viernes, 3 de junio de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" 36

CAPÍTULO 36 - Mariposa
por Gerard P. Cortés

Son recuerdos de un tiempo en el que el honor todavía significaba algo.
      Recuerdos del murmullo del agua en el jardín de piedra, del olor del kimono del Señor del clan y de su sonrisa. La sonrisa de un padre que no tenía ojos más que para su pequeña mariposa.
     Recuerda estar sentada en su regazo, que era todo el mundo para aquella niña de cinco años, repasando con él los dibujos de su libro favorito. Uno sobre los espíritus Yokai.
- ¿Quién es este? -preguntaba él señalando al zorro de nueve colas que aterrorizó al príncipe Hanzoku.
- Kitsune.
- Muy bien, ¿y éste?
- ¡Nekomata!
     El gato Tama siempre fue su favorito. Su padre le había contado la historia de cómo salvó al príncipe Naotaka de un rayo en una tormenta, y de cómo éste había colmado de regalos y bendiciones a su dueño, un monje pobre que todos los días le daba de comer en su destartalado templo.
     Además, el Nekomata había sido siempre el símbolo del Clan Asari, del que Asari Misaki era la última descendiente.
- En lo Días Viejos -contaba él-, cuando los Yokai vivían entre nosotros y los Oni aterrorizaban a nuestros ancestros, el primero de los Asari dirigió un gran ejército de hombres y Nekomatas contra nuestro más antiguo enemigo. ¿Recuerdas quién es?
- Honshu.
- Exacto, el clan del lobo. El Señor Honshu tenía un ejército tres veces mayor que el de nuestro antepasado, y sus hombres entrenaban a los lobos más feroces para luchar a su lado, pero ese día ganaron los gatos, ¿sabes por qué?
     Misaki negó con la cabeza, mirando a su padre con sus grandes ojos negros.
     Él sonrió.
- Porque los gatos son más listos. Más listos y más rápidos que los estúpidos lobos y todos sus colmillos. Nuestras zarpas son más fuertes y les hacemos sangrar mil veces por cada mordisco que puedan darnos. Tú tienes sangre de gato en las venas, mi pequeña Mariposa, como todos los Asari. Eres más lista y más rápida que cualquier lobo y que cualquier hombre.
     El Señor del clan acarició el pelo de su hija y le besó la frente.
- Estás destinada a grandes cosas. Mayores que cualquiera de tus antepasados y que yo mismo. Sólo espero que el precio no sea demasiado para ti.
     Les interrumpió un criado anunciando que el visitante que esperaba el Señor acababa de llegar, y él dejó a Misaki suavemente en el suelo y entró en la casa. Ella no pudo ver apenas al visitante antes de que su padre cerrara la puerta, sólo el humo de la pipa que fumaba, un atisbo de pelo rojo y una sonrisa de duende que sólo podía pertenecer al más perverso de los Oni.

Los recuerdos de los siguientes años se tiñen de rojo y se ensordecen con el clamor de las katanas golpeando unas con otras. Sin hijos varones para recoger su manto, el Señor Asari se había asegurado de que Misaki fuese entrenada por los mejores samuráis, monjes guerreros y estrategas de toda la isla. Era ella quien cabalgaba orgullosa a su lado en las batallas y quien dirigía los ejércitos de su padre cuando su enfermedad le dejaba demasiado débil para salir de la cama.
     No se explicaba cómo un hombre tan fuerte podía haber enfermado tan gravemente en unos pocos años. En ocasiones, incluso lo odiaba por ello. Su madre murió en el parto y nunca tuvo hermanos ni hermanas, así que siempre habían sido ellos dos. Solamente ellos.
     Si él moría. Si la dejaba sola en este mundo, estaría perdida. Sin dirección. Sin una pista sobre aquel destino del que a él tanto le gustaba hablar, pero sobre el que siempre era tan vago.
- No puedo contarte más, pequeña mariposa -decía-, puesto que sólo se me dio a conocer una parte de él en mis visiones. Pero es grande y está lejos. Lejos de estas islas y lejos de mí.
- Entonces no lo quiero, padre -contestaba ella-. Pues nunca me separaré de tu lado.
- Un día tendrás que hacerlo. O seré yo el que lo haga, arrastrado por esta enfermedad hasta las Colinas Blancas del otro lado del mar, donde descansa el Gran Dragón.
- No digas eso. No lo digas jamás -decía ella con lágrimas asomando, al tiempo que hundía la cara en su kimono, como cuando era pequeña y tenía miedo de la oscuridad.

Una mañana una de las aldeas bajo su protección sufrió un ataque y Asari Misaki comandó la patrulla que acudió a detenerlo. Fue una refriega, más que una batalla, pero fue dura como pocas. Esos hombres cubiertos de negro no eran bandidos de las montañas, ni ronins en busca de dinero fácil y comida para el invierno. Eran buenos, muy buenos, y no dejaron de luchar hasta que la última gota de su sangre mojó la tierra.
- Son las Sombras, mi Señora -dijo por fin Watanabe, líder de su guardia personal.
- Tonterías -respondió ella-. Las Sombras son mitos, cuentos de vieja para asustar a los niños durante la noche.
- Con todo el respeto, pero no. Son muy reales, y no es la primera vez que cruzo espadas con uno de ellos.
- Entonces, ¿qué son? ¿Los demonios que decía mi niñera que eran? ¿Oni hechos de sombras sacadas del mismo infierno?
- No, Señora. Sólo hombres. No tan distintos de nosotros en otros tiempos.
- Verá -continuó Watanabe-, una vez fueron samuráis que perdieron el honor al no poder proteger a sus Señores. Tras ello abrazaron el negro y cubrieron su cara para ocultar la vergüenza, hasta cobrarse una venganza que les pudiera devolver su honor, o hasta que la muerte los reclamase.
- ¿Y por qué no conseguir las dos cosas a través del seppuku, el suicidio ritual?
- Lo desconozco, Señora. Tal vez les faltó el valor. Tal vez su pecado fuera demasiado grande para lavarlo sólo con su propia sangre.

El Señor del Clan Asari murió a los pocos meses. Su hija no dijo una palabra durante todo el periodo de luto y, tras él, estuvo demasiado ocupada batallando contra el Clan Honshu, que vio la oportunidad de reclamar las tierras que sus antepasados siempre quisieron.
     Tras tres semanas de la batalla más feroz que se había librado desde los Días Viejos, el clan del gato fue diezmado. La Señora Asari apenas pudo evitar ser capturada con vida, gracias a la ayuda del leal Watanabe. Durante la noche, y a pesar de los cuidados de ella, éste murió por las heridas sufridas en el combate, con el honor intacto. Una suerte para él, pensó mientras le cerraba los ojos con delicadeza, pues el suyo estaba tan mancillado como era posible.
     Su padre había muerto y ella había perdido las tierras que él tanto luchó por conservar. Aunque no quedara nadie para cortarle la cabeza, el seppuku era la única respuesta. Desenvainó su wakizashi, su espada corta y lo apoyó sobre su abdomen. Cada gota de sangre derramada le devolvería un poco de su honor perdido. Sólo esperaba que fueran suficientes.
     La detuvo una antigua canción bastante mal tarareada en la lejanía. Era una balada sobre Tama, el gato del templo, que su padre le había cantado de pequeña una y otra vez.
     Una vieja se acercó a ella y se sentó junto al fuego sin pedir permiso ni reparar en el cadáver de Watanabe, que reposaba en el suelo.
- Es una noche preciosa, mi Señora -dijo- una luna tan bonita no debería verse salpicada por la sangre de una joven. No parece justo.
- ¿Qué sabrás tú de lo que es justo, vieja?
- No mucho, la verdad, aunque sí sé un poco de otras cosas. Cosas sobre tu familia y tu honor perdido.
- Me pregunto si quedará alguien que no lo sepa, a estas alturas.
- Eso es cierto, Señora, pero yo sé algo más -dijo la vieja con una media sonrisa.
- Pues guárdatelo y que te carcoma las entrañas. A mí ya no me interesa más que lo que esta espada tiene que ofrecerme.
- ¿De verdad? ¿Ni siquiera el nombre del hombre causante de tus desgracias?
- ¿Honshu?
- No, el Señor de los lobos no. Me refiero al nombre del hombre responsable de que la comida de tu padre fuera aderezada con veneno durante años. El hombre que ordenó su muerte.
     Asari Misaki se puso en pie y dirigió su wakizashi contra la vieja.
- ¿Qué estás diciendo? ¿De quién hablas?
- Su nombre no significaría nada para ti, todavía, pero lo hará si sabes dónde buscarlo.
- ¿Dónde?
- Muy lejos, pequeña mariposa. Más allá de este mundo y del siguiente. Hay un barco que puede llevarte hasta él, sólo tienes que contestar sí, cuando te hagan la oferta. Hasta entonces, la decisión es tuya.
     La vieja se levantó, aunque Misaki no dejó de seguirla con el filo de su wakizashi.
- Puedes clavarte esa espada y recuperar a medias tu honor, o puedes abrazar el negro y aguardar tu momento. Al fin y al cabo, Señora, hay pecados demasiado grandes para lavarlos sólo con la propia sangre.
     Sin más, la mujer desapareció, dejando en el aire el último destello de una perversa risa de duende.

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