viernes, 20 de julio de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 48

CAPÍTULO 48 - Elegida
por L. G. Morgan y Gerard P. Cortés

John Shaft seguía ensimismado el periplo del Destino, cada vez más cerca del ansiado desembarco. Se hallaba solo, o casi solo en realidad, porque los espectros que se ocupaban de la navegación en el barco no desaparecían nunca por completo.
          Le traía sin cuidado la conversación que en esos momentos estaba teniendo lugar abajo, aquella ya no era su guerra, no había nada que quisiera o necesitase saber. Había decidido mirar al futuro y, solo la certeza de que estaba al borde de una de las despedidas más amargas de su vida, conseguía restar algo de brillo al espectáculo del cristal y el acero tomando cuerpo en la distancia.
          Se trataba de eso, se dijo, sin ella no estaba completo, ya no. Y bien que había tratado de volverse inmune al dulce veneno que, desde aquella noche pasada en un mugriento motel de mala muerta, corría por su sangre como un virus fatal. Trataba de recordarla como era cuando, con total sangre fría, había despachado a aquellos dos en la misión de New York. O las veces en que la había contemplado ebria de sangre y muerte, al volver victoriosos de los campos de batalla en donde les había tocado bregar. Daba igual, era inútil, a su mente solo acudían una y otra vez las mismas imágenes y sensaciones: su cuerpo cálido y su pelo de fuego, su valor y aquella luz cegadora en sus ojos cuando recordaba Istiria y, con más intensidad aún, a sus hijos perdidos. El olor de su piel, la pasión de sus abrazos… Y entonces un doloroso anhelo crecía en su pecho hasta ahogarle, haciéndole saber que ningún fuego volvería a anidar en él lejos de ella. Era así de claro y había que aceptarlo.
          Pero había elegido. Sería un desgraciado hijo de puta lo que le quedara de vida, sí, pero sería él mismo, nunca más el títere turbio en que le habían convertido los planes de los Amos.

El sonido de unos pasos le devolvió bruscamente a la realidad. No había querido que ninguno de los otros le acompañara en su último desembarco, no soportaba la idea de prolongar el inevitable adiós más de lo estrictamente necesario. Pero ya estaba acostumbrado a que sus compañeros de viaje siguieran sus propios impulsos, por más contrarios que fueran a los propios. Esta vez se trataba de Willibald, que con un último salto enérgico se plantó en ese momento a su lado.
– No pensarías librarte tan fácilmente de nosotros, ¿eh, John? –dijo.
          El policía no pudo evitar sonreír. En realidad, de alguna manera extraña, sabía que los iba a echar de menos a todos ellos. Pero entonces se volvió a contemplar la ciudad, y la bahía, anormalmente quieta y solitaria, y se dijo que hacía bien, que aquello era lo que quería. ¿Por qué sentía entonces aquel escalofrío inesperado, por qué aquella insidiosa desazón, como si algo estuviera mal?
– ¿Sabes que Misaki ha resultado ser un Aurus humano, seguramente el último que queda en los universos? –la voz de Willibald atajó de raíz aquel pensamiento.
          “A quién diablos le importa” –pensó Shaft. Pero respondió en cambio:
– Lo siento por ella, viejo. Siempre me cayó bien esa chica.
          Se quedaron callados, hombro con hombro, mirando al afilado horizonte, inmóvil frente a los vaivenes del barco. ¿Inmóvil? De nuevo la inquietud, la certeza de que algo no marchaba como debiera. Eso era, estaba demasiado… inanimado, absolutamente quieto. Muerto.
– ¿Qué te parece el paisaje, amigo? –preguntó bruscamente-, ¿no echas algo en falta?
          Willibald sopesó su respuesta, mirando con atención aquellos edificios extraños que contemplaba por primera vez y la silueta de los puentes, seguro de que John no hablaba por hablar.
– ¡Maldita sea! –gruñó al fin entre dientes, con todas las alarmas disparadas en su cerebro-, juraría que alguien te la ha vuelto a jugar.

El cuerpo de Asari Misaki estaba a la vez relajado y en guardia, como siempre que meditaba. La más leve brisa le acariciaba el pelo y ese constituía el único movimiento perceptible en ella. Observando su pecho desnudo, Krieg no hubiera sido capaz de decir si respiraba o no.
          Él estaba también desnudo, ambos con las piernas cruzadas, sentados uno frente al otro en la oscuridad. Los Aurus restantes, a excepción del catalejo, yacían entre ellos.
          No había nadie más en la sala, aunque el chico podía sentir la presencia del tuerto pelirrojo al que nadie más parecía ver.
          Con un puñal se abrió la palma de la mano y dibujó, con su sangre, una línea que unía los Aurus unos con otros y con ellos dos. Después recitó unas palabras en una lengua muy antigua y un resplandor verde los envolvió.

La Sombra abrió los ojos de par en par al reconocer el aroma familiar de los cerezos en flor. Estaba en los jardines de la casa ancestral de los Asari y ya no iba desnuda, sino que llevaba el kimono ceremonial del clan.
          El chico que una vez había sido Belfast, Krieg, se llamaba, estaba sentado en una roca, vestido con un kimono de sirviente, tirando piedras al estanque.
– Así que este es el lugar en el que te criaste. Bonito. La casa en la que yo crecí era bastante más pequeña y sórdida, claro que mi madre también era pequeña y sórdida, así que supongo que todo encajaba de algún modo.
– ¿Qué has hecho? –preguntó ella desconcertada– ¿Cómo me has traído aquí? ¿Por qué?
          Krieg se encogió de hombros.
– Has sido tú la que nos ha traído. Bueno, no «traído» en el sentido convencional, nuestros cuerpos siguen en el barco mientras nuestras mentes viajan.
– ¿Qué? Yo no he hecho nada. No tengo esa clase de poder.
– Todavía no, cierto, pero para eso estamos aquí. Tu herencia genética está usando el poder de los Aurus para impulsarte en este viaje, y a mí como tu guía. ¿Dónde iremos? ¿Qué veremos? Eso es cosa tuya. ¿Por qué crees que estamos aquí? ¿A quién quieres ver?
          Misaki estaba a punto de abrir la boca para contestar, cuando una voz infantil llegó desde el otro lado del patio.
– ¡Nekomata!
          Sin decir nada, la Sombra corrió hacia la voz como si la persiguieran los espíritus. Su cuerpo fue capaz de agazaparse tras un arbusto en el último momento sin esperar a la orden de su mente consciente, desconcertada del todo por la imagen que tenía delante.
          Su padre. Su padre, muerto hacía ya tanto tiempo, estaba en el jardín y tenía una niña en brazos. Le contaba historias de los Días Viejos, de cómo los gatos del Clan Asari vencieron a los lobos de Honshu. Le sonreía, le acariciaba el pelo y la llamaba «mi pequeña mariposa».
          Esa niña era ella.
– Una niña preciosa –dijo la voz de Krieg detrás suyo–. ¿Eres tú?
          El chico se acercaba despreocupadamente, sin cubrirse, y ella le hizo señas para que se agachara.
– No te preocupes, no pueden vernos. Estamos desfasados de la corriente temporal. Además, ya te lo he dicho, solo nuestras mentes están aquí.
          Para demostrarlo se acercó al padre y la hija y se sentó en la escalera, junto a ellos. Misaki se acercó también, con cautela. Conocía esa escena a la perfección. Era un momento que había llegado a ser casi sagrado para ella, y temía mancillarlo con su mera presencia.
– Estás destinada a grandes cosas –le decía Asari Tetsuo a su hija–. Mayores que cualquiera de tus antepasados y que yo mismo. Solo espero que el precio no sea demasiado para ti.
          Tal como Misaki recordaba, un criado interrumpió la escena anunciando que había llegado un visitante para el señor del clan. Cuando este se levantó para atenderlo, la Sombra lo siguió, como si por fin hubiera descubierto el motivo para estar allí.
          El invitado, que fumaba en pipa y bebía te, se levantó cuando el señor Asari entró a la habitación. Misaki se sorprendió bastante menos que el propio Krieg al ver ese pelo rojo, esos ojos verdes y esa sonrisa de Oni.
– Tetsuo –dijo Belfast con una reverencia apenas apreciable–. Ha pasado mucho tiempo.
– No sé si ha sido el suficiente –replicó este imitando la reverencia del irlandés.
          Ambos se miraron durante lo que pareció un largo y tenso rato, hasta que estallaron en carcajadas y se abrazaron. Misaki no podía creer lo que estaba viendo. Podía asumir que se conocieran, incluso tenía sentido, pero ¿que su padre y ese demonio fueran amigos? Eso era demasiado.
          Durante un rato charlaron sobre cosas triviales, lo único que le llamó la atención fue cómo su padre seguía llamando Tennessee al hombre que ella conocía como Belfast.
          Al final fue este quién hizo la pregunta directa.
– ¿Cómo está ella? ¿Cómo es?
          Su padre hizo una larga pausa. Sus ojos migraban entre el orgullo y la tristeza.
– Es una niña increíble –contestó por fin–. Lista, curiosa, enérgica… y tan bonita como su madre.
– ¿La estás entrenando?
– Todos los días, desde que tuvo edad para sostenerse en pie. Estará lista, no te preocupes.
– Bien…
          El falso irlandés se levantó con intención de irse, pero en el último momento se detuvo.
– Tetsuo –dijo– fueran cuales fueran las circunstancias en las que nos conocimos, he llegado a contarte entre mis pocos y mejores amigos. Sabes que si hubiera otro modo no te lo pediría, ¿verdad?
          El señor del clan Asari se levantó y se acercó a él.
– En el tiempo que pasé en el Destino visité multitud de mundos muy distintos al mío, mundos en los que el honor y la familia significaban poco o nada –acarició el daisho que reposaba sobre un altar en la pared. Esas espadas habían pasado de padre a hijo desde los Días Viejos y algún día ayudarían a Misaki a cumplir su destino–. Mi mundo no es como esos. Aquí no hay nada más importante que el honor, nada más valioso que la familia.
– Aun así –trató de replicar Belfast–, el precio...
          Tetsuo sonrió profunda y sinceramente.
– Mi hija está destinada a salvar todo lo que existe –dijo–. Mi muerte es un precio pequeño para ello.

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