CAPÍTULO 2
por L.G. Morgan
En el preciso momento en que Willibald, señor de Suth Seaxa, bogaba hacia el Destino, otro bote avanzaba en la misma dirección. Llevaba dentro dos cuerpos aparentemente sin vida.
La precaria barquichuela navegaba sin ayuda alguna, zarandeada por las olas a voluntad, pero siguiendo siempre un preciso rumbo sur-suroeste, lo que la conducía inexorablemente al encuentro del barco negro.
Un ahogado gemido se alzó de pronto del fondo del bote y un hombre trató de levantarse a duras penas, medio ahogado, aferrándose al banco podrido y endeble que cruzaba de lado a lado la barca.
Miró confundido a su alrededor sin conseguir reconocer nada de lo que le rodeaba. No podía recordar cómo y cuándo había llegado ahí. Él sólo sabía del pacto. Había aceptado pagar para salvar su vida, la de ella. Y ahora le tocaba cumplir la condena estipulada, ni más ni menos.
Era un hombre negro, de pelo ensortijado que parecía proyectarse desde su cabeza hasta el espacio como una orla, apellidado Shaft.
Una ola pasó por encima de la borda tumbando de nuevo a Shaft y devolviendo al mismo tiempo a la fría consciencia a su compañero.
Se encontraban en pésimas condiciones. Tosieron y escupieron agua salada hasta lograr ser capaces de incorporarse un poco y respirar con cierta normalidad.
Una nueva ola les tapó de nuevo.
A pesar del aturdimiento, achicaron el agua frenéticamente, mientras se miraban confusos y trataban de asimilar el entorno en el que, sorpresivamente, se habían encontrado inmersos.
En un impulso espontáneo, Shaft tendió la mano y se presentó sucintamente. El otro hombre correspondió con una sonrisa y le estrechó la diestra con calor.
Era una criatura un poco especial, mitad hombre, mitad máquina. Unos hermosos ojos violeta, implantados mediante la ingeniería biológica más sofisticada observaron curiosos y aparentemente impasibles al inesperado compañero que el destino había puesto en su camino.
Era un explorador interdimensional, cazador de monstruos, y hacía varias vidas que ninguna circunstancia imprevista, por anómala, incomprensible o sorprendente que pudiera ser, lograba inquietarle. Su cerebro era un instrumento orgánico, afinado hasta la evolución total.
La borda ominosa del Destino se perfiló en la negrura ante ellos, a apenas unas tres yardas de distancia. Una sucesión de olas les acercaba peligrosamente a ella. Iban a estrellarse. Se prepararon para la acometida.
En el instante preciso de colisión, un enorme aro salvavidas fue arrojado por la regala. El inesperado objeto frenó milagrosamente el golpe y les permitió, aferrándose a él, detener durante unos preciosos segundos los vaivenes del bote. Un momento después una escala de cuerda descendió por el mismo camino que había seguido el aro.
El hombre-máquina asió firmemente su extremo con una mano, mientras con la otra se sujetaba al salvavidas con una presa imposible de deshacer. Instó a su compañero a trepar por la precaria escalerilla, afianzándose con las dos piernas separadas en el fondo de la barca para minimizar su oscilación y facilitar el ascenso.
Shaft empezó a subir, sin estar seguro de lo que iba a encontrar arriba. Extrajo su revólver de la sobaquera que llevaba bajo la chaqueta de cuero y se preparó a enfrentarse con quienquiera que estuviera en el barco. Era difícil izarse casi con una sola mano por aquellas cuerdas zarandeadas por el viento, pero más valía ser precavido. Era todo tan extraño...
El singular hombre-máquina le siguió después. Ya no podía aguantar más, a pesar de la fuerza sobrehumana que sin duda poseía la furia del mar estaba a punto de vencerlo. Se impulsó todo lo que pudo para alcanzar la escala unos cuantos peldaños hacia arriba y comenzó la ascensión.
Bajo él, sin su agarre, el bote se encabritó sobre las olas y se estrelló poco después contra el casco del buque. Lo vieron despedazarse y salpicar espuma, como si escupiera contra el mar devastador en una última rebeldía.
Cuando estuvieron sobre la empapada cubierta, pensando encontrar a su misterioso benefactor, aunque faltaba decidir, pensó Shaft, qué intenciones le habían movido a la hora de facilitarles la subida a bordo, vieron que el buque se hallaba desierto. No se dieron cuenta de que, amparada por las sombras que la noche tormentosa hacía nacer en el barco, otra sombra se escabullía escaleras abajo sin un sonido que delatara su presencia.
No vieron la misteriosa silueta, entre otras cosas, porque se hallaban absortos en la contemplación de un fenómeno anómalo e inexplicable.
Desde aquella perspectiva las velas del barco, que recortadas contra el cielo oscuro se mostraban negras como la pez, les parecieron de un color gris acerado, y la cubierta, los mástiles, jarcias y demás piezas del aparejo estaban surcados también de brillos metálicos que cambiaban su propia estructura a cada momento. El barco entero parecía un organismo vivo que se mimetizaba con el entorno, tan cambiante como él.
Un golpe sordo se dejó oír contra el casco, por encima del fragor de la tormenta, y una voz estentórea les increpó desde las agitadas aguas.
- Ha del barco. ¡Ayuda para subir a bordo!
Mientras sobre la cubierta los dos hombres se apresuraban a auxiliar al recién llegado, la sombra había alcanzado la bodega del barco.
Era una figura vestida enteramente de negro, con ropas tan ajustadas como una segunda piel. La cabeza y el rostro los llevaba cubiertos también por la misma clase de tejido, dejando tan solo al descubierto un rectángulo a la altura de los ojos. Una espada de recta empuñadura le guardaba las espaldas, colgando en diagonal.
Llevaba varias jornadas viviendo en las entrañas de la embarcación, sin dejarse ver, aunque en verdad no había nadie de quien ocultarse, nadie de carne y hueso al menos.
Pero el barco tenía vida, eso sí. La materia misma de la que estaba compuesto respiraba y gemía, cambiaba a voluntad. Tenía consciencia y decisión. De hecho había sido el barco quien había marcado el rumbo desde que él llegara allí, impelido por una promesa, convertido en voluntario prisionero para saldar la deuda de honor contraída. El barco había navegado a favor del viento, el barco parecía haber convocado la tormenta, y también había sido el propio barco el que había decidido echar el ancla y fondear en ese lugar preciso, a la vista de aquella costa sombría y escarpada que aún podía divisarse.
Y había aún más cosas extrañas.
Había un marino que solo aparecía en noches oscuras, una especie de espectro encadenado al timón, que dictaba el rumbo según designios tan misteriosos como incomprensibles. No era siempre visible, e incluso cuando se mostraba de esta guisa era imposible sacarle una palabra, la Sombra lo había intentado. Otros fantasmagóricos tripulantes aparecían y desaparecían para desempeñar en silencio las tareas precisas para el gobierno del barco. Tampoco hablaban nunca. Todos ellos obedecían una voluntad desconocida que parecía emanar del propio navío.
Por último, bajo cubierta había una serie de dependencias equipadas con diligencia para albergar a siete personas. No faltaba detalle alguno. Había incluso una especie de comedor de oficiales preparado con todo el utillaje necesario para dar de comer en cualquier momento al mismo número de navegantes. Y las bodegas tenían víveres de extraña procedencia y en apariencia totalmente imperecederos. Desde los manjares más sofisticados hasta los alimentos más básicos. La Sombra había encontrado algunos días incluso pan caliente, como si hubiera sido recién horneado.
Desde su llegada al barco no había dejado de darle vueltas a todos esos enigmas, con nulo resultado. Cuando por fin el navío se detuvo en aquel punto comprendió que algo estaba a punto de suceder. Y cuando descubrió la barca perdida en medio de las olas, supo que era aquello, precisamente, lo que el barco había estado esperando.
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