por Gerard P. Cortés
El César anunció el Primus, el combate final de los juegos que celebraban el 10.000 aniversario de la República. En una práctica inhabitual pero a la altura de tal evento, no se disputaría un combate a muerte entre dos gladiadores, sino entre veinticinco. Los ganadores de todos los combates previos se enfrentarían al mismo tiempo sobre la arena del Coliseo y sólo uno de ellos la abandonaría con vida.
– ¡Ave César –gritaron al unísono veinticinco voces–, Morituri te salutant!
Aunque no había llegado a ver sus caras a través de las máscaras, Belfast estaba seguro de que muchos de los implicados en la conspiración estaban en las gradas. Otros se habrían quedado en casa o estarían tomando un barco de vuelta a sus respectivas provincias. Poco importaría en unos minutos.
Nadie parecía echar de menos al hombre-máquina que la plebe había llegado a tildar de brujo, y a los pocos que preguntaron no les apenó el anuncio de su muerte a causa de las heridas sufridas en combate. Eso era bueno, porque lo necesitaba a bordo del Destino. Lo había acompañado hasta ahí la noche anterior, para asegurarse de que todo el mundo entendía su parte del plan, especialmente ese viejo loco de Tynan, y para arreglar un par de asuntos personales, solo por si acaso.
No le habló a nadie de la oferta que le había hecho Tellerman. El poder. El lugar que te corresponde por derecho. A cambio de meter en vereda a la tripulación. Y de la vida de ella.
El acero comenzó a resonar junto a los gritos de dolor y las ovaciones de la multitud. Tanta sangre salpicaba el aire de la tarde que resultaba difícil saber quién estaba vivo y quién muerto. Excepto ellas dos. Las amazonas que luchan contra los gladiadores, les habían llamado. Asari Misaki y Zabbai Zainib luchaban espalda contra espalda, y cualquiera que se acercara al alcance de sus armas se convertía en un amasijo agonizante de sangre y tripas.
Pero no sólo en la arena habitaba la muerte aquella noche. La bruma gris que comenzó a cubrir el puerto parecía venir del mismísimo fondo del mar, como si las almas de todos los muertos, esclavos y hombres libres, que este había reclamado hubieran decidido reunirse allí esa noche.
El pensamiento hizo sonreír a Tynan mientras en la niebla comenzaban a distinguirse caras de ojos vacíos, pues eso era lo que pasaba en realidad. Esta noche, los muertos del Imperio reclamarían la vida de aquellos que tanto se habían esforzado en preservarlo.
La oscuridad era ya absoluta, y lo único que alumbraba el Coliseo era el fuego de cientos de antorchas. Bajo estas, los hombres morían para la diversión de sus semejantes, hasta que solo quedaron dos mujeres. Tellerman se tensó en su asiento, en el pulvinus, junto a Belfast.
– ¿Crees que tiene alguna posibilidad de matarla? –preguntó.
– Ya lo veremos. Si no, yo mismo me ocuparé después. Sea como sea, este es un combate que he deseado ver desde que las conocí a ambas.
Asari Misaki y Zabbai Zainib se dedicaron un saludo marcial, como si el combate acabara de empezar y los veintitrés hombres muertos a su alrededor no fueran más que un calentamiento. La de Istiria fue la primera en atacar, lanzándose contra su oponente con ferocidad. Misaki la esquivó en el último momento y lanzó su katana, que arañó la espalda de su compañera. Esta se dio la vuelta furiosa y el acero chocó ahora contra el aceró, una, dos, tres veces, hasta que cortó piel y carne a la altura del muslo de la última descendiente del clan del gato.
Ambas se sonrieron mientras andaban en círculos, midiéndose la una a la otra.
El silencio de la noche apenas era perturbado por un siseo mientras los espíritus de los muertos en el mar recorrían las calles de Roma. Aquí y allá, un grito de terror y otro de muerte se escuchaban, amortiguados por las paredes de casas, prostíbulos y tabernas. Boörtryp estaba en el destino, monitorizando las señales de localización emitidas por los tecnoorganismos que habían ingerido los implicados en la conspiración. A partir de ahí era tan fácil como darle a Tynan las coordenadas y dejar que sus espectros se encargaran del resto. Rápido y bastante silencioso; tenía que reconocer que era un buen plan, por lo menos hasta el momento.
En el Coliseo, el público dejó escapar un grito ahogado cuando la katana de Misaki falló la cabeza de Zabbai por apenas un centímetro. La reina de Istiria respondió saltando sobre el escudo de un gladiador muerto y aterrizando a la espalda de la japonesa, que pudo apartarse sólo después de recibir un tajo en el costado. Ambas se miraron, casi sin aliento, y se susurraron algo que no llegó a oídos de nadie más. Se lanzaron la una contra la otra entre gritos de aprobación.
Tellerman se levantó de la silla. Belfast permaneció quieto como una roca.
Las amazonas chocaron con fuerza, entre sonidos de acero, hasta que se quedaron inmóviles, en brazos una de la otra. Todo el coliseo contuvo el aliento. Se separaron poco a poco, con dificultad para moverse. Zabbai alzó su espada, estaba manchada de sangre.
Misaki susurró algo. Después tosió y un chorro de líquido rojo y espeso salió de su boca antes de caer al suelo.
El público se puso en pie entre vítores y Tellerman miró a Belfast sonriente.
– ¿Cómo has conseguido que lo hiciera?
– Como tú conmigo, le prometí lo que más quería. Volver a casa.
Tellerman asintió.
– Me encargaré de ello. Y de lo tuyo. Ahora que la última de los Asari ha muerto, sólo yo controlo el linaje del Aurus humano. ¿Y qué hay de la conspiración?
– Diezmada a medida que veíamos el combate. Ahora que ha terminado podemos encargarnos de los que estén en el estadio –Belfast se llevó la mano al comunicador que tenía en la oreja–. Vía libre en el Coliseo, tostadora. Manda para aquí a los chicos del capitán.
Los vítores de la multitud se fueron convirtiendo en gritos de pánico a medida que los espíritus fueron emergiendo de las gradas, clavando hojas etéreas en lo que parecían objetivos al azar.
– ¡Por todos los dioses del Olimpo! –gritó el César– ¿Qué son esas cosas?
– Las víctimas de tu barbarie, y de la de otros como tú –dijo una voz a su espalda.
Se volvió sólo a tiempo de ver cómo Sgiobair Tynan le hundía la espada en el pecho. Un poco más de sangre para una noche que había derramado ya demasiada. Sólo quedaba un poco más.
El resto de gente del pulvinus había huido o estaba siendo asesinada por los espectros, sólo quedaban Belfast, el capitán y un complacido Kaleb Tellerman.
– ¿Pero qué…? –exclamó Tynan al verlo– ¡Tellerman! ¡Maldito demonio hijo de mil padres! ¡te voy a…!
– Vuelve al barco, capitán –Belfast agitó la mano y Tynan desapareció en una nube verde.
– Creía que no tenía memoria.
– Va y viene. Aunque va más a menudo que viene, por suerte. Bien, si te parece, es momento de hablar de cuentas pendientes.
– Tendrás lo prometido –Tellerman sonrió–, no te preocupes.
– No hablo de eso. Hablo de cuentas pendientes. Más antiguas.
El Amo del Destino se apartó, sorprendido.
– Vamos, no puedes seguir con eso. Hace miles de años que pasó. Además, estamos dispuestos a enmendarlo.
– No, no de nuestras cuentas pendientes. Me encantaría matarte por lo que hiciste, no creas, pero le prometí tu cabeza a otra persona.
– ¿De qué est…?
Perdió el habla cuando quince centímetros de acero emergieron de su pecho.
– Ni siquiera yo te he oído llegar, gatita, y eso que te estaba esperando.
Misaki hizo caso omiso, se limitó a ver cómo Tellerman caía de rodillas al suelo.
– No… no puedes… soy un dios…
– Cuando estás en tu dimensión, quizá –se burló Belfast mientras encendía un cigarro, carente ya de preocupación por las sospechas que ello pudiera levantar–. Aquí no eres más que un mago con trucos baratos.
Tellerman alzó la mano con la que había estado intentando infructuosamente tapar la sangre que manaba de su pecho.
– ¿Sí…? Pues mira este…
Asari Misaki se movió casi con la rapidez de un rayo, pero no fue suficiente para superar el verdadero rayo que salió de la mano del Amo del Destino. Solo cuando el acero hubo seccionado la cabeza de este se dio cuenta de que había alcanzado a su presa antes de morir.
Belfast miró su cigarrillo con genuina sorpresa. No debería salir tanto humo de algo tan pequeño. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que este provenía del lugar donde antes estaba su abdomen.
– Oh… mierda…
Y el falso irlandés cayó muerto sin poder decir nada más.
Willibald entró en la biblioteca para buscar algo de lectura que llevarse a su camarote, como hacía todas las noches. Le sorprendió una luz verdosa en uno de las mesas. Al ir hasta allí vio que se trataba de un hechizo de ocultación que, al desvanecerse, revelaba un libro.
Tenía un lazo de color rojo y una nota pegada en la cubierta.
«Si estáis leyendo esto es que el plan de esta noche no ha salido muy bien. No sé si estáis preparados para lo que hay que hacer, pero quizá este volumen os ayude.
PD: No os hagáis muchas ilusiones sobre mi muerte. Siempre encuentro un modo u otro de volver.
B.»
Willibald miró el libro sin saber qué pensar. En su portada se leía: Diario del Destino: Volumen Primero.
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