CAPÍTULO 46 - Las torres sangrantes
por Gerard P. Cortés
El interior de las torres hacía justicia al exterior. Las oficinas y comercios que una vez habían estado llenos de vida, alojaban ahora el ir y venir de almas en pena, demonios y condenados. Algunos trabajaban para el nuevo amo del submundo, otros simplemente vagaban por los pasillos semiderruidos de una pesadilla corporativa que latía al compás de explosiones que no eran ya más que un recuerdos de ladrillo y hormigón.
Subieron hasta el último piso sin apenas mediar palabra. Había un no-sé-qué de familiar en todo ello que a Belfast le ponía la piel de gallina. Su destino, como suele pasar, se hallaba tras una gran puerta de hierro que poco o nada tenía que ver con la decoración original del edificio.
Ante ella, guardándola con espada y armadura, estaba la siempre reconocible figura de su ex-mujer: la fallecida reina de las amazonas Dynn.
– Vaya –dijo Belfast sin verdadera sorpresa en la voz–, tú por aquí…
Dynn no se dignó contestar, aunque en sus ojos se podía ver el esfuerzo que estaba haciendo por no partir en dos a su ex. En lugar de eso abrió la pesada puerta y los escoltó hasta el interior.
Belfast esperaba ver una ampulosa sala de trono, con soldados, enormes arcos y quizá una o dos calaveras de dragón. Pero lo que encontró fue una especie de laboratorio, enorme pero atestado de pócimas y papeles en un caótico orden que solo su dueño podía saber. Él estaba allí, de espaldas, mezclando elementos en una probeta. Era más pequeño de lo que había esperado, y al mismo tiempo, demasiado familiar.
– Vaya, vaya. Así que los rumores de tu muerte eran ciertos –depositó los frascos en la mesa con cuidado y se dio la vuelta. A Belfast se le hizo un nudo en el estómago al reconocer la cara de Merlín–. Lo cierto es que estoy un poco decepcionado, después de matarme y robarme el Aurus, esperaba que tardaras un poco más en seguirme hasta aquí.
– Ya lo ves, viejo –contestó Belfast, armado de un valor que no sentía desde que había entrado en la Ciudad–. Una mal día lo tiene cualquiera.
El mago sonrió con unos dientes sucios y rotos.
– Sí, dímelo a mí. Cuando me mandaste aquí estaba muy enfadado, ¿sabes? Que un don nadie como tú hubiera sido capaz de acabar con el gran Merlín era algo inconcebible. Pero hablando con algunos de los señores del Infierno comencé a conocerte mejor. Al parecer no eres tan joven ni tan don nadie como aparentas, ¿verdad, Krieg?
Belfast respondió con una mueca al sonido de aquel nombre.
– Sí, bueno. Todos tenemos nuestros secretos, Merlín. Y tú debías tener algunos más de los que sospechaba, teniendo en cuenta cómo has prosperado aquí abajo.
– ¿Esto? –contestó abriendo los brazos, como si quisiera abarcar todo el Infierno con el gesto– No fue tan difícil, la verdad. Decepcionante, incluso. Los viejos señores, y en especial el propio Diablo, se habían acomodado con su imagen de poder. Unas cuantas alianzas y un poco de ambición demostraron ser más que suficiente para sacarles de su error.
– Bien por ti, viejo. ¿Y ahora qué? ¿Un poco de venganza para celebrar tu subida al poder?
El mago soltó una carcajada que resonó en toda la torre.
– ¿Venganza? Sí, eso estaría bien, pero lamentablemente no está en el orden del día. No voy a negar que esa fue mi principal motivación cuando empecé a indagar sobre ti, pero las cosas que descubrí, sumadas a recientes acontecimientos en la corriente cósmica, me obligaron a cambiar de idea.
– ¿Qué acontecimientos?
– Vamos, no me dirás que no lo has notado. ¿Tan ocupado has estado con tus pequeñas conspiraciones?
Merlín cogió la probeta en la que había estado trabajando y susurró unas palabras. Al instante, un denso humo comenzó a surgir de ella y a expandirse por el techo, formando planetas y constelaciones, repetidos con leves cambios hasta el infinito.
– Este es el multiverso, como bien sabes –dijo.
Algunas de las constelaciones comenzaron a explotar, algunos planetas a colisionar contra los otros, y los hilos que los unían –lo más importante, en realidad– a enredarse y a romperse.
– Y esto –continuó– es lo que tu pequeña constelación de piratas le hizo, al abusar del motor dimensional. Diablos, la misma existencia de esa maldita cosa puso en marcha una serie de acontecimientos que va a terminar por borrarnos a todos de la existencia.
En el techo, los hilos seguían enredándose y los planetas y constelaciones se acercaban más y más los unos a los otros.
– Lo que hacían los centenares de tripulaciones sustitutas del Destino, como la mía propia o la que forman tus actuales compañeros, era poco más que parchear la realidad. Poner tiritas en una herida de bala, si quieres.
– ¿Y cuando alcance la masa crítica? –preguntó Belfast.
El mago hizo un movimiento con la mano y los cuerpos celestes que volaban por el techo se colapsaron sobre un mismo punto en una explosión de luz blanca. Y luego nada.
– Un nuevo Big Bang –dijo al fin–. Un nuevo multiverso nacerá y nosotros, todos nosotros, seremos mucho menos que un recuerdo.
Belfast miró el polvillo blanco que caía del techo como resultado de la explosión y se imaginó a sí mismo como una de esas partículas. En aquel momento hubiera matado por un cigarro.
– Es una putada, eso seguro. Pero ¿qué tiene que ver conmigo? ¿Quieres que haga palomitas y nos sentemos a ver como revienta todo?
– Al contrario –esta vez no hubo ninguna sonrisa. El rostro del mago era grave, acorde con la situación–. Esta pequeña guerra que has montado con los Amos del Destino, aunque ha acelerado todavía más las cosas, puede ser la única oportunidad de detener el fin.
– ¿Cómo?
– El mismo poder de los Amos, su propia existencia tal como son ahora, se basa en una paradoja. Viajaron en el tiempo y se hicieron a sí mismos, y eso va en contra de todas las leyes naturales.
– ¿Y qué propones? ¿Un viaje en el tiempo? ¿Hundir el Destino antes de que salga de los astilleros por primera vez?
– No es suficiente. Mientras los Amos sigan vivos en su dimensión están protegidos contra esa clase de interferencias. Para destruirlos de verdad, tienes que ir allí.
Belfast suspiró.
– Además del pequeño detalle de estar muerto, ¿te crees que no lo he intentado? Creía que reuniendo todos los Aurus podría hacerlo, pero de acuerdo con Tellerman, ni siquiera así podría conseguirlo.
– No, no podrías –Merlín se mesó la barba, alargando la pausa en exceso–. No puedes porque no estás completo. Esa dimensión se creó para albergar a la primera tripulación del Destino. No se abrirá para Belfast, Tennessee, Cartago o cualquiera de esos nombres que has usado desde que te desprendiste del primer pedazo de tu alma, pero se abrirá para Krieg.
– Krieg...
Otra vez él. Ese niñato odioso que temblaba de miedo con solo recordar a su madre. Al final todo apuntaba de nuevo hacia él y Belfast lo odiaba aun más por ello.
– Durante el tiempo que he pasado aquí –continuó el mago– he ido recolectando los pedazos de alma que vendiste, incluso los recuerdos y el ojo que dejaste en la Duodécima Dimensión. Puedo volver a meterlos en tu interior, devolverte a la vida completo para que puedas hacer lo que debes. Puedo volver a convertirte en Krieg.
Belfast apretó los puños. Todo esto empezó por venganza. Una simple y dulce venganza. ¿Por qué todo tenía que complicarse siempre así? ¿Por qué tenía que volver a ser el puto crío llorón de Krieg?
– Joder, viejo –dijo por fin a regañadientes–. Hazlo…
El ritual, como es habitual, requería ciertos preparativos, así que Belfast y John Shaft esperaron en una antigua oficina convertida en cantina, con otro vaso de mejunje verde del Infierno.
– Lo primero que haré cuando salga de aquí es beberme una buena cerveza.
El irlandés sonrió, eso se parecía más al Shaft que él recordaba.
– Así que vendrás conmigo. Bueno, con él. ¿Te quedarás a ver los fuegos artificiales?
– Ni hablar. Ya he tenido suficiente de ese maldito barco y sus guerras. En el primer puerto, me bajo.
– ¿Sabes, John? Siempre me pareciste el tipo más listo de la tripulación. Y esto solo lo confirma. Salud.
Alzaron los vasos y bebieron el que, se prometieron, sería el último trago de esa bazofia, aunque Belfast se lo comenzó a replantear en el momento que vio a su ex acercarse a la mesa.
– Déjanos –ladró Dynn en dirección a Shaft, para a continuación añadir con esfuerzo– por favor.
El policía miró a Belfast y este asintió, así que se levantó y fue a esperar junto a la puerta.
– ¿Qué puedo hacer por ti, cariño?
La amazona le lanzó una mirada asesina.
– Vuelve a llamarme así y te arranco la lengua. Quiero que me digas una cosa, la… ¿la has visto?
– ¿Te refieres a nuestra hija? ¿A Jeminâa?
– A mi hija –replicó ella con aspereza–. No tiene nada de ti.
– Por suerte no, sin contar algo de material genético y unas aptitudes mágicas la mar de útiles.
Dynn seguía mirándole fijamente. Se notaba que el mero hecho de hablarle era un esfuerzo para ella.
– Sí –contestó al fin el irlandés–, la he visto. No la he visitado porque le encantaría colgar mi cabeza de un muro, en eso ha salido a ti, por cierto. Pero sí, la he observado siempre que he tenido la oportunidad.
– ¿Cómo está?
Belfast sonrió. El orgullo paterno era algo bastante desconocido para él. Había diseminado hijos bastardos por el mundo y nunca se había preocupado por ellos, pero Jeminâa era especial.
– Bien. Muy bien. Ha conseguido unir un mundo que nosotros sumimos en una guerra inacabable y lo gobierna con sabiduría. Es mucho mejor de lo que tú y yo seremos nunca.
En aquel momento Belfast vio algo que no había contemplado en más de mil años. Algo que una vez fue para él tan necesario y habitual como el aire que respiraba: Dynn sonrió.
– Gracias –dijo ella por fin. Luego se levantó para irse pero el brazo del irlandés la detuvo.
– Un momento –la mirada de ella le cortó la respiración y le hizo replantearse la petición que estaba a punto de hacer. Al final se decidió a hacerla igualmente, pues en breve iba a perder cualquier oportunidad de repetirlo–. Sé que no me debes nada, pero necesito que me hagas un favor.
Ella lo miró de arriba abajo, no sabía si tratando de recordar algún momento del pasado que compartieron o tomando medidas para su ataúd. Inesperadamente, accedió.
– ¿De qué se trata?
– Busca a un hombre, tiene que estar aquí abajo, por alguna parte. Su nombre es Asari Tetsuo. Dile… –por un instante se quedó en blanco. ¿Qué podía decirle a un hombre que condenó su alma por la promesa de una hija con un destino más allá de cualquier sueño–. Dile que puede estar orgulloso. Dile que ella es más de lo que ninguno de los dos esperábamos.
Dynn asintió y se fue sin mediar otra palabra.
Cuando volvieron al laboratorio, Merlín estaba terminando de recitar el último conjuro.
– Está listo –sentenció–. Es la hora.
Belfast asintió. En el centro de la sala había un círculo que proyectaba una intensa luz verde que Belfast reconoció demasiado bien.
– Entra –le dijo el mago– y reclama las partes de tu alma que perdiste. Vuelve al estado en el que estuviste completo por última vez.
– ¿Estás seguro de todo esto, viejo? No sé si el inútil de Krieg va a estar a la altura de las circunstancias. ¿No hay modo de integrar todo esto de nuevo en mí sin tener que volver a ser… él?
– No, si quieres ser capaz de acceder a la dimensión de los Amos. Entra, reconstrúyete, y después os enviaré de vuelta al Destino.
El pelirrojo se encaminó hacia la luz, dando la espalda a los demás, que no vieron el tenue resplandor en sus ojos ni un indicio de sonrisa que parecía querer decir "quizás". Tampoco oyeron las palabras que susurró antes de que su voz se convirtiera en un grito de agonía.
La mañana era fría en la cubierta del Destino, tal vez por adaptarse al ánimo de la tripulación. A una orden de su Sgiobair, los marineros fantasma bajaron al agua uno de los botes, que contenía los cuerpos de Cecil y Jadama Deathlone unidos por un abrazo mortal del que ya no se separarían jamás.
Willibald recitó unas palabras mientras el bote se alejaba y Asari Misaki prendió una flecha y tensó un arco. Zabbai Zainib hizo un gesto de asentimiento en su dirección y el proyectil voló hasta el bote, haciéndolo arder.
– Descansa en paz, viejo amigo –concluyó Willibald.
Se miraron entre ellos. Ya quedaban solo cinco, pensó la reina de Istiria, y no parecía que el Destino fuera a permitirles completar de nuevo la tripulación. No cuando se habían declarado en abierta revolución contra los amos. Tal vez fuera momento de aceptar su fracaso.
En ese momento un relámpago llenó el cielo y un trueno ensordeció el mundo.
Un haz de luz verde inundó el puente y dos figuras se materializaron. Una de ellas le heló el corazón a Zabbai. Un hombre grande y negro con una cicatriz que le cubría la cara. Estaba muy cambiado, pero aun así no había duda. Era John Shaft.
Misaki, en cambio, se mostró más interesada por su acompañante. Un chico joven de ojos verdes y pelo rojo que parecía más sorprendido que ellos por su presencia en el barco.
– ¿Quién eres? –preguntó la Sombra.
– Me... –comenzó él–… me llamo…
Pero le interrumpió un grito cargado de maldiciones marineras.
– ¡Por todos los diablos del fondo del mar! –espetó Tynan– ¿Eres tú de verdad, chico?
– ¿Capitán? –balbuceó este con incertidumbre.
– ¡Ja! ¡Que me aten al casco y me restrieguen por un arrecife de coral si este no es el joven Krieg!
Willibald se llevó una mano al mentón.
– ¿Krieg? ¿Como el joven del diario? –Willibald, como siempre, parecía más entusiasmado que sorprendido– ¿Entonces este chico es…? Muy interesante...
Krieg miró a su alrededor sin comprender nada. Primero ese mago lo había despertado de algún sueño que, al parecer, había durado miles de años, y lo había mandado con el tipo calvo de vuelta al Destino, una nave de la que había sido desterrado para siempre.
Y ahora esa extraña tripulación: la única cara conocida era la del capitán Tynan, al que él mismo había conspirado para matar tiempo atrás, a los demás no los conocía de nada. El hombre que lo miraba, acariciándose la barbilla, como si lo acabara de descubrir en el interior de un baúl, cubierto de oro. Las dos mujeres, una musculosa y que, con sinceridad, daba un poco de miedo y la otra más joven, quizá de su edad, bonita de un modo difícil de descubrir. Del otro era mejor no hablar siquiera, parecía una especie de insecto mecánico, como los habitantes de uno de los mundos que había visitado con su antigua tripulación.
Y, por último, estaba él. Su cara le era rabiosamente familiar, pero no podía fijar de dónde lo conocía. Los demás parecían ignorarlo, como si no fueran capaces de verlo, pero él sonreía, como si acabara de ganar una guerra privada de la que nadie más sabía, y tenía clavado en Krieg su único ojo, que emitía un resplandor verdoso que lo asustaba más de lo que querría reconocer.
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