por L. G. Morgan
La Sombra rumiaba a solas sus pensamientos en la tenebrosa quietud de la bodega del barco. La oscuridad habría sido total de no mediar la llama oscilante de un quinqué de aceite, que había prendido en cuanto se supo a salvo.
La Sombra conocía bien las entrañas del barco, de hecho había sido la primera en llegar y explorar el territorio desconocido fue su primera acción. Se encontraba a gusto allí, rodeada por la carga que, misteriosamente, se renovaba sin cesar. Aquellas cajas enigmáticas, con rótulos o sin ellos, suponían un cómodo refugio donde dar rienda suelta a la mente. El crujido de los maderos y las sogas tensas, el olor del salitre y el balanceo leve de la goleta, relajaban su ánimo y le permitían concentrarse en los insondables dilemas que ceñían su vida desde que lo perdió todo.
Esta vez sin embargo sus meditaciones llevaban otros derroteros. ¿Sería verdad?, ¿realmente el responsable de su tragedia era aquel desconocido: Kaleb Tellermann? Nunca se podía estar seguro de las palabras de Belfast pero… esta vez parecía sincero. Por otra parte, ¿qué podía tener que ver aquel extraño con su padre? Y había aún otra consideración: la ventaja que sacaba el demonio irlandés con esa revelación, que ella creyera su historia sobre el asesino le proporcionaba una aliada infatigable en su búsqueda de los Aurus. Y estaba claro cuánto ansiaba aquellos Aurus, los deseaba por encima de todo, lo había visto en sus ojos cada vez que hablaba de ellos y de la posibilidad de alcanzar con su magia el mundo de los Amos. Misaki estaba segura de que no era solo por el poder o el dinero que les había prometido que encontrarían allí. No, en sus ojos había algo más, un anhelo insondable y vital que la Sombra podía llegar a intuir.
Sacó de entre sus ropas la esfera de oro que había robado del camarote del oni, como ella lo consideraba, y lo contempló una vez más, quedando presa en su propio reflejo aúreo y en la cualidad cálida de su superficie perfecta. Otra cosa extraña. Cuando ella atacó a Belfast en su camarote, privándole del conocimiento, y antes de que entraran los otros, un susurro o un siseo anómalo surgió potente bajo una de las tablas del suelo. La Sombra solo tuvo que levantar el madero para descubrir el Aurus escondido bajo él. Era como si el objeto hubiera querido ser encontrado. Si había acudido a ella o a cualquiera en realidad que entrara primero, era una incógnita, pero el caso es que se había hecho con él y ahora lo tenía ante sí, en la palma de la mano extendida.
Después de tantas semanas de navegación sabían unas cuantas cosas sobre los Amos y su poder sobre ellos. Habían dotado al barco de una capacidad de autogobierno total, era el Destino en realidad quien les proporcionaba los medios, datos y órdenes que necesitaban, los Amos parecían tan lejanos y remotos como las estrellas del cielo y, sin embargo, regían sus vidas con la misma dominación que ejercía la luna sobre las mareas. Pero no podían verles u oírles en todo momento, eso habían llegado a descubrirlo, ciertos actos permanecían impunes, ¿por qué entonces conocían sus infracciones con el tiempo y habían detectado el Aurus? Tal vez la energía de ese objeto fuera tan poderosa como para trascender el tiempo y la distancia.
Una sacudida involuntaria que nunca sabría si había procedido de ella o de otro ente distinto, arrojó la esfera al suelo. Rodó sobre sí misma mientras Misaki trataba en vano de recuperarla, hasta perderse tras la carga y ocultarse a su vista. La Sombra se agachó para buscar por el suelo con la ayuda de la luz de la lámpara. Un latido quedo la sobresaltó lo indecible y le hizo incorporarse. Escuchó. El sonido aumentó en intensidad, como un pequeño tambor golpeado rítmicamente… o un corazón, eso era, parecía el latir creciente de un enorme corazón. Entonces, de manera imprevista, un violento bandazo del barco la arrojó al suelo e hizo estrellar la lámpara de aceite extinguiendo su luz.
El viraje brutal del Destino sorprendió a cada uno en un sitio y una ocupación distintos. Todos sin excepción se vieron asaltados y zarandeados por el salvaje cambio de rumbo y, cada uno como pudo, se dirigieron a toda prisa a cubierta para buscar explicación al imprevisto suceso.
El mar parecía hervir bajo el casco de la goleta. Un viento huracanado impulsaba las velas con endiablada decisión dirigiéndoles al norte. A velocidad de vértigo avanzaron unas millas y, de pronto, como si estuviera al otro lado de una cortina de gasa tupida, vieron aparecer la silueta borrosa de una gran embarcación.
Willibald soltó un juramento. Un nuevo prodigio, sin duda, exclamó en voz alta. Los demás, a su lado, permanecían mudos e inmóviles. Por una vez hasta Belfast parecía tan sorprendido y atónito como el resto, sin saber qué se podía esperar de aquello.
Contemplaron fijamente el desconocido navío que había surgido de la nada y que ahora se acercaba a ellos virando lenta y majestuosamente. Se trataba de todo un acontecimiento, pues era la primera embarcación de cualquier clase con que se topaban desde que estaban a bordo. Y, por alguna razón, sintieron que algo horrible estaba a punto de suceder.
La extraña fragata se detuvo a unos cientos de yardas. Era bien visible a esa distancia, con sus altos mástiles y sus velas cuadradas, pero sus contornos en cambio resultaban difusos, más como si fuera un dibujo al carbón que un objeto real.
La tripulación formaba en cubierta.
Vieron izar un trozo de tela hasta coronar el palo mayor, pero no se trataba de una bandera sino de algún tipo de enseña de misterioso significado. Willibald les sacó de dudas, se trataba del aviso público de un escarmiento ejemplar que estaba a punto de llevarse a efecto. Ciertos patrones de barco lo empleaban. Y lo que anunciaba en este caso era uno de los castigos más atroces que podía sufrir un marinero a bordo de un barco: pasar por debajo de la quilla.
Willibald soltó un juramento. Un nuevo prodigio, sin duda, exclamó en voz alta. Los demás, a su lado, permanecían mudos e inmóviles. Por una vez hasta Belfast parecía tan sorprendido y atónito como el resto, sin saber qué se podía esperar de aquello.
Contemplaron fijamente el desconocido navío que había surgido de la nada y que ahora se acercaba a ellos virando lenta y majestuosamente. Se trataba de todo un acontecimiento, pues era la primera embarcación de cualquier clase con que se topaban desde que estaban a bordo. Y, por alguna razón, sintieron que algo horrible estaba a punto de suceder.
La extraña fragata se detuvo a unos cientos de yardas. Era bien visible a esa distancia, con sus altos mástiles y sus velas cuadradas, pero sus contornos en cambio resultaban difusos, más como si fuera un dibujo al carbón que un objeto real.
La tripulación formaba en cubierta.
Vieron izar un trozo de tela hasta coronar el palo mayor, pero no se trataba de una bandera sino de algún tipo de enseña de misterioso significado. Willibald les sacó de dudas, se trataba del aviso público de un escarmiento ejemplar que estaba a punto de llevarse a efecto. Ciertos patrones de barco lo empleaban. Y lo que anunciaba en este caso era uno de los castigos más atroces que podía sufrir un marinero a bordo de un barco: pasar por debajo de la quilla.
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