CAPÍTULO 45 - La ciudad de los Pecados
por Gerard P. Cortés
El encapuchado entró en el prostíbulo más infecto del Segundo Círculo. Apartando arpías y putas que parecían menos humanas que otra cosa, se sentó a la barra y le hizo una seña al camarero. Este puso un vaso frente a él y lo llenó de una sustancia verdosa. Se la bebió de un trago y la garganta le ardió. Era repugnante, pero lo único que había para beber por aquí abajo, así que había terminado por acostumbrarse.
El hombre que armaba escándalo al fondo del local parecía menos acostumbrado, o eso o llevaba ya encima bastante más de un vaso, porque estaba como una cuba.
Cantaba viejas canciones de guerra y exilio, mezclando lenguas de diversas tierras, rodeado de furcias pálidas, algunas con la carne desgarrada. Fue hasta su mesa, se sentó frente a él y puso unas monedas sobre la madera.
– Coged esto y largaos. Ahora.
Las prostitutas obedecieron, peleándose por coger el dinero antes que sus compañeras
– Eso no ha estado nada bien, colega –dijo el hombre. En su pelo sucio apenas se distinguían mechas carmesí, y su único ojo brillaba de un verde apagado.
– Así que todavía somos colegas, Belfast.
– Claro que sí. ¿Por qué no? Si los muertos no podemos ser colegas, qué nos queda. ¡Eh tú, carcamal! –gritó en dirección al camarero– ¡Tráenos otra jarra para mí y para mi amigo!
– No más jarras –le advirtió el encapuchado–. Tenemos que irnos. Nos espera un largo camino por delante.
Belfast gruñó una maldición.
– Está bien. Pero tengo que decirte que antes eras mucho más divertido, Johnny.
El encapuchado se descubrió la cabeza. Una larga cicatriz adornaba parte de la cabeza y el lado izquierdo de la cara de John Shaft.
– Sí, bueno. Es lo que le pasa a uno en el Infierno.
El cielo era una mezcla de tonos ocres y sanguinos, la tierra a su alrededor la conformaban amplias llanuras de tierra y polvo carmesí y los restos de ciudades devastadas, acechadas por los aullidos de las almas en pena que todavía seguían habitándolas.
– Siempre he intentado pasar el menor tiempo posible en este lugar –dijo por fin Belfast, que había estado en silencio la última hora–. Me alegra comprobar que no había nada que ver.
– Considérate afortunado –contestó Shaft secamente– yo llevo décadas aquí. He visto cosas que preferiría no recordar. Y eso en los días buenos…
– En realidad no llevas tanto tiempo muerto, lo sabes ¿no?
– ¿Qué quieres decir?
– Sólo ha pasado cerca de un año desde lo de Inglaterra, cuando tu novia loca te atravesó el pecho con una espada encantada.
Pensar en Zabbai siempre le dejaba un regusto amargo y metálico en la boca.
– A mí no me ha parecido un año.
– Eso es porque el tiempo transcurre a un ritmo distinto en el Infierno. Más lento –Belfast sacó un cigarrillo y lo encendió. Miró el paquete vacío y lo tiró con una punzada de aflicción–. Mierda. Era el último. Supongo que no sabrás dónde encontrar un estanco, ¿no?
Shaft no se dignó responder.
– Así que el tiempo pasa más lento. No es de extrañar, tampoco es que en este mundo haya nada por lo que tener prisa.
– Esto no es un mundo, John. Es el Infierno. El único e indiscutible. Olvídate de todas esas realidades que hemos visitado con el Destino y de las tonterías que digan sus religiones. Al final, todo termina aquí.
– ¿Qué?
– Lo que oyes. Si mueres en cualquier dimensión, terminas aquí abajo. Este es el único nexo que existe en conexión física constante con todas las realidades, ni la Duodécima, ni la de los Amos. Sólo esto. Esta es la última parada para todo el mundo.
– Me cuesta creerlo. Si hay un Infierno, ¿no debería haber también un Cielo?
El falso irlandés se encogió de hombros y soltó humo por la nariz.
– Si lo hay, yo no lo he visto. Y no creo que llegue a hacerlo nunca–sonrió–, ¿tú qué opinas?
John Shaft no dijo nada. No había nada que decir. Quizá no existiera un Cielo, pero sin duda cualquier lugar era mejor que ese. Y si todo salía como le había sido prometido, pronto se le permitiría escapar de allí.
Después de todo el día caminando llegaron a una posada del Tercer Círculo, una construcción de dos plantas con el techo parcialmente derrumbado que Belfast estaba seguro de haber visto en Francia durante la Segunda guerra Mundial. Los edificios, al contrario de lo que se piensa, también tienen alma. No un alma humana, pero sí algo parecido, conformada por retazos de los recuerdos y vivencias de la gente que ha pasado por ellos. Corazones rotos, noches de pasión, ideas brillantes y soluciones permanentes que tienen que ver con bañeras y cuchillas de afeitar. Cuando son heridos de muerte, especialmente de forma trágica como lo fue este, presa de las bombas alemanas, una parte de ellos llega aquí y los condenados las ocupan, dejando huellas trágicas de su paso por ellos.
El Tercer Círculo pertenece a la gula y aquí todo el mundo es gordo y come hasta reventar una y otra vez. Pidieron algo de comer y una jarra de bazofia verdosa cada uno. Shaft notó que Belfast miraba a su alrededor inquieto.
– ¿Qué te pasa?
– Es algo muy raro. Durante mi vida, además de los recuerdos con los que comerciaba en la Duodécima Dimensión, vendí partes de mi alma a casi todos los señores del Infierno.
– Lo sé, ¿y qué?
– Pues que cada vez que paso por aquí tengo que sacudirme de encima a los cazarrecompensas que me mandan para reclamar su deuda. Pero en todo el tiempo que ha pasado desde que morí, nada. Nadie ha venido a por mí. No es que me queje, pero me da mala espina…
Shaft saboreó el momento. No era habitual saber algo que Belfast desconocía.
– Eso es porque ellos ya no poseen tus contratos.
– ¿Cómo?
– Alguien los ha ido comprando uno a uno.
– ¿Qué? ¿Quién?
– Un nuevo jugador. Alguien que se ha convertido en poco tiempo en una potencia a tener en cuenta.
– ¿Y por qué no ha venido a por mí, si tanto interés tiene?
El policía no pudo aguantar más y soltó una carcajada.
– Claro que ha venido. ¿Quién te crees que me envía?
Belfast se levantó de un salto, tropezando un poco, quizá a causa del infernal brebaje verde, pero pronto su ojo comenzó a brillar en el mismo tono.
– ¡Traidor!
– Relájate –dijo Shaft–. No tiene intención de cobrarte la deuda. Al contrario. Quiere ayudarte.
– ¿Y por qué? ¿Quién se supone que es? ¿Qué quiere de mí?
– Él mismo te lo contará cuando lleguemos a la Ciudad.
– A la… espera, ¿es ahí dónde vamos?
Shaft sonrió.
– Claro. ¿Dónde si no?
La Ciudad de los Pecados se encontraba en el centro mismo del Infierno, y desde allí el Diablo gobernaba con puño de hierro. O al menos solía hacerlo, pues en los meses que habían tardado en llegar Belfast no había parado de escuchar rumores sobre su muerte a manos de un nuevo jugador.
Shaft no soltaba prenda al respeto, pero parecía obvio que era el mismo que había comprado su contrato. El que ahora era, a todas luces, dueño de su alma.
– Hemos llegado –dijo el policía.
– ¿Y dónde está tu jefe?
– ¿Tienes que preguntar?
Cuando Shaft señaló, a Belfast se le encogió un poco lo que le quedaba de corazón. Los edificios mueren, sí, y tienen más poder cuanto más trágica fue su muerte. Los grandes señores se disputaban edificios barridos por desastres naturales, lugares de poder donde hubiera muerto un gran número de gente.
Ante él estaban las dos torres que una vez habían coronado, orgullosas, la ciudad de Nueva York. Desde sus ventanas rotas se escuchaban los lamentos de las almas que quedaron atrapadas en ellas. Su hormigón resquebrajado supuraba sangre y aceite de motor de los aviones. Quién viviera allí era, sin duda, el nuevo señor del Infierno.
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