por L. G. Morgan
WILLIBALD
Lo supe. Con cegadora claridad. Comprendí lo que había ocurrido y, no obstante, apenas me importó. Porque el libro borró todo lo demás. Porque conocer sus revelaciones se convirtió en lo más trascendental de mi vida.
Poco podía yo imaginar, cuando como cada noche hice mi última ronda por la biblioteca, que estaba a punto de cambiar mi existencia. Solo un fugaz resplandor verde, desacostumbrado, desvió para mí el curso de los acontecimientos: una luz tenue que brillaba sobre una de las mesas de estudio. Me acerqué a comprobar de qué se trataba y vi el libro, descubierto al cesar la fantasmal emanación que lo había envuelto y desvanecerse en el aire. Era un sobado volumen de piel negra que alguien, con un avieso sentido del humor, había envuelto con un ostentoso lazo rojo. Había un trozo de papel encima, con apenas unas letras:
«Si estáis leyendo esto es que el plan de esta noche no ha salido muy bien. No sé si estáis preparados para lo que hay que hacer, pero quizá este volumen os ayude...»
La letra era de Belfast, no había duda, y significaba que algo había salido mal y que él estaba muerto: su postdata no dejaba lugar a equívocos. De la suerte del resto no decía nada, así que no supe qué pensar. Pero he de reconocer que solo me preocupó por breves instantes. Hasta que desaté la cinta, vi la portada y abrí el libro.
El “Diario de a bordo del Destino”, el primero, el que todos suponíamos a esas alturas que había robado el irlandés. ¿Por qué lo había hecho?, bueno, puede que estuviera a punto de descubrirlo. Me senté a la mesa y empecé a leer. Y el mundo se detuvo fuera de esas líneas de curva y elegante escritura, que habrían de revelarme lo que yo más ansiaba saber:
Swansea, Wales, 1 de Enero del Año de Nuestro Señor 1717
Yo, Francis G. Winter, como capitán de este barco, la goleta de Su Majestad el rey Jorge, de nombre “Destino”, inicio en el día de hoy el cuaderno de a bordo de esta primera singladura…
A partir de ahí descubrí un universo paralelo, familiar y a la vez distinto de cualquier otro que hubiese conocido. Y desenmascaré a los protagonistas de una historia en cuyos capítulos nos habíamos visto envueltos:
Una goleta aparejada con tres mástiles, y velas cuadradas y de cuchillo, fue botada en el puerto galés de Swansea a principios del año 1717, según la cronología humana terrestre. Sobre el casco de madera oscura, casi negra, resaltaba su nombre en letras de oro: Destino. Lo curioso fue que nadie recordaba haber tallado y pintado ese nombre. El constructor de barcos y sus hombres creyeron que había sido decisión y obra de los nuevos propietarios, la tripulación también dio por hecho que se debía a la decisión de los patronos, y estos últimos estaban seguros de que había sido elegido por el capitán del barco, al que habían concedido plenos poderes a ese respecto conociendo las supersticiones de la gente del mar, que utilizaba el apelativo y el carácter de cada navío para aplacar a las oscuras fuerzas con las que se enfrentaban en la soledad de maradentro. Unos por otros, el misterio habría de quedar sin resolución.
La goleta Destino –si había que hacer caso a la información del diario-, navegó los años siguientes bajo distintos pabellones y autoridades, demostrando una extraña cualidad para seguir incomprensibles pero específicos designios propios, que la llevaron por todos los mares del globo portando las más diversas mercancías. En el año 1755 de nuestro Señor, año crucial que habría de definir el futuro, se hallaba el navío en manos de una variopinta tripulación: curtidos hombres de mar de procedencias tan diversas como los alimentos que atestaban las oscuras bodegas. El capitán era galés, un maldito demonio llamado Tynan Scáil, así como dos miembros más de la tripulación: Arwel Rogers, el contramaestre, y Dilys Wyn, el Segundo Oficial. El carpintero era un tipo que se decía genovés, aunque debía de tener sus buenas mezclas raciales, un tal Iulius Mervyn, un tipo jocoso y supuestamente cordial, pero capaz de rebanarle el cuello a un niño mientras le reía las gracias. Luego estaba Kaleb Tellerman, judío holandés que había cubierto más millas marinas que todos los demás juntos, y eso pese a que apenas rebasaba los cincuenta. Pero parecía haber nacido casi a bordo de un barco; huérfano de padre desde los doce años, su hogar había sido la mar desde entonces. Desempeñaba en el barco la función de Cirujano. Holandés era también Jans Van Middelburg, apodado simplemente Van, un individuo flaco y callado que resultó ser una antigua recluta de los tercios holandeses, metida a soldado tras la muerte de su marido. Se había visto obligada a elegir entre la guerra o la miseria de las calles y había optado, primero por las armas, y luego por los mares infinitos. Antes de ir a parar al Destino ya había sido parte de la tripulación de varios navíos de los que hacían la travesía del Atlántico, pero hablaba tan poco que poco más se sabía de ellos que sus nombres: el Virgen María, el rey Felipe, el Terror de las Indias, y varios más. Cuando su condición de mujer fue descubierta a nadie le importó un carajo, seguía siendo igual de fea y siniestra como mujer de lo que les había parecido cuando pensaban que era un hombre. Lo único que contaba a bordo eran su excelente puntería y su falta de escrúpulos cuando de organizar una carga contra el enemigo se trataba. Y por último, entre los veteranos, se encontraba un emigrante bretón: Kerber Gwennol que ejercía junto con Van de jefe de artilleros, supeditado a la holandesa. Con él viajaba su hijo Krieg, enrolado como grumete y ayudante de artillero, dada su corta edad. —Insuficiente tripulación para gobernar la goleta, sin duda –me dije en ese punto-. Ah, claro, allí estaba, pude ver que había otros doce marineros que completaban el pasaje. Sus nombres y documentos de reclutamiento aparecían consignados a continuación. Seguí con las averiguaciones.
A
mediados de octubre de aquel año, el Destino viajaba hacia Antigua y Barbados,
llevando una carga oficial y otra, más importante, clandestina. A unos cientos
de millas de las Antillas Menores se vieron envueltos en un fenómeno extraño,
en mitad del mar. Eran los efectos del terremoto que asolaba Lisboa en esos
momentos, el 1 de noviembre de 1755, y que se extendía por un radio
incalculable. El mar quedó inmóvil, el viento cesó por completo, el silencio se
hizo tan profundo como si nunca hubiera existido sonido alguno en el mundo.
Sintieron cómo una ola invisible se cernía sobre la cubierta dejando a todos
los seres vivos inconscientes a su paso, como si una radiación de origen
desconocido les hubiera aplastado sobre el entramado de madera, allí donde
habían estado en pie y alerta segundos antes.
Había
perdido la noción del tiempo, enfrascado como estaba en el contenido de las
páginas de aquel diario. Me detuve un momento, sacudido por los recuerdos,
escuchando de nuevo en mi cabeza las palabras del aquel viejo loco, el Sgiobair
Tynan, el día en que subió a bordo del Destino. Era asombroso cómo en medio de
la bruma en que habitualmente se movía su mente, el viejo había logrado rescatar
aquel suceso único, aquel instante sin duda decisivo, para su vida y la de los
que le acompañaban en esa travesía maldita, en la que toparon con algo de un
calibre que les superaba.Me dije también, sonriendo a medias, que al menos eso explicaba algunas cosas; con un pasado como el suyo yo también estaría seguramente tan loco como aquel viejo bribón.
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