por Gerard P. Cortés
Una nube de sangre roja pareció inundar el cielo a su alrededor durante un instante, manchando su cuerpo, su hoja y la arena bajo sus pies. La multitud enmudeció por unos segundos y luego estalló en vítores cuando las dos mitades del cuerpo del gladiador hasta ahora conocido como Hyrum se posaron, por separado, a los pies de Asari Misaki.
El César asintió satisfecho en el pulvinus principal, rodeado por su corte, sus hombres de confianza y, más atrás, algunos de los lanistas a su servicio. Uno de ellos era el hombre conocido como Cartago, que jugueteaba con el parche que cubría uno de sus ojos. La confianza que este desprendía de forma natural se había visto mermada durante los últimos días, desde la conversación que tuvo con otro de los hombres sentados en la parte posterior del pulvinus, el lanista de Nueva Roma que se había presentado como Kaleb Tellerman.
La propuesta que este le hizo tras el desayuno con el Emperador pilló a Belfast con la guardia baja. Hubiera podido imaginar muchas cosas, pero no esa. El poder. El lugar que le pertenecía por derecho. Cualquier plan que hubiera trazado tenía que ser ahora más minucioso que nunca. Además, aunque parecía carecer de importancia en comparación con todo lo demás, todavía tenían una misión que cumplir en esa realidad.
Si se tratara de un simple encargo lo hubiera descartado, no necesitaba distracciones extras, pero aquella realidad estaba alcanzando una masa crítica. Podía sentir cómo los hilos de la causalidad se desgarraban a su alrededor y amenazaban con destruir el continuo espacio-tiempo. Si no le ponían remedio, pronto no habría lugar ni poder que reclamar. No habría nada. ¿Cómo pudieron joderla tanto? Ya no sólo ahí, sino en tantas otras realidades.
Suspiró. Cuando uno se sentía embriagado por tal poder, bien lo sabía, se creía capaz de todo. Como si sus actos no tuvieran consecuencias. No había realidad que no pudieran saquear o rehacer a su antojo, ni botín que no se supieran con derecho a reclamar. Y eso sin hablar de la guerra, claro. La guerra que casi acaba con todo.
El siguiente combate era por parejas. Dos moles de
músculo negro ataviados con pieles de leopardo se enfrentaban a la tracia
indomable, Zabbai Zainib, que fue recibida entre vítores por un público que
había llegado a adorarla en pocos días. Se hizo el silencio cuando su compañero
emergió de la oscuridad tras ella.
Boörtryp se había ganado una fama temible, si no por sus habilidades como luchador, sí por sus otras habilidades. El casco con visera propio de los que luchaban en el estilo Murmillo ensombrecía sus facciones, pero el violeta de sus ojos resaltaba aun más en la oscuridad. El brazo con el que sujetaba la espada era tan negro como el de sus oponentes y la cicatriz que lo unía con el resto de su cuerpo, este blanco como si nunca le hubiera dado el sol, era perfectamente visible. El público susurraba a su paso y algunos imploraban perdón y protección a sus dioses favoritos. La plebe lo consideraba un hechicero escupido del inframundo por el propio Plutón, aunque bien pensado, era preferible eso que contarles la verdad sobre el hombre-máquina.
El combate duró poco, pero fue bastante entretenido. Incluso con la tostadora entorpeciéndola, Zabbai se las apañó para arrebatarle la lanza a uno de sus oponentes y ensartarlos a los dos con ella. Cuando los tuvo a los dos de rodillas, aun juntos, y en respuesta al pulgar girado hacia abajo del César, la reina de Istira rebanó las dos cabezas de un solo tajo.
Era el último combate del día, al día siguiente se celebraría el Primus, pero esa noche tendría lugar la cita más importante desde que desembarcaron en esa realidad. Esa noche se reunirían en un mismo sitio todos los implicados en la conspiración.
Boörtryp se había ganado una fama temible, si no por sus habilidades como luchador, sí por sus otras habilidades. El casco con visera propio de los que luchaban en el estilo Murmillo ensombrecía sus facciones, pero el violeta de sus ojos resaltaba aun más en la oscuridad. El brazo con el que sujetaba la espada era tan negro como el de sus oponentes y la cicatriz que lo unía con el resto de su cuerpo, este blanco como si nunca le hubiera dado el sol, era perfectamente visible. El público susurraba a su paso y algunos imploraban perdón y protección a sus dioses favoritos. La plebe lo consideraba un hechicero escupido del inframundo por el propio Plutón, aunque bien pensado, era preferible eso que contarles la verdad sobre el hombre-máquina.
El combate duró poco, pero fue bastante entretenido. Incluso con la tostadora entorpeciéndola, Zabbai se las apañó para arrebatarle la lanza a uno de sus oponentes y ensartarlos a los dos con ella. Cuando los tuvo a los dos de rodillas, aun juntos, y en respuesta al pulgar girado hacia abajo del César, la reina de Istira rebanó las dos cabezas de un solo tajo.
Era el último combate del día, al día siguiente se celebraría el Primus, pero esa noche tendría lugar la cita más importante desde que desembarcaron en esa realidad. Esa noche se reunirían en un mismo sitio todos los implicados en la conspiración.
Siguiendo las indicaciones que le habían hecho llegar, Belfast se internó entre los callejones más oscuros de la capital romana, acompañado solamente por Cecil Deathlone, que caminaba unos pasos por detrás de él como correspondía a los esclavos.
Entraron en el burdel más sucio de la ciudad y lo cruzaron hasta una puerta trasera que daba al sótano. Allí otra puerta daba a un laberinto de pasillos que se iba hundiendo más y más en la tierra. Atravesaron lo que le parecieron antiguas catacumbas cristianas y enormes túneles cubiertos de polvo y musgo hasta llegar a una gran sala iluminada por antorchas. Belfast apenas pudo contener la risa cuando se percató de que estaban en la estación central del metro de Roma. Al parecer los conspiradores no tenían reparos en aprovechar las instalaciones de ese mundo cuya existencia querían negar.
Las máscaras estilo veneciano y las largas túnicas negras, a juego con la que él mismo había sido obligado a vestir, le recordaron las reuniones de masones a las que había asistido siglos atrás en una versión alternativa de Inglaterra. Sus rituales siempre le parecieron ridículos, pero los hijos de esta nueva vieja Roma los superaban con creces. Le hizo una señal a Cecil para que se reuniera con el resto de los esclavos de confianza, que se afanaban en preparar aperitivos y servir vino de un gran bufé que había en un rincón de la sala. Todos iban con túnicas grises y capuchas, para diferenciarlos de sus amos, y sólo se permitía uno por invitado.
Cecil Deathlone se acercó en silencio al bufé y fingió preparar una bebida para su amo. Nadie reparó en que, mientras lo hacía, millares de diminutos tecnoorganismos saltaban de la manga de su túnica y se repartían por la mesa, mezclándose con la comida, el vino y el agua. Tampoco se fijó nadie, y aunque lo hubieran hecho jamás hubieran entendido el idioma, en el hechizo que recitó entre dientes, ni en el leve resplandor con el que la comida y la bebida parecieron responderle.
Con el mismo paso lento y seguro, regresó junto a Belfast y le entregó una copa de vino.
– Está hecho.
– Bien –contestó simplemente el falso irlandés, vertiendo discretamente el contenido de su copa en el suelo– Mañana durante el Primus, pues, la conspiración será historia.
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