por L. G. Morgan
— Serán malditas marionetas –gruñó Zabbai Zainib, repartiendo fieros sablazos a su alrededor–, pero luchan como hombres bien entrenados.
— Pues podían morirse como ellos –respondió Shaft junto a ella, arrojando con rabia al suelo su Magnum 44, tras haber disparado inútilmente a un marinero que se le venía encima. Agarró en cambio un tablón que encontró en el suelo y descargó un golpe brutal sobre el cráneo de su oponente–. A ver con esto –masculló, jadeando por el esfuerzo.
A los demás no les iba mejor. Pero Misaki acababa de dar con la clave, había empezado a dirigir los golpes de su katana premeditadamente contra los miembros del enemigo, talando brazos, piernas y cabezas como único recurso, al comprender que los autómatas controlados por los amos no eran humanos ni tenían los puntos vitales de estos. No estaban realmente vivos, así que, como había señalado Shaft, no podían morir. Pero sin manos para sostener las armas, se volvían inofensivos como peleles.
— Mierda, chico –bramó Tynan desde la retaguardia, corriendo en auxilio de Krieg–, atrás. Esos dos te van a hacer picadillo.
Tomad acero –les desafió entre sonoras carcajadas, mientras se ocupaba de uno de ellos para dar a Krieg oportunidad de librarse del otro.
— Detrás de ti, John –esta vez era Willibald quien gritaba, sin poder dar un paso en su ayuda, cercado como estaba por tres fulanas desgreñadas que empuñaban largos cuchillos de hojas roñosas. Siguió forcejeando entre maldiciones.
— Gracias, compañero, te debo una –el policía se había girado como un relámpago, talando de cuajo el cuello de su sigiloso asaltante–. Y otro más, ¿es que no se acaban nunca?
— Todo acaba –contestó crípticamente Böortryp.
Los apéndices mecánicos que le servían de brazos acababan habitualmente en una especie de pinzas, con algo como el pulgar opuesto al resto. Pero ahora, con un repentino y siseante sonido que acompañaba la completa rotación de esas zarpas, se convirtieron en sendos instrumentos cortantes, que empezaron a decapitar a sus presas a velocidad de vértigo, y a destrozar sus cuerpos seccionándolos por las articulaciones. Pronto logró abrirse paso en auxilio de sus camaradas en peligro.
— ¡Puaaagh!, menos mal que al menos no hay sangre –exclamó Belfast dedicándole una sonrisa sardónica–, porque lo que es el sonido es repugnante del todo.
Shaft reaccionó a su voz y, asaltado por la urgencia, le gritó:
— Marchaos ahora que Böortryp los tiene entretenidos, tenéis que cumplir lo pactado. Y tened cuidado, por Dios –los exhortó–, os queremos de vuelta pronto. Aunque me da a mí que ese asunto vuestro va a ser aún peor que esto.
Belfast y Tynan intercambiaron una mirada de acuerdo y luego el primero respondió, con un aplomo que estaba lejos de sentir:
— No te preocupes, no hemos llegado hasta aquí para dejar que acaben con nosotros a las primeras de cambio. Cuando todo termine… bueno –rectificó–, si todo termina volveremos a encontrarnos aquí. Hasta entonces –terminó, llevándose un par de dedos a la ceja derecha, en un remedo burlón de saludo militar–, no dejéis que os maten.
Misaki, Tynan, Belfast y el muchacho se marcharon como alma que lleva el diablo, en la dirección que decidió la Sombra. Llevaban consigo todos los Aurus, que habían tenido buen cuidado de arrancar del Destino antes del desembarco, menos uno.
Mientras, Böortryp, convertido él mismo en una especie de sierra mecánica, conseguía acabar con la mayor parte de sus adversarios, que terminaron arrojados como despojos a sus pies, agitándose entre inarticuladas convulsiones. Del resto dieron cuenta Zabbai, Willibald y John Shaft, hasta que el paso a la torre quedó franco.
Una vez más, esperaban que la última, les aguardaba un paso, una frontera, otro incógnito umbral que les llevaba a adentrarse en un mundo desconocido, exigiéndoles toda la determinación que les había llevado hasta allí.
— Serán malditas marionetas –gruñó Zabbai Zainib, repartiendo fieros sablazos a su alrededor–, pero luchan como hombres bien entrenados.
— Pues podían morirse como ellos –respondió Shaft junto a ella, arrojando con rabia al suelo su Magnum 44, tras haber disparado inútilmente a un marinero que se le venía encima. Agarró en cambio un tablón que encontró en el suelo y descargó un golpe brutal sobre el cráneo de su oponente–. A ver con esto –masculló, jadeando por el esfuerzo.
A los demás no les iba mejor. Pero Misaki acababa de dar con la clave, había empezado a dirigir los golpes de su katana premeditadamente contra los miembros del enemigo, talando brazos, piernas y cabezas como único recurso, al comprender que los autómatas controlados por los amos no eran humanos ni tenían los puntos vitales de estos. No estaban realmente vivos, así que, como había señalado Shaft, no podían morir. Pero sin manos para sostener las armas, se volvían inofensivos como peleles.
— Mierda, chico –bramó Tynan desde la retaguardia, corriendo en auxilio de Krieg–, atrás. Esos dos te van a hacer picadillo.
Tomad acero –les desafió entre sonoras carcajadas, mientras se ocupaba de uno de ellos para dar a Krieg oportunidad de librarse del otro.
— Detrás de ti, John –esta vez era Willibald quien gritaba, sin poder dar un paso en su ayuda, cercado como estaba por tres fulanas desgreñadas que empuñaban largos cuchillos de hojas roñosas. Siguió forcejeando entre maldiciones.
— Gracias, compañero, te debo una –el policía se había girado como un relámpago, talando de cuajo el cuello de su sigiloso asaltante–. Y otro más, ¿es que no se acaban nunca?
— Todo acaba –contestó crípticamente Böortryp.
Los apéndices mecánicos que le servían de brazos acababan habitualmente en una especie de pinzas, con algo como el pulgar opuesto al resto. Pero ahora, con un repentino y siseante sonido que acompañaba la completa rotación de esas zarpas, se convirtieron en sendos instrumentos cortantes, que empezaron a decapitar a sus presas a velocidad de vértigo, y a destrozar sus cuerpos seccionándolos por las articulaciones. Pronto logró abrirse paso en auxilio de sus camaradas en peligro.
— ¡Puaaagh!, menos mal que al menos no hay sangre –exclamó Belfast dedicándole una sonrisa sardónica–, porque lo que es el sonido es repugnante del todo.
Shaft reaccionó a su voz y, asaltado por la urgencia, le gritó:
— Marchaos ahora que Böortryp los tiene entretenidos, tenéis que cumplir lo pactado. Y tened cuidado, por Dios –los exhortó–, os queremos de vuelta pronto. Aunque me da a mí que ese asunto vuestro va a ser aún peor que esto.
Belfast y Tynan intercambiaron una mirada de acuerdo y luego el primero respondió, con un aplomo que estaba lejos de sentir:
— No te preocupes, no hemos llegado hasta aquí para dejar que acaben con nosotros a las primeras de cambio. Cuando todo termine… bueno –rectificó–, si todo termina volveremos a encontrarnos aquí. Hasta entonces –terminó, llevándose un par de dedos a la ceja derecha, en un remedo burlón de saludo militar–, no dejéis que os maten.
Misaki, Tynan, Belfast y el muchacho se marcharon como alma que lleva el diablo, en la dirección que decidió la Sombra. Llevaban consigo todos los Aurus, que habían tenido buen cuidado de arrancar del Destino antes del desembarco, menos uno.
Mientras, Böortryp, convertido él mismo en una especie de sierra mecánica, conseguía acabar con la mayor parte de sus adversarios, que terminaron arrojados como despojos a sus pies, agitándose entre inarticuladas convulsiones. Del resto dieron cuenta Zabbai, Willibald y John Shaft, hasta que el paso a la torre quedó franco.
Una vez más, esperaban que la última, les aguardaba un paso, una frontera, otro incógnito umbral que les llevaba a adentrarse en un mundo desconocido, exigiéndoles toda la determinación que les había llevado hasta allí.
— Nostalgia, supongo –explicó Willibald ante la nariz arrugada de los demás–. La luz no es ningún problema para ellos, pero no es el único detalle de su pasado que han querido conservar. Desde que hemos penetrado en esta dimensión lo vengo observando, los Amos se rodean de cuanto les es familiar, de su mundo anterior o incluso de sus sueños.
Se encontraban en una sala hexagonal enorme, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos que representaban escenas del mar, reales o mitológicas. La luz oscilante creaba la curiosa sensación de que aquello era de verdad, que tenía movimiento y cambiaba con el aire y el influjo de la marea.
En el centro exacto de la sala arrancaba una escalera dorada que se retorcía sobre sí misma para perderse al menos un par de metros más arriba, en el techo. Era algo así como el tronco retorcido de un árbol añoso que alguien hubiera plantado tiempo atrás.
Treparon por ella hasta desembocar en otra sala igual, cerrada por una cúpula grandiosa y lejana, calada de ventanas.
Y allí estaban los Amos, o más bien lo que quedaba de ellos.
Los cuatro camaradas del Destino los miraron con fijeza. Era sobrecogedor e irreal a un tiempo ver por fin, en persona, en carne y hueso, a aquellos seres legendarios que habían gobernado sus vidas y protagonizado sus más cruentas pesadillas, durante más tiempo del que se atrevían a recordar. El aspecto de los tres, los últimos supervivientes de la primera tripulación rebelde de la goleta, era completamente estrambótico. Sus vestimentas, sus gestos, e incluso su entonación o sus palabras, resultaban una mezcla nunca vista de excentricidades varias.
Lo primero que saltaba a la vista es que ninguno de ellos estaba en sus cabales. El poder, la soledad, las luchas internas… ¿quién sabía? Tal vez fuera un poco de todo ello lo que les había despojado de cualquier vestigio de humanidad y de cordura.
— Os esperábamos. Sed bienvenidos –pronunció con solemnidad uno de ellos, puesto en pie delante del abigarrado y alto trono que parecía corresponderle.
En la estancia había cinco en total de estos esperpénticos sitiales, aunque solo tres de ellos tenían dueño a esas alturas.
Por las descripciones de Tynan y Krieg comprendieron enseguida que aquel hombre tenía que ser Dilys Wyn, el Segundo Oficial del Destino. Llevaba el cráneo afeitado y vestía una larga túnica con reminiscencias orientales, recamada de oro y zafiros del tamaño de huevos de codorniz. Un aro extravagante ceñía su frente. Bajo él, los ojos malignos perfilados con kohl les observaban con una chispa de diversión. El rictus de su boca, en cambio, era amargo y hosco y parecía desmentir sus palabras.
— Pues tenéis una extraña forma de demostrarlo –replicó entonces Zabbai Zainib con ironía-, tengo que deciros que el comité de bienvenida que habéis enviado no ha sido hospitalario en absoluto. Deberíais rodearos de mejor servidumbre.
— Oh, las viejas costumbres nunca mueren –dijo entre carcajadas un caricaturesco Iulius Mervyn, tan gordo que apenas cabía en la silla en la que estaba incrustado. Iba tocado con una peluca, empolvada y llena de rizos, y vestido con prendas que habían conocido tiempos mejores. Algo parecido a una camisa de dormir, deshilachada y mugrienta, sobre la que se apolillaban pieles pardas cuyo lustre había desaparecido sin duda a la par que el de la astrosa camisa–. Debemos confesar una excesiva afición por las espadas y cuchillos, ¿no es verdad, mis amigos? –se volvió a sus compañeros.
Era el turno de contestar del contramaestre, Arwel Rogers.
— Creo que es una afición compartida con nuestros huéspedes. Confiábamos en haceros pasar un buen rato, así es, pero nada lo bastante peligroso para haceros desistir de nuestro encuentro.
Su voz era meliflua y su aspecto más cuidado y normal que el de sus compañeros, con su cabello y barba bien cortados, entreverados de canas plateadas. Y su atuendo, excesivo, sí, pero alejado por completo del delirio del de los otros. No obstante a Zabbai le pareció sin duda el más peligroso de los tres.
— ¿Y los otros? –preguntó entonces Dilys, haciendo su mueca de desagrado más pronunciada–. Siempre habéis sido siete, como lo fuimos nosotros…
— Querrás decir –interrumpió Willibald con sarcasmo–, como fuisteis antes de las traiciones y los asesinatos.
— No hay por qué ser tan duros, muchachos –medió Iulius, fingiéndose dolorido y contrito–. Son cosas que pasan. Éramos jóvenes, impulsivos, y tuvimos un poder y riquezas a nuestro alcance como no hubierais podido imaginar. El sgiobair nos gobernaba con puño de hierro. Fue él quien nos obligó a eliminar a los otros, los marineros. Se volvió cada vez más tiránico, más ambicioso, fue mera supervivencia acabar con él, solo porque…
— Ahorradme vuestros patéticos lloros –escupió Zabbai con patente desprecio-, dejadme que guarde mi compasión para vuestras víctimas.
— No sabes nada, mujer –gritó Dilys, colérico, dando un paso en su dirección. Shaft se acercó instintivamente a ella, presto a defenderla si hacía falta–. ¿Quién eres tú para juzgarnos?
— Tranquilidad, amigo mío –intervino Arwel, en su conciliadora actitud de costumbre–. Nuestros huéspedes creen conocer todos los datos y no es así, ¿verdad que no? Oh, pero volvamos un momento atrás, no habéis respondido a nuestra pregunta. ¿Dónde está el viejo loco?, ¿y dónde están los demás? Siempre hemos podido saber cuándo el barco está completo y quién navega bajo su pabellón, ya lo sabéis. Así que, sed buenos chicos y hablad. Podríamos obligaros –añadió con tono peligrosamente suave y una sonrisa siniestra–. ¿Por qué llegar a esos extremos?
— Hacen guardia abajo –respondió Böortryp enseguida. Se le había pegado una porción de humanidad mayor de lo que pensaba, y podía reaccionar al engaño con el engaño sin un pestañeo de vacilación-. Por si os sintierais tentados a huir.
Un coro de carcajadas acogió su deliberada bravata.
— Muy bueno, amigo mecánico –respondió Arwel Rogers en nombre de todos–, creo que me ofendería si no fuera algo tan ridículo. No sabía que los tuyos tuvieran sentido del humor.
— ¿Los míos? –preguntó Böortryp–, ¿acaso conoces mi mundo?
— Oh, conocemos bastante de los que son como tú. O al menos de sus prototipos.
— ¿Qué quieres decir con lo de “prototipos”? Explícate.
— Bueno, no tendría por qué –dijo Arwel con malignidad–, pero supongo que ya no importa. Verás, la dimensión donde construimos el motor y los Aurus, el que habríamos de mandar al pasado para comenzar todo… Bien, ese mundo estaba poblado por un puñado de humanos y máquinas, muchas máquinas. Los primeros estaban medio muertos, habían ido degradándose con el paso del tiempo, disminuyendo sus funciones, perdiendo la utilidad de sus órganos. Ni siquiera podían reproducirse. Podríamos decir sin exagerar un ápice que estaban condenados a la extinción. Y habían construido sus máquinas para que vivieran por ellos, para que les ayudaran en todo aquello que no podían hacer por sí mismos. Dependían de esos montones de chatarra como niños de teta. Y al saberlo, los querían tener bien sujetos y sometidos, no fueran a aprovecharse de su situación. ¡Idiotas!, como si las máquinas fueran a evolucionar por sí mismas y traicionar sus programas. En fin –sonrió con crueldad–, a nosotros todo aquello no nos incumbía, simplemente tenían la técnica que nos hacía falta y los materiales para lograrlo. Hicimos lo nuestro y luego nos marchamos de allí sin meternos en más líos. Pero fuimos testigos de lo que pasaba, eso sí. Los robots más complejos estaban organizados y habían sido diseñados con una gran autonomía, para poder cumplir los deseos de sus dueños. Empezaron a concebir un plan: ellos no podían ir en contra de su “naturaleza”, por decirlo de algún modo –se rió del juego de palabras–. Pero podían construir otros seres, artificiales como ellos pero con componentes biológicos, a su entera voluntad. Máquinas puras creadas por otras máquinas, sin interferencia de ninguna voluntad humana. Eficientes, racionales, y con propósitos autodirigidos. En definitiva, máquinas que pudieran elegir, con libre albedrío, como si dijéramos. Y empezaron los primeros prototipos, para poblar con ellos un sistema lejano que habían elegido entre otros miles más.
Cuando el Destino partió de aquel sitio empezaban a tener éxito, y recuerdo que me pregunté, sin demasiado interés, eso es cierto, en qué acabaría todo aquello y hasta dónde o cuándo serían capaces de llegar.
Böortryp guardó silencio, replegado sobre sí mismo; por un momento demasiado afectado por lo que acababa de escuchar. He ahí la respuesta a sus preguntas, las mismas que ya no creía ver resueltas nunca. Pero, qué había sido de quienes les crearon, las máquinas precursoras, seguía siendo un misterio. Realmente no importaba, cualquier análisis lógico llevaba a una única conclusión posible: tras lograr su objetivo habrían programado su propio fin, ellos no tenían la necesidad de perdurar de las personas. Solo importaba cumplir las funciones para las que habían sido creados. Esa era la “realización” de las máquinas. Böortryp se reconocía en cambio mucho más humano de lo que le gustaría admitir. Aunque, quién podría decirlo por su aspecto.
Sin embargo, seguía siendo acuciante la otra cuestión: cómo detener la destrucción de su planeta. Pero suponía que era esa una materia común con sus compañeros, todos los mundos se hallaban condenados si no lograban desandar el camino creado por aquellos monstruos.
— Bien, si te das por satisfecho –continuó Arwel con sus pesquisas–, volvamos al asunto de vuestros compañeros. Sabemos que no mentís porque podemos detectar el poder de los Aurus cerca –al decirlo se volvió hacia los otros dos, que asintieron imperceptiblemente–. Supongo que la verdad es que los tres que faltan aguardan con ellos… fuera de nuestro alcance.
— Así es –asintió Willibald con serenidad.
— Estúpidos mamarrachos –se rió Iulius desde su trono, con sus carnes agitadas por el regocijo-. Como si pudierais manteneros a salvo en ningún sitio.
Hizo un gesto con su mano… y el mundo se disolvió en el caos. El suelo desapareció bajo sus pies para ser sustituido por una pesadilla de escaleras, tuberías y tambaleantes pasarelas, dispuestas en todas las direcciones posibles del espacio.
Zabbai Zainib solo tuvo tiempo de agarrarse a una de las sogas que se anclaban en una columna. Se quedó balanceándose hasta encontrar apoyo en un saliente capitel con forma de papiro. Shaft quedó en precario equilibrio sobre un puente roto, y Willibald, mejor parado, se encontró bien asentado sobre los peldaños de una retorcida escalera de caracol. En cuanto a Böortryp, se precipitó al vacío, y solo la fuerza de sus brazos inorgánicos le salvaron del abismo, deteniendo su caída al fundirse en un instante con el hierro de las vigas que surcaban el aire.
Aún sin recobrarse de su aturdimiento, escucharon la cruel voz de Iulius, que anunciaba con deleite:
— Empieza el juego.
— Lo cierto es que sí querían que viniéramos, después de todo –afirmó Willibald, comprendiendo de pronto–. ¡Somos su público!
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