por Gerard P. Cortés
John Shaft miraba por la cubierta, tratando de no perder de vista el horizonte, casi ansioso por volver a ver a la vieja dama de piedra a la que tanto había echado de menos.
– Supongo que no hay manera de convencerte de que te quedes con nosotros a luchar –dijo la voz de otra dama a la que había echado de menos de modo muy distinto.
– Imagino que la misma de convencerte a ti de que te olvides de todo esto y vengas conmigo –Zabbai no contestó. Se habían estado evitando de un modo casi ridículo desde que él volviera al barco, pero hay cosas que no pueden postergarse para siempre–. ¿Habéis interrogado ya al chico?
– Misaki lo está acompañando ahora mismo al comedor.
– No seáis muy duros con él, ¿vale? No es el Belfast que conocíais. Ya no.
– Lo sé –contestó dubitativa la reina de Istira–. Se parece mucho, a pesar de la edad, pero no desprende la misma aura. Es más… inocente.
– No estoy seguro de que lo haya sido nunca, pero sin duda no es tan culpable como antes.
Zabbai asintió e hizo ademán de darse la vuelta, pero se detuvo.
– John, yo…
– Tranquila –su sonrisa era tan cálida como ella la recordaba–, lo sé. Sé por qué lo hiciste, y no te guardo rencor.
Ella suspiró. Una reina no debería sentirse así, tan débil, tan desprotegida, pero le resultaba imposible evitarlo en ese momento, en especial cuando él la estrechó con sus brazos grandes y oscuros.
– Si cambias de idea, estaré aquí, ¿vale? La vieja dama siempre ha dado la bienvenida a los exiliados.
El policía señaló el horizonte, en el que empezaba a dibujarse la silueta de la estatua de la Libertad.
Krieg estaba sentado en la gran mesa en la que solían sentarse los oficiales del Destino, pero ahora le rodeaban desconocidos que le miraban fijamente. No estaba atado, pero por lo demás era un prisionero. Lo que más raro se le hacía era ver al capitán Tynan tan condenadamente viejo, tan desmejorado por el tiempo y por lo que sea que le trajera de vuelta al mundo de los vivos.
La mujer guerrera entró en la sala y tomó asiento.
– Bien, ya estamos todos –dijo el hombre que se había presentado como Willibald–. Ya puedes empezar a hablar.
– ¿Qué queréis saber? –suspiró el chico.
– Todo. Empieza desde que acabasteis con Tynan y cuéntanos todo lo que sepas de los Amos, del barco y de los Aurus.
– Bueno, lo que vino después fue la Guerra.
– ¿Qué guerra?
– La Guerra de los Aurus. –Hizo una pausa, pero nadie parecía saber de lo que estaba hablando. Quizá los Diarios del Destino nunca recogieron esa historia. El único que parecía saber algo del tema era el inquietante tuerto pelirrojo que estaba de pie al fondo de la sala sin hablar con nadie, como si ninguno de los otros supiera quién era ni por qué estaba allí–. Cuando construimos el motor también construimos el Aurus. Era una esfera perfecta que tenía movimiento planetario, según explicó Tellerman, y condensaba el poder del artefacto dirigiéndolo después adonde nosotros ordenásemos. También detectaba frecuencias y coordenadas, sobre las que el capitán o Dilys Wyn, el segundo oficial, trazaban los rumbos.
Pero cuando hallamos el motor en el pasado, aquel día de Difuntos de 1755, decidimos; bueno, en realidad no yo, las decisiones las tomaban entonces solo los siete que mandaban, yo me limitaba a estar ahí con ellos por ser hijo de mi padre. Se decidió, como decía, fragmentar la esfera y fabricar con ella siete piezas distintas, como una especie de mecanismo de seguridad para que ninguno pudiera alcanzar todo el potencial del Destino sin los demás. Cada uno teníamos uno: mi padre, y luego yo, la esfera, Tellerman el reloj de arena, Arwel, el contramaestre, la hélice, Dilys el disco, y el carpintero Iulius se hizo una brújula que, según decía, le permitiría encontrar lo que más quería. También se podía transformar en otras cosas, creo, así que imagino que deben de ser esas gafas. Nunca las había visto, pero apestan a Aurus.
Sobre la mesa descansaban los tres objetos que habían recuperado en sus viajes, más las gafas que llevaba Jadama Deathlone encima cuando llegó y un reloj de arena que Cecil había dejado para ellos en su camarote, como si fuera consciente de que no iba a poder entregárselo en mano.
– Hay siete en total, así que supongo que el catalejo estará todavía en su sitio.
La mirada de todos se fijó en él, estaban desconcertados. Todos menos el viejo capitán, al que de golpe parecía que le hubieran regalado un saco de oro.
– ¡Ja! ¡Mi catalejo! Chico del demonio, me robaste el catalejo. Ahora lo recuerdo. ¿Dónde está?
Krieg se encogió de hombros.
– Pues supongo que seguirá conectado al motor. Ahí es donde lo dejamos, pues el barco funciona mejor con, al menos, un Aurus acoplado a él.
– Ese motor –habló de nuevo Willibald–, he leído sobre él, pero no he podido encontrarlo por ningún sitio. Ni siquiera aparece en el plano que usé para hallar la biblioteca.
– Nadie lo sabe –contestó Krieg con sinceridad–. En cuanto lo instalamos se perdió por las entrañas del barco, ya habréis visto que las cosas se mueven un poco como quieren por aquí. Sólo Van era capaz de encontrarlo a voluntad, aunque tampoco le servía de mucho sin el resto de Aurus para hacer que alcanzara todo su potencial.
– Jans Van Middelburg –recordó Willibald–. También leí sobre ella. Era la única mujer de la tripulación, y una de los siete que se confabularon para matar al resto. No has mencionado qué Aurus tenía ella.
– No… no lo sabéis… Supongo que eso tampoco quedó registrado en los diarios. Los tiempos en que creamos los Aurus, y en especial lo que vino después, fueron convulsos. Quizá la biblioteca no pudo registrarlo todo. O quizá los demás lo eliminaron cuando ascendieron…
– No has contestado, chico –era la primera vez que el pelirrojo abría la boca, y nadie más parecía escuchar lo que decía–. Cuéntaselo todo. No cometas los mismos errores que yo.
Krieg se dio por vencido, como si por algún motivo fuera incapaz de negarse a hacer lo que decía ese hombre.
– Van –continuó– no tenía ningún Aurus. Van era un Aurus –todos se quedaron boquiabiertos y expectantes, así que siguió hablando–. Nadie sabe muy bien cómo lo hizo, pero en lugar de concentrar el poder en un objeto, fue capaz de hacerlo sobre sí misma. Se convirtió en el Aurus humano. Seguramente el más poderoso de todos.
La chica joven, Misaki, se llamaba, fue la primera en reaccionar.
– ¿Dónde está esa mujer?
– Muerta.
La respuesta general fue de decepción.
– Entonces está todo perdido –dijo la mujer guerrera–. Sin los siete Aurus no podremos abrir la puerta a la dimensión de los Amos y todo esto habrá sido para nada.
– No exactamente. Veréis, Van era... –a Krieg se le iluminó un poco la sonrisa al pensar en ella–. Todos pensaban que era fuerte y estúpida, pero sólo tenían razón en lo primero. Si hubieran llegado a conocerla tan bien como yo, hubieran sabido que era la más lista de todos. Durante la Guerra se convirtió en uno de los objetivos principales del resto, debido a su poder, así que se dedicó a moverse continuamente entre mundos, tiempos y dimensiones.
– ¿También era una hechicera? –preguntó la mujer.
– No. No necesitaba ningún conjuro, era parte de su poder como Aurus. Podía cruzar las aguas que separan los mundos sin navíos, motores ni nada. Incluso podía llevar con ella a quién quisiera. Yo la acompañé durante un tiempo –Krieg paró de hablar el tiempo justo para beber un trago de la botella de ron que el capitán le había dejado delante–. Durante ese periodo siempre hacía lo mismo. Escogía a un hombre y tenía un hijo con él, luego lo dejaba a su cargo y nos íbamos a otra parte. Nunca supe por qué lo hacía hasta que murió.
– ¿Y por qué era? –otra vez la chica vestida de negro. Se acercó un poco más a él. Era preciosa, aunque sus movimientos asustaban un poco, como si pudiera matarlo en el momento en que ella decidiera, sin darle ninguna oportunidad de defenderse.
– Sabía que tarde o temprano la encontrarían, y sabía que su poder sería necesario para detenerlos a ellos cuando llegara el momento. Al convertirse a sí misma en un Aurus, no sólo creció en poder, sino también en conocimiento, y comprendió que lo que habíamos hecho terminaría por destruir por completo la realidad. Trató de advertir al resto, pero en lugar de hacerle caso, intentaron matarla. Lo intentaron durante mucho tiempo, hasta que al final lo consiguieron, así que lo único que Van pudo hacer para asegurarse de que alguien pudiera acabar con ellos, era dejar tanta descendencia como pudiera para que alguno fuera digno de heredar su poder. De ser el nuevo Aurus humano.
– Así que sólo tenemos que encontrar a ese heredero y abrir la puerta –dijo la chica.
Krieg sonrió, al principio tímidamente, como si alguien hubiera contado un chiste que sólo él entendía, después a carcajadas.
– ¿No lo entiendes, verdad? ¿Tan ciega estás ante el brillo que desprendes a mis ojos?
La Sombra lo miró desconcertada y algo molesta. Él meneó la cabeza, sin que se le borrara la sonrisa.
– No necesitas encontrar a nadie, Asari Misaki. Tú eres el Aurus humano.
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