viernes, 28 de septiembre de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 54

CAPÍTULO 54 – Adivina quién morirá esta noche
por L. G. Morgan

— ¿Es eso cierto? –gritó Zabbai sin acabar de creerlo–. ¿Puede ser alguien tan ególatra para conjurar a la muerte con tal de que haya alguien que lo contemple? —¿Qué creéis –rugió, dirigiéndose a los Amos–, que os concederemos vuestro instante de gloria, que tendréis un fin honorable? ¡Malnacidos! –escupió con desprecio–, nuestra cólera no conoce límites, pues es la cólera de las víctimas.
— Pero eso a ellos no les conmueve mucho, ¿verdad? –respondió John Shaft con engañosa suavidad–. Verás, nena, lo cierto es que están seguros de que no pueden morir. No, Zabbai, ellos no nos temen. Creen que no somos oponentes de su talla, nadie lo es. Llevan demasiado tiempo siendo dioses en su paraíso inventado, demasiados siglos ejerciendo un poder sin límites sobre el destino y sus siervos.
— Cierto –apoyó Willibald, ocupado en quién sabía qué extraños manejos a su espalda–. Y, ¿de qué sirve el poder si no hay sobre quién ejercerlo, o las riquezas, si nadie las contempla? Por eso buscan testigos de su gloria. Y como podéis ver, no hay ningún otro idiota aparte de nosotros que esté dispuesto a desempeñar el papel. No es que aquí abunden las visitas.
— Qué lástima –dijo Zabbai–. Nunca he sabido ceñirme a mi papel.
       De un salto salvaje pasó a una escala cercana, que parecía mantenerse milagrosamente inmóvil. Y de allí, trepando por una viga torcida, hasta delante de las mismísimas narices de Dylis, el de la larga túnica. Desenvainó la espada y se lanzó a por él. El hombre tuvo un momento de incredulidad, no parecía acabar de creerse la audacia implícita en la reacción de la istiria. Pero aún a tiempo, alzó su mano con la palma abierta y proyectó a la mujer hacia delante con inmensa fuerza. Zabbai se vio despedida contra un trozo de pared, chocó dolorosamente con ella y cayó al suelo de acero. Sacudió la cabeza, se levantó con determinación y caminó otra vez hacia Dylis, con sus ojos centelleantes clavados en los suyos. Un nuevo movimiento del viejo hizo que en esta ocasión se estrellara brutalmente contra el muro del lado contrario. Volvió a levantarse con acentuada dificultad, sangrando por la nariz y los oídos, y avanzó una vez más hacia el viejo.
       John Shaft trató de detenerla:
— No, por favor… –solo atinó a decir. Una mirada de ella le hizo callar de inmediato. Sabía lo que significaba: tenía que guardarse sus preocupaciones para sí mismo. Vale, asumió a regañadientes, ni él ni nadie podían decirle a ella cuánto dolor podía soportar y hasta dónde. Tendría que confiar en que supiera lo que estaba haciendo.
       Dylis levantó su diestra con intención de infligir un nuevo ataque. Pero Zabbai Zainib, reina de Istiria, había calculado bien el juego. Se irguió en toda su majestad, orgullosa y terrible, y empezó a salmodiar en su lengua, moviéndose sinuosa ante los ojos repentinamente alerta de su oponente. El ejercicio de su poder le había debilitado, tal como había previsto la istiria, y el hechizo al que esta le sometía no hacía sino agravar la situación.
— Las Sombras anidan en todos nosotros –advirtió ella con delectación–. Yo las llamo y ellas responden a mi voz, se agitan en mi interior y me dictan lo que he de hacer.
       Según pronunciaba estas últimas palabras abrió la boca como si estuviera a punto de gritar, y de su boca salieron hilachas negras que se enroscaban en el aire, aumentaban de tamaño y cobraban cuerpo. Veloces como la luz las sombras se apoderaron de Dylis. Ciñeron su cuerpo y su rostro, se metieron por sus ojos, su nariz, sus oídos… El hombre soltó un aullido prolongado que retumbó en el vacío de la torre. Trató de zafarse de aquello, se arañó la piel de la cara y los brazos hasta hacerla sangrar, se arrancó la ropa y laceró su pecho, se arrojó al suelo y, loco de dolor, se arrastró hasta el borde y se precipitó por la abismal abertura.
— Hemos aprendido mucho desde que os ocupasteis de nosotros por última vez –se rió Zabbai a carcajadas–. Quizá no debisteis dejar de vigilarnos antes de tiempo.
       Luego se volvió al sonriente Iulius, que ya no sonreía tanto.
— ¿Te gusta más el juego ahora? A mí sí, me resulta mucho más… estimulante.
       Al mismo tiempo que se lanzaba a por él, unos cuantos metros por encima suyo, Willibald, que por fin había acabado su misteriosa tarea, pareció gravitar en el aire y ascender como un proyectil hacia Arwel, el antiguo contramaestre del Destino. Shaft comprendió al punto lo que estaba ocurriendo, Willibald había activado el único Aurus que habían llevado consigo, la hélice que él mismo y el viejo Tynan rescataron del Wasa. Con el poder del Aurus, el de Suth Seaxa se convirtió en una bomba lanzada contra el hombre. Impactó contra él y ambos cayeron al vacío.
       En vista de que Willibald había escogido objetivo, John Shaft acudió junto a Zabbai, que tenía acorralado a Iulius en el único espacio que había permanecido intacto, el salón del trono.
     Mientras, Böortryp entraba en acción. Había logrado deshacer la soldadura que lo ligaba a las vigas de la torre. De unos cuantos saltos descendió hasta el suelo del recinto, donde Dylis trataba por todos los medios de recomponerse. Böortryp le cayó encima con la fuerza de diez toneladas de acero. Ni siquiera un dios podría escapar a esa muerte, pensó no sin acusada ironía el biónico, que empezaba a temer haber incorporado más elementos humanos de los deseables.
       Shaft y Zabbai, por su parte, habían acabado con Iulius. Pese a sus bravatas, había resultado el más tierno de los compinches. Al final había gritado y suplicado por su mezquina existencia con tanto ardor que Zabbai había acabado por perder la paciencia.
— Oh, ¡haz algo para que se calle de una vez! –le dijo a su compañero–, no soporto más esos malditos lloriqueos de vieja.
       El policía negro nunca había sentido el tacto de una espada en sus manos. Pero sin embargo le resultó fácil tentarla y equilibrarla con suavidad, como si fuera una prolongación natural de sus brazos. La alzó con elegancia y, con un golpe lateral, limpio, separó la cabeza del hombre de su cuerpo con un perfecto swing. El bendito silencio se aposentó por un momento junto a ellos, dándoles un preciado descanso.
       Arwel resultó una presa más difícil de cobrar. Willibald y él se enfrentaron en una pelea a cuchillo, tan sucia y tan brutal como cualquiera de las que, a cientos, tenían lugar en las tabernas portuarias del viejo mundo. Los dos hombres se medían frente a frente, moviéndose en círculos cada vez más estrechos. Arwel amagó el primero, pero solo para comprobar de qué pasta estaba hecho el otro, y qué tipo de rival iba a resultar. Willibald se limitó a esquivarlo y, cuando se acercaba demasiado, a lanzar alguna cuchillada para mantener la distancia que le convenía. Necesitaba más espacio que el contramaestre, ya que este conocía el terreno e iba en busca de los obstáculos que pusieran trabas a su enemigo.
       Entonces empezó en serio la pelea. Los cuchillos mordían el aire a dentelladas, cada vez más fuertes y bien calculadas. La sangre empezó a manar. Willibald se dijo, con sorpresa, que nunca habría esperado ver sangrar a un dios de esa manera. Claro que los Amos no eran dioses, eso era solo lo que se habían llegado a creer. Arwel era rápido como una serpiente, eso sí. Había estado a un pelo de rebanarle el pescuezo. Él atacó desde abajo, como si lanzara un gancho de derecha. Le hirió solo superficialmente. Gritó una vez más, el contramaestre había logrado hacerle otro feo corte en una de sus piernas. ¡Ahora!, era el momento. Willibald consiguió clavarle el cuchillo en el estómago, justo bajo el esternón. Arwel se dobló instintivamente, consiguió alejarse aún unos cuantos pasos y buscó el refugio de un enjoyado escritorio. Pero Willibald se sentía más vigoroso que nunca, dotado de unos poderes capaces de vencer cualquier limitación. Quizá era el Aurus con el que había volado hasta allí, que ahora le confería esos dones. En cualquier caso, con solo un salto subió a la mesa, se abalanzó sobre el otro sin preocuparse de su arma y le clavó el cuchillo tantas veces que creyó que no podría parar nunca.
       Sus compañeros llegaron junto a él entonces. John Shaft le detuvo.
— Tranquilo, Willibald, ya está, ha muerto.
       Se volvió como en un sueño, todavía perplejo por sus propias reacciones, y se dejó conducir hasta el otro extremo, lejos del cuerpo, donde aguardaban Zabbai y Böortryp.
— Deprisa, el demonio dijo que había que ponerlo arriba del todo –dijo la mujer, señalando el Aurus hélice que aún pendía de la casaca del cazador–. Puede que ya lo estén esperando. Dijo que canalizaría la energía de la torre y, a través de ella, de toda la ciudad.
— Así es –corroboró Willibald, saliendo por fin de su estupor–, esto es el centro de todo, el núcleo –explicó–. Los nuestros pretenden utilizarlo como tal y calentarlo hasta el punto de ignición total. El Aurus será una especie de antena que emitirá toda esa energía al espacio.
— Yo lo haré –dijo Böortryp con sencillez–. Yo llevaré el Aurus arriba.
       Trepó con extrema facilidad, pegándose a las paredes como una gigantesca araña o una cucaracha. Sus compañeros no pudieron reprimir del todo un gesto de repugnancia.
— En mi tierra –dijo Zabbai en voz baja, mirándole ascender por los muros–, a las criaturas que son como él las aplastamos bajo nuestros zapatos.
       Y se estremeció con un escalofrío de aprensión, secundada a su pesar por sus compañeros.

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