viernes, 5 de octubre de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 55


CAPÍTULO 55 - Grabado en piedra
por Gerard P. Cortés
La nave central era inmensa como la misma pirámide, cosa que no tenía mucho sentido teniendo en cuenta que habían transcurrido horas mientras recorrían pasillos plagados de trampas. Los años pasados en el Destino, viendo cómo las cosas cambiaban de lugar y se agrandaban y empequeñecían aparentemente a su propio antojo, hizo que Krieg descartara el pensamiento y lo aceptara como cualquier otra cosa inexplicable más entre una larga serie de cosas inexplicables.
       En el suelo había baldosas de oro puro mezcladas con las de mármol, formando algo parecido a una estrella de cinco puntas. En el ángulo de cada una de ellas había una abertura excavada, con unas formas que había llegado a conocer bien.
– Supongo que aquí irán los Aurus que hemos traído –murmuró, casi más para sí mismo que para los demás. Aun así, Misaki asintió con la cabeza y Belfast gruñó algo. Sólo Tynan parecía desconcertado.
– Pero si nosotros fabricamos esos trastos, ¿cómo diablos van a encajar en esa cosa que lleva ahí millones de años?
– Los Aurus siempre han existido –contestó simplemente Misaki.
– Así es –dijo Belfast mientras recorría el borde de las baldosas doradas–. Nosotros los construimos y les dimos forma, sí, pero era la forma que siempre habían estado destinados a tener. Todo lo que hemos hecho, todo, nos ha traído hasta aquí. Siempre hemos estado destinados a venir aquí.
       El viejo capitán solo pudo emitir un gruñido a modo de respuesta. De algún modo sabía que lo que decía el pelirrojo era verdad, al igual que lo sabían todos. El daño que hicieron al universo estaba escrito desde el principio, igual que el modo de repararlo. Todo. ¿Pero por qué?
       Un chasquido sacó a Krieg de su ensimismamiento. Era Belfast, colocando el primero de los Aurus, su esfera, en la ranura que le correspondía. Tynan le siguió al poco con el catalejo. Luego colocaron la brújula y, en la esquina superior, el reloj de arena. Sin mediar palabra, Asari Misaki se desnudó y se colocó en el centro de la estrella. Krieg tragó saliva. No era la primera vez que la veía desnuda, pues así había estado durante la meditación que los llevó de viaje por el linaje de Aurus humano, pero aún así no era capaz de mostrarse indiferente ante ese cuerpo de talladas curvas y piel delicada.
       El tal Belfast le sonrió con sorna, como sabiendo exactamente lo que le pasaba por la cabeza.
       Esperaron unos segundos que parecieron horas, unos minutos que parecieron días y años y vidas enteras, hasta que un rayo de luz entró por el punto más alto de la pirámide e iluminó a Misaki. Los otros debían haber cumplido con su tarea y colocado la hélice en su lugar. Todo estaba listo, los Aurus desplegados y ella en el centro de todo, como siempre había estado y siempre tenía que estar.

La Sombra, que ahora brillaba con luz resplandeciente abrió los ojos de par en par. Eran blancos. Sin rastro de iris ni pupilas. Sus labios formaban palabras que, de haber existido alguna vez, se habían perdido en los albores de los tiempos. El aire comenzó a vibrar a su alrededor, con imágenes del pasado, el presente y el futuro. Belfast sacó un cuchillo sin dejar de observar las apariciones; el arma era, según le había contado a Krieg, el bisturí mágico de un antiguo compañero de tripulación llamado Cecil Deathlone. Uno de los pocos hombres a los que el falso irlandés había respetado lo suficiente para llamar amigo.
       Como un rayo, el pelirrojo saltó sobre una de las imágenes y clavó el cuchillo en ella. El resto de escenas desaparecieron a medida que la hoja rasgaba la realidad escogida hasta hacer la abertura suficientemente grande para que pudieran pasar dos personas.
       Al otro lado del tejido rasgado se veía la costa de Portugal agitada por el terremoto de 1755. El mar furioso se lanzaba contra la orilla como si quisiera ayudar a la ciudad de Lisboa a hundirse para siempre y, a lo lejos, en el punto en que el horizonte se torna cielo, la silueta de una embarcación maldita llamada Destino.
– Esta es nuestra parada, Capitán –dijo el falso irlandés justo antes de girarse hacia Misaki–. Ella es tu responsabilidad ahora, chico –su sonrisa cuando miró a Krieg era más cálida de lo que hubiera creído posible en un hombre así–. Cuídala siempre y hazla feliz. Se lo merece.
       Y sin decir nada más, caminó hacia la brecha de realidades junto a su viejo capitán. La brecha se cerró tras ellos y Misaki se desmayó con un gemido de agotamiento.

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