CAPÍTULO 51 – EL PARAÍSO DE LOS PIRATAS
por L.G. Morgan y Gerard P. Cortés
¿Cuál podría
ser el cielo para un pirata?, ¿qué paraíso sería capaz de nacer de la mente de una
tripulación mestiza como la del Destino?
Willibald iba sonriendo para sí pensando en tales
cuestiones, a medida que avanzaban en su camino e iba cobrando forma y relieve
ante ellos la ciudad de Cibola, también llamada Eldorado, una mezcla abigarrada
y grotesca de elementos míticos procedentes de las grandes ciudades sagradas de
la Antigüedad de diversos mundos.
Una mole resplandeciente, encerrada entre murallas, se
levantaba sobre una colina que casi parecía una isla, en mitad del mar de
hierba fragante que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, al estilo de
Avalón o el Monte Olimpo. La mayoría de los edificios brillaban bajo el sol
como si estuvieran hechos de oro. Y con ellos se alternaban cascadas de espuma
blanca y remansos de aguas azules coronados por fuentes de piedra y liquen.
Pequeños bosques húmedos y aves de resplandeciente plumaje. Idílicas nubes de
algodón…
Willibald reconoció de inmediato los misteriosos castillos
de Avalón, justo al lado de las pirámides verdes de jungla del imperio de los
incas. Blancos templos griegos, de elegantes columnas de pórfido y mármol, salpicados
de colosales estatuas de signos diversos. Pero, por encima de todo, algo que
captaba totalmente su atención: la profusión de metales preciosos y joyas de
todo tipo derrochados en cuanto podía verse. Techos de rubí y zafiro, paredes
de plata y lapislázuli, calzadas de bronce batido y ornamentadas orillas. Aquí
y allá el derroche y el mal gusto más extremo sentaban sus reales, y la mezcla
y variedad de elementos imposibles aturdían los sentidos hasta hacer sentir un
empacho sensorial como no hubiera creído posible. Era algo así como encontrar
plasmado en la realidad el compendio de miles de años de mitos y de leyendas,
sumadas y restadas sin criterio o lógica algunos.
La puerta más monumental que se pudiera concebir se abría
en la muralla hacia el este. No había guardias, cerraduras ni cerrojos. Los
Amos se sabían invulnerables, fuera del alcance de cualquier invasión.
Traspasaron
el umbral en silencio, con la solemnidad consciente de quien está cruzando una
puerta legendaria. Al otro lado la cosa cambiaba bastante, el brillo y el
oropel perdían fuerza, al lado de las riadas de basuras, desperdicios y muebles
rotos que infestaban las calles y moradas. De tanto en tanto había tugurios nauseabundos
de los que salían individuos de dudosa catadura, hombres que parecían demonios
y mujeres que parecían rameras de la peor calaña. Les miraban con ojos vacíos
–Eh, John
–exclamó el viejo Belfast, encendiéndose un cigarrillo–, parece que después de
todo el Cielo no es tan diferente del Infierno.
John Shaft
le entendía perfectamente porque sentía lo mismo, esa aguda repulsión y ese
mismo desencanto. Todo era fachada, dorado cartón piedra lleno de gusanos en su
interior. Tan decadente como el mundo en el que habían estado hacía bien poco
el irlandés y él, hablando con un viejo de salvar el cosmos. No creía que allí,
sin embargo, fueran a encontrar a nadie preocupándose por nada, mucho menos por
el destino de otros.
–No son
nada –la voz de Misaki sonaba dubitativa, como si estuviera hablando consigo
misma y no con los demás–. No están aquí, no existen. Caras y cuerpos sin
verdadera sustancia detrás. Puedo sentirlo.
Belfast
asintió.
–Es
lógico. Solo los Amos pisaron este lugar antes que nosotros. Esta gente no son
sino marionetas en su teatro –dio una larga calada y tiró la colilla de su
cigarro al suelo–. Attrezzo para su ciudad ideal.
–Entonces
–dijo Zabbai– debemos asumir que ya saben que estamos aquí.
–No
–contestó el pelirrojo–, sus ojos son los de ellos, sí, pero los Amos están
lejos de ser omnipotentes. Además, en el momento que nos detecten, nos daremos
cuenta por las espadas que tratarán de rebanarnos la cabeza. Aun así, la
discreción es nuestra mejor opción, por el momento.
El
irlandés murmuró unas palabras y unas capas con capucha
parecidas a las de Shaft los cubrieron a él mismo y al resto de sus compañeros.
–No es muy
elegante, pero bastará de momento.
Se
internaron más en la ciudad, la mezcla de suntuosa arquitectura y escoria
portuaria se hacía más evidente a cada calle que cruzaban.
Misaki se
detuvo en seco.
–Están
aquí.
Los demás
alzaron la vista al unísono, hacia la torre que se elevaba hasta perderse entre
las nubes.
–Joder
–masculló Shaft– otra vez, no…
–¿Cómo
entramos? –preguntó el hombre-máquina.
Zabbai
Zainib desenvainó su espada.
–Por la
puerta principal.
Asari
Misaki mostró una leve sonrisa de aprobación y se llevó la mano a la katana.
Belfast la detuvo.
–Nosotros
no. Tenemos algo más importante que hacer.
En ese
momento, la espada de la reina de Istiria se acercó al cuello del irlandés a
toda velocidad, deteniéndose a escasos milímetros de su piel.
–Basta de
mentiras, demonio. Basta de secretos. Si crees que puedes dejarnos en la
estacada y…
–Dice la
verdad, Zabbai –la interrumpió Shaft.
La mujer
guerrera bajó la espada lentamente. Confiaba casi ciegamente en el policía,
pero aun así, se trataba de Belfast. No podías creer una palabra de ese
demonio.
–No más
mentiras –dijo éste como si le leyera el
pensamiento–. No más secretos. Pero si no dejas que haga lo que debo, tampoco
habrá más existencia de la que preocuparse. Misaki, te necesito conmigo.
La Sombra
asintió, dubitativa pero a la vez con decisión, como si una parte de ella le
dijera que eso era lo correcto, aunque su mente y sus entrañas le dijeran otra
cosa. Krieg dio un paso adelante.
–Si va
ella, yo también.
Belfast
asintió.
–Y yo –susurró
la voz de Tynan–. Yo… también voy…
–¡Ni
hablar! No te quiero conmigo, viejo. No me fío de ti.
–¿Tú no te
fías? ¡¿Y quién me traicionó y me dejó en una isla para morir, maldito mocoso?!
Aunque el
capitán hablaba con Belfast, fue Krieg el que se sonrojó. Para él el recuerdo
estaba cercano.
–Mira
–continuó, más calmado–, creo que sé lo que tienes que hacer, y te será más
fácil con mi ayuda. Además… tengo tanta culpa como tú en todo esto… más, de
hecho… mucha más…
–Está bien
–dijo al fin el falso irlandés–. Ven con nosotros si quieres.
–Eh,
chicos –la voz de John Shaft sonaba más resignada que alterada–, no es que
quiera interrumpir el momento dramático, pero quizá no deberíais haber empezado
a discutir a gritos en mitad de la calle.
Los
piratas, putas y el resto de escoria portuaria que decoraba la ciudad se había
congregado a su alrededor con los ojos fijos en ellos y las espadas en las
manos.
Belfast
sonrió y, de nuevo, un destello verde iluminó sus ojos mientras desenfundaba
sus dos Desert Eagle.
–Parece
que vamos a tener que hacerlo por las malas.
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