viernes, 15 de junio de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 42

CAPÍTULO 42 - Honor
por L. G. Morgan

MISAKI
El honor lo es todo, eso dijeron los sabios. Mi vida y la de todos mis ancestros ha estado siempre gobernada por tal máxima. Bien, he recuperado el honor perdido. Y la comida sigue siendo ceniza en mi boca y el aire solo polvo arrojado contra mis ojos.
         He matado al asesino de mi padre, el señor Asari Tetsuo. Pero eso no me ha devuelto su sonrisa o su calor. Y contemplo con pesar el precio que otros han pagado por ello. No es que extrañe la risa burlona del Oni, o sus maneras carentes de respeto. No, eso sería ir demasiado lejos. Pero lamento su muerte, sí, porque intuyo que no fue solo por pagar la deuda contraída por lo que me ayudó a saldar la mía. El Oni no sabía de honor o de decencia, pero creo sin embargo que podía comprender. Que sabía mucho del dolor de las pérdidas y del fuego de la venganza. Creo que, de algún modo, trató siempre de protegerme. Es por eso que quemo incienso en su memoria y recito una plegaria frente al Mitayama, el cofre de blanca madera que alberga el alma de mis antepasados. Así el nombre de Belfast se unirá al de ellos sobre la superficie del Tamashiro, la tabla, blanca también, donde viven para siempre los espíritus de los muertos convertidos en Kamis, nuestros dioses tutelares.
Es noche cerrada, los demás duermen. Me ha costado gran esfuerzo alcanzar la serenidad precisa para los Ritos, después del tumulto de la vuelta. Las emociones del regreso se han visto agitadas aún más con las nuevas que nos aguardaban a bordo. Al principio, Willibald apenas reparó en nosotros, tan absorto estaba, “hipnotizado”, dijo Zabbai, en el diario robado, cuya calculada aparición nos ha perturbado a todos por igual. Necesitó varios instantes para poder hablarnos y preguntar por la misión, aunque dijo conocer parte de lo ocurrido, tras lo cual nos mostró el libro y la nota de Belfast.
—Maldito demonio de chico –exclamó Tynan, con una carcajada espontánea-. Tenía previsto incluso esto.
Willibald, que no podía pensar en otra cosa, empezó después a contarnos lo que había averiguado en nuestra ausencia, pero Cecil le interrumpió para explicarle:
—Misaki ha dado muerte a Kaleb Tellerman -dijo con frialdad-, uno de los Amos del Destino. Así que nuestras vidas peligran más que nunca.
—¡Tellerman! —se agitó Willibald—, su nombre aparece en el libro. Fue un miembro destacado de la primera tripulación. Y también está el de otro viejo conocido nuestro —al decirlo miraba al Sgiobair con evidente suspicacia-. ¿No tienes nada que explicar, viejo?
Tynan se puso pálido, visiblemente conmocionado. La insinuación de Willibald era bastante clara. Pero el viejo no parece poder escapar de las nieblas que turban su mente, al menos no siempre. Ha agitado su cabeza con ira, y ha gritado que no sabía de qué rayos le estaba hablando el de Suth Seaxa.
—Necesitamos datos, hechos, no acertijos –interrumpió Böortryp, tajante, hablando por primera vez. Y Willibald ni siquiera ha parecido reparar en su negro brazo y su cuerpo desfigurado, como si no le hubiera mirado con detenimiento. Ni en su visible agotamiento físico.
Ahora, en el silencio de esta noche sin estrellas, sola al fin, trato de entender lo escuchado y no puedo desprenderme de la sensación de que seguimos siendo manipulados, de que solo sabemos lo que nos dejan conocer.
Una inconsolable tristeza embarga mi alma y me atormenta. La venganza y el honor no han sido suficientes, ¿de qué ha servido todo entonces?, ¿por qué estoy aquí? Pero algo en mí se agita, reclamando un derecho antiguo que no sé de dónde procede. Es como si la voz de mi interior me dijera que hay más, mucho más, en mi destino. Que esto no es el fin de la ruta todavía.

Cuando la tripulación a bordo del Destino recobró la conciencia —había descubierto Willibald en el diario—, lo primero de lo que se dieron cuenta fue de una línea de color azul muy luminoso trazada sobre el mar, 30º a estribor. La luz que la hacía resaltar parecía proceder del fondo marino. Comprendieron que algo había tenido que cambiar allá abajo, algo que producía aquel mágico resplandor donde antes no había sino el reflejo del sol en el agua. Tal vez algún tipo de falla o grieta, que el extraño fenómeno del que habían sido víctimas habría abierto en la corteza de la fosa atlántica, y por la que escapaba lo que fuera que producía aquella ilusión. Entonces, de golpe, se dieron cuenta de unas cuantas cosas más, sobre el barco y ellos mismos. Se notaron iguales y diferentes a la vez, como si esa onda expansiva que les había derribado hubiera alterado su propia naturaleza, afinando sus mentes y fortaleciendo sus cuerpos, haciéndoles creerse capaces de actos e incluso hazañas que les hubieran hecho reírse como posesos, por imposibles, antes de aquel momento.
     Se convirtió en obsesión alcanzar aquella sima, que parecía llamarles con mayor seducción que los cantos de las sirenas que decían enloquecer a los marineros. Por turnos, en grupos de cinco o seis, y sin darse cuenta de la absoluta locura que suponía todo aquello, se fueron arrojando al mar y sumergiéndose en dirección a la luz.
     En cualquier circunstancia esa inmersión tendría que haber acabado con ellos, con cualquier ser humano, en realidad, tan idiota como para intentar algo semejante. Pero a ellos no les pasó nada, ni siquiera notaron la presión, ni la falta de aire les estorbó en absoluto.
     Decenas de metros abajo había un afloramiento pétreo, como una especie de cordillera submarina. Y justo en su cima, una quebrada larga que revelaba una oquedad luminosa. Entre todos se organizaron por señas y sacaron de aquel enorme agujero lo que parecía una máquina. Nunca sabrían cómo fueron capaces de arrastrarlo con ellos a la superficie, y cómo luego los compañeros de a bordo lo izaron sin que hiciera falta una sola indicación.
     Se trataba de un artilugio metálico y orgánico a la vez, de forma cúbica, que sustentaba una gran esfera maciza, seguramente de oro a juzgar por su brillo, inconfundible para aquella ralea acostumbrada a traficar con semejante metal noble. Y ahí no acababan los prodigios: ante la atónita mirada de la tripulación al completo, el extraño aparato empezó a vibrar y agitarse, emitiendo un zumbido bajo y armónico que parecía sintonizar milagrosamente con el pulso de cada uno de ellos, introducirse en su cabeza e implantarles ideas y deseos que parecían haber estado siempre allí.
     Supieron como por instinto dónde colocar la máquina, en el mismo corazón del casco del Destino. Y la dejaron hacer. La esfera de oro, a la que habían empezado a llamar Aurus, era capaz de girar sobre su eje, a imitación de la tierra, sin requerir energía o impulso externo para ello. Pronto aprenderían a utilizarla con ayuda del motor encontrado, dividiéndola y dotando a cada fragmento de una función particular y propia, según sus necesidades, pero sin alterar su auténtico poder: cuando se hallaban todos juntos, adheridos al resto de la maquinaria, propiciaban el auténtico portento, el milagro para el que habían sido concebidas: abrían puertas a través del agua del mar (o cualquier líquido o fluido de similar densidad), para penetrar en otros mundos y otros tiempos, e incluso en otras dimensiones no temporales.
     El sueño dorado de cualquier pirata.
     La quimera de cualquier ladrón.

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