viernes, 15 de octubre de 2010

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" - 3

CAPÍTULO 3 - John Shaft
por L.G. Morgan
 
Había muy pocas cosas en su vida de las que John Shaft pudiera sentirse orgulloso. Poco espacio para la bondad o la inocencia, pocos elementos que justificaran cualquier tipo de optimismo sobre el género humano. Trabajar en el turno de noche de la comisaría de la calle 125 curaba cualquier romanticismo. La gente entre la que Shaft se movía no alimentaba precisamente los buenos sentimientos: eran morralla, matones y putas, camellos, drogadictos, padres ausentes y madres borrachas, críos sentenciados desde la cuna, carne de reformatorio o material para el depósito de cadáveres.

     Pero aquella chica de apenas trece años era una de esas escasas excepciones, el único rastro de pureza y dulzura que había en su vida de mierda. Para él, era como un rayo de sol, brillante y cálido, que hubiera logrado colarse en el inmenso estercolero que era el mundo.
Y ahora aquella chica que era su norte y la única razón de su existencia se debatía entre la vida y la muerte en una cama estrecha del hospital St. Joseph.
     La había conocido hacía unos nueve años. La madre era una yonki irredenta que se ganaba las dosis ejerciendo la prostitución en las calles más tiradas de Manhattan. Shaft la había enchironado varias veces, en distintas redadas, y algo en ella había llamado su atención. Una especie de candor mal disimulado, alguna esencia limpia que la mala vida y las palizas no habían conseguido contaminar del todo. Había tratado de ayudarla, sabiendo desde el principio que no había solución. Y así había llegado hasta Nina, su hija de cuatro años, que vivía con su abuela en un apartamento minúsculo, limpio como la patena.
     El padre de la niña llevaba a la sombra sus buenos tres años, lo que no era en absoluto ninguna mala cosa para ellas. El jodido borracho era peor que el demonio, lo único que habían recibido de él eran golpes y líos con la bofia o con otros delincuentes como él, de poca monta.
John Shaft, el policía cínico y belicoso que traía en jaque al departamento, se convirtió desde entonces en el ángel de la guarda de aquella cría adorable, y en el apoyo incondicional de su abuela, que acabó profesándole un cariño absoluto, igual que la niña.
     Un par de años después la madre de Nina moría de sobredosis. Su cadáver, prácticamente irreconocible, fue hallado en un almacén abandonado, entre ratas y desperdicios.
     Con semejante vida era un milagro, no dejaba de repetirse Shaft, que la cría hubiera salido adelante. Aún más, aquella niña, que sacaba las mejores notas en la escuela, no fumaba, no bebía y demostraba un desinterés muy saludable por cuantos chulos y pandilleros la rodeaban, se había convertido con el tiempo en el sostén de su abuela y en la guía que alumbraba la vida del hastiado policía.
     Y justo cuando la vida parecía encarrilarse, la maldita mala suerte que acompañaba a Shaft como una amante posesiva, hizo sentir su poder una vez más y dio al traste con todo.
     El padre de Nina salió de la cárcel y solicitó su custodia, que le fue concedida a pesar de sus antecedentes y sin que sirvieran de nada las protestas de la abuela o del propio Shaft. De ahí a la dura silla en la que este plantaba el culo día y noche en una habitación de hospital solo había existido un corto trecho.
     Obligada a irse a vivir con su padre, Nina se fue agostando lentamente; su esperanza, su alegría y su sonrisa se esfumaron entre el humo de los porros y los vapores del whisky. Esa niña, que había logrado escapar hasta entonces del destino que parece reservarse a las que son como ella, se metió un buen día un chute de pastillas coloridas para arrojarse después por la ventana del apartamento alquilado donde vivían.
     Shaft no recibió la noticia hasta horas después.

Es curioso cómo se enlazan a veces ciertos acontecimientos. El sargento de homicidios John Shaft se encontraba en medio de una operación de arresto en el Harlem español.
     El sospechoso había huido a través de la red de callejones que forma esa parte de la ciudad, entrando y saliendo de los altos y desmoronados edificios. Shaft le iba detrás. En uno de aquellos bloques de apartamentos, siguiendo al camello escaleras arriba, se fijó en una puerta entreabierta en el primer piso, y pensó que era allí donde se escondía su presa.
     Empuñando el revólver con ambas manos, le dio una patada a la puerta y se coló dentro. La penumbra le robó unos instantes antes de darse cuenta de que se había equivocado de medio a medio. Dentro solo había una vieja hispana, de esas que van cubiertas de abalorios, cruces y ese tipo de cosas. La sala era un auténtico museo a la santería, abarrotada hasta los topes e impregnada del olor de los cirios.
     La vieja se le quedó mirando con toda tranquilidad, sin reparar al parecer en la pistola que la tenía encañonada. Como si le estuviera esperando. Su mirada tenía algo hipnótico, algo que inspiraba un hondo respeto, o un cierto temor.
     Shaft bajó el arma y se la quedó mirando, conmocionado, por primera vez en su vida sin saber qué decir.
- Sabía que vendrías –dijo la mujer, en una mezcla de inglés y castellano con fuerte acento-. Lo siento por ti, pero no hay otro camino.
- ¿Qué quiere decir? –interpeló el policía, pensando que aquel ronco susurro vacilante no podía ser suyo.
- Las voces me han elegido para que te trasmita el mensaje: estás a punto de perder lo que más quieres. Pero siempre hay una manera, siempre hay otro camino... aunque tiene un precio.
- No sé de qué está hablando. –contestó bruscamente. Trató de sustraerse a la especie de hechizo que le tenía como atontado, girando la cabeza mientras buscaba con la mirada algún movimiento furtivo que delatase otra presencia en la habitación-. Yo... estoy buscando a un hombre, ¿lo ha visto?
- Volverás aquí –respondió la mujer, como si no hubiera oído sus palabras-. Volverás a buscar ayuda, ya lo creo. Pero te será cara. ¿Serás capaz de pagar el precio, serás...
     El final de la frase se perdió bajo el sonido del portazo. El policía corrió escaleras abajo y abandonó el inmueble, expulsando de su mente cualquier vestigio de lo que acababa de ocurrir. Afortunadamente el sospechoso se encontraba unos metros más abajo, en la misma calle, rodeado por unos cuantos agentes que le estaban esposando.
     Luego, en comisaría, le dieron la noticia. Condujo como un loco hasta llegar al hospital a tiempo de hablar con el médico, que le explicó la gravedad y el pronóstico reservado del caso.
     Shaft no había vuelto a pensar en las palabras de la vieja hasta entonces, cuarenta y ocho horas después. Ahora, de golpe, se aferró a aquel acertijo, a la única aunque absurda esperanza que podía albergar.

Buscó la casa. La puerta seguía entornada, entró sin llamar.
     La vieja le esperaba, igual que aquel día. No hubo preguntas. Tan solo la exposición desapasionada de los hechos, unos hechos que, bien lo sabía Shaft, no podían ser reales, ni siquiera deberían ser posibles.
     Si quería salvar a Nina, le dijo la mujer, si quería que viviera para convertirse en una mujer adulta, sana y normal, tenía que aceptar el pacto. Tenía que entregarse por ella, a cambio de ella, para cumplir su parte en la trama. Los santos así lo querían, se lo habían dicho, aunque ella sabía que no eran realmente sus santos, que no tenían necesariamente que ver con aquellas figuras coloridas que ella cuidaba con reverencia.
- A cada uno la verdad le llega del único modo en que puede verla –le había explicado entonces la vieja- Las voces revelan solo el destino, tu debes hacer tu parte y cumplir su plan. Tienes que firmar con sangre el pacto, Nina no tiene mucho tiempo.
     Después de esto Shaft no recordaba nada más. Despertó de improviso en el interior de una barca que olía a rayos y se encontró zarandeado por un océano inhospito, que parecía empeñado en hacerle devolver hasta la primera papilla.
     Junto a él había otro compañero de infortunio, un hombre extraño de ojos violeta y cubierto de placas metálicas. Y frente a ellos un navío inmenso y amenazador, salido de alguna vieja película de piratas, empeñado sin ninguna duda en tragárselos, con barca y todo.

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