ligereza- a veces las órdenes llegan de otra manera.
─¿Te refieres a como cuando Shaft y tú realizasteis vuestra misión? –La expresión de la mujer fue muy elocuente, no necesitó contestar-. Sí, lo he descubierto en estos mismos libros, está todo. Pero ya habrá tiempo para eso -desestimó con un gesto-, ahora se trata del maldito Belfast, que nos ha condenado a todos. Estoy seguro ahora, por más que lo repaso, de que fue él, valiéndose de no sé qué perversa artimaña, quien nos dio esas órdenes. Por su propio interés nos hizo desembarcar y luchar en una guerra que no nos concernía. Y todo eso nos ha sumado… ¡nueve –gritó, fuera de sí-, otros nueve odiosos años a la pena impuesta!
─Tranquilízate –dijo una voz suave-, de un modo u otro alguien pagará por esto.
     La Sombra había entrado en la biblioteca unos minutos antes, tan sigilosa como siempre. Se sentó ahora ante el escritorio de Willibald y se puso a estudiar el libro con evidente concentración. Ni siquiera alzó la vista cuando otros dos de sus compañeros, Böortryp y John Shaft, atraídos por alguna misteriosa razón, entraron en la sala y se sentaron sin decir nada.
─El Aurus –dijo por fin Misaki con voz engañosamente suave, pero tan afilada en realidad como su katana predilecta-.  No sé cuál será su auténtico poder, pero es evidente que los Amos no desean que lo tengamos. Ved aquí, en el libro de cuentas –señaló la página-, al margen del tiempo pasado en tierra sin permiso, al margen de la misión que no fue autorizada, en realidad nos castigan por haber embarcado el Aurus. Creo –añadió mirando a los rostros en torno- que Belfast tiene mucho que contarnos. –Los demás retrocedieron involuntariamente, sobresaltados por lo que auguraba su expresión implacable-. Y, de la manera que sea, vamos a sacárselo.

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