domingo, 19 de junio de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL DESTINO - 38

Capítulo 38 - Verdades y mentiras

por Gerard P. Cortés 

En la Duodécima Dimensión el tiempo tenía tan poco sentido como cualquier otra cosa. Las ideas eran poco menos que meras impresiones capaces de configurar mundos a la velocidad de un pensamiento fugaz y peregrino. Belfast presenciaba, por su ojo perdido, el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo. Veía las posibilidades que jamás ocurrirían y atisbaba las ideas que jamás llegaría a tener el más loco de los pensadores.
     En medio de todo aquel sinsentido, una imagen llamó su atención: era él mismo, en su camarote, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Estaba viendo el presente.
     Percibió también la puerta que se abría detrás de él, sólo un instante, y la sombra de Asari Misaki moviéndose a velocidad vertiginosa hacia su cuerpo.
     Todo se volvió negro, en ambas dimensiones.

Despertó encadenado en una sala sin ojos de buey, con sus compañeros enfrente.
– Veo que alguien posee más pericia en ciertas artes de las que le concedía –masculló mirando los símbolos pintados en los grilletes–, la Reina de Istiria, si no me equivoco. Creo recordar que los hechizos de atadura J’amyatth son típicos de tu tierra, Zabbai.
     Ella no contestó, sólo lo miró con una mezcla entre temor y desprecio. Si ese demonio había pisado su tierra, a saber de qué clase de males sería responsable en esta.
     John Shaft, en cambio, sí que habló, poniendo las manos en la mesa y la cara a pocos centímetros de las del detenido. El policía dentro de él disfrutaba del interrogatorio.
– Corta ya, Belfast. Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad?
– No lo sé, John. ¿Es mi cumpleaños otra vez? La verdad es que, después de los mil primeros uno deja de celebrarlos.
      Como única respuesta a la puya del irlandés, Shaft recogió un libro de manos de Willibald y lo golpeó contra la mesa con un estruendo.
– Ah. Eso –musitó el interrogado mirando el último volumen de los libros de cuentas, el que les correspondía a ellos.
– Sí, eso. Es un libro que detalla la duración de nuestras condenas, las reducciones que conseguimos con las misiones que llevamos a cabo y, no sé por qué, una suma de nueve putos años por tu pequeña guerra. ¿Me puedes explicar por qué?
      Belfast se lo pensó un momento, miró al policía a los ojos y dijo:
–Pues porque manipulé al bibliotecario para que apuntara una misión falsa en el diario y vinierais a ayudarme, por supuesto. Creía que estaba bastante claro…
      Antes de que nadie pudiera mediar palabra, la culata del rifle de cazar minotauros de Willibald se estrelló contra la cara del irlandés y, si Shaft y Böortryp no lo hubieran sujetado, el cañón hubiera hecho lo propio.
     Unos tacos después, Willibald se calmó lo suficiente para que lo soltaran.
Así que lo admites –dijo por fin John Shaft, un poco desconcertado por ello.
– Claro que lo admito, no puedo mentir. Pregúntale a Su Majestad, aquí presente.
     Todos la miraron extrañados, así que Zabbai Zainib aclaró las propiedades mágicas del hechizo de atadura J’amyatth que había utilizado.
– No sólo impide que se suelte, sino que le obliga a decir la verdad, lo cual es una refrescante novedad en este demonio, si puedo decirlo.
– Dinos, entonces, por qué –continuó Shaft–. ¿Por qué nos utilizaste?
– Para conseguir el Aurus, por supuesto. No hay nada más importante.
      Le miraron extrañados.
– ¡Oh, vamos! Ya os lo conté cuando volvimos de la guerra, no me digáis que no os acordáis.
– Nos contaste –recordó el bibliotecario– que los Aurus eran llaves. Que por separado no tienen poder, pero juntos abren una puerta a otros mundos, junto con un motor… un motor que no existe. He revisado cada palmo de cada plano y no hay ninguna referencia.
– No lo vas a encontrar en ningún plano, cazador. Ni siquiera lo encontrarás dos veces en la misa sala. Es un motor que abre y cierra a voluntad los mares que separan los mundos, ¿cómo vas a encontrar algo así con un pedazo de papel? Está en el barco, créeme, pero todavía no estamos preparados para encontrarlo.
– ¿No estamos preparados? ¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Y tú cómo sabes todo esto, Belfast? ¿Quién cojones eres tú?
     El irlandés miró a Shaft desafiante, en sus ojos crepitaban llamas verdes.
– Tampoco estás preparado para saberlo, John. Ninguno lo estáis. Esta conversación ha terminado, sabed sólo esto: voy a encontrar todos los Aurus y voy a abrir la puerta que lleva hasta los amos del Destino. Podéis ayudarme y conseguir con ello más riqueza, más conocimiento y más poder del que podáis llegar a imaginar, o podéis apartaros de mi camino antes de que sea demasiado tarde.
     Uno a uno fueron saliendo de la sala. Cuando Zabbai Zainib pasó frente a él, Belfast agitó los grilletes.
– Desátate tú mismo, demonio –respondió esta secamente.
     Cuando pareció que estaba a solas, Belfast dijo:
– Vamos, lo estás deseando, aprovecha el hechizo y pregunta.
Asari Misaki emergió de una sombra al fondo de la sala y se acercó al falso irlandés encadenado.
– ¿Quién lo hizo? ¿Quién mató a mi padre?
– Uno de sus siervos le administró el veneno a órdenes del Señor Honshu, como tú sospechabas. Pero, ¿a órdenes de quién servía el Señor de los lobos? Eso es otra cosa…
     Misaki desenvainó su katana y se la acercó al cuello.
– No juegues conmigo, Oni. Dime el nombre.
– Su nombre no significará nada para ti. Todavía no. Pero te lo diré.
     Ella contuvo la respiración.
– El hombre que mató a tu padre se llama Kaleb Tellermann y es uno de los amos del Destino.
Los ojos de la Sombra se abrieron de par en par sólo para volver a fruncirse en una mueca de desconfianza. ¿Era cierto o sólo otro de los engaños del demonio con sonrisa de duende? Se suponía que el hechizo de atadura le impedía mentir, pero ¿cuánta verdad cabía en la lengua del señor de los embusteros?
    Con un rápido movimiento cortó la cadena que sujetaba al prisionero y desapareció por la puerta.

Belfast se levantó de la silla con una sonrisa de satisfacción. Por fin había encontrado el significado de uno de los pedazos de futuro que había visto en la Duodécima Dimensión. En él, estaba junto a Cecil Deathlone, que hojeaba un viejo libro.
– Apenas les dijiste nada que no supieran ya –decía el médico–, y aun así lograste que se lanzaran contigo en esta locura.
– Has estado en mi mente, ¿de verdad crees que un torpe hechizo Istirio de la verdad me haría revelar más de lo que quiero?
– No, supongo que no. De todos modos, tendrás que contárselo todo algún día. La verdad sobre ti y sobre este maldito barco.
– Lo sé, pero todavía no. Cuando estén preparados.
– ¿Y cuándo será eso?
     Belfast sonrió mientras tendía la mano para que Cecil le devolviera el libro.
– Cuando ya no les quede nada que perder.
      Deathlone cerró el volumen y se lo tendió, en la portada podía distinguirse una inscripción desgastada por el paso de miles de años:
Diario del Destino: Volumen Primero.

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