CAPÍTULO 22 -Cabos sueltos.
por L. G. Morgan
¡Por las Sombras! Al menos les había dicho la verdad en una cosa. Sobre todas las demás, como de costumbre, el maldito hombre sonrisa había callado mucho más de lo que había contado.
Les había explicado en el Palacio lo que tenían que hacer, con su habitual desgana, luciendo esa mueca burlona de la que no se desprendía ni siquiera cuando le acosaba la preocupación. Ganas le daban de tallársela en la cara, a sablazo limpio y para siempre.
Pero en fin, a ella no le importaba gran cosa que fuera él o algún otro el que daba las órdenes cada vez. Solo le importaba el pacto, y el poder que le daría una vez cumplida su parte en el trato. Hasta entonces sería lo fiel y diligente que fuera necesario. Y luego... su boca se distendió en una cruel sonrisa, luego llegaría la dulce y exquisita venganza.
Asari Misaki y ella tenían que alistarse como mercenarias en el ejército de Dynn, una poderosa sacerdotisa guerrera que llevaba viviendo más de mil años y que lideraba, con mano de hierro, un ejército de mujeres soldado. Era una de las dos fuerzas de combate que se dirigían en aquellos momentos hacia la ciudad, animados por la furia desatada de mil infiernos.
Belfast les había asegurado que las amazonas recibirían con los brazos abiertos a cualquier buena luchadora que reforzase sus filas, sin hacer muchas preguntas.
Luego, una vez dentro del ejército, Zabbai debería conseguir que el oráculo del que Dynn hacía depender cualquier decisión importante, dijera algo conveniente, y neutralizar así la actuación de aquel enemigo. Cómo lo hiciera era cosa suya, había dicho el hombre.
El problema era, según se temía, lo que Belfast no había dicho. ¿Qué les ocultaba esta vez? Hacía parecer la misión un asunto demasiado sencillo. Y había más. Cuando el irlandés había hablado de aquella mujer, Dynn, Zabbai tuvo la acusada sensación de que se guardaba algo, algo especial relacionado con ella. En los ojos del hombre vio una extraña... ¿añoranza? Ummm... tal vez. Y también otra cosa. Pero no, no podía ser. ¿Qué podía temer él de aquella mujer guerrera de su pasado?
La Sombra, como de costumbre, no había dicho nada. Se había limitado a acatar las directrices que les habían fijado con la eficiente disciplina de siempre. Zabbai pensaba a menudo que era fácil olvidar la existencia de Misaki, tenía la capacidad de resultar invisible si así se lo proponía. De parecer sorda y muda a cuanto la rodeaba. Sin embargo nada escapaba a su atención vigilante, habían podido comprobarlo varias veces.
Cuando encontraron al ejército de Dynn y, según lo que había anticipado Belfast, fueron admitidas en sus filas sin más trámite que un duelo de prueba con otras luchadoras, la Sombra había seguido igual de callada, igual de desapercibida.
Se habían acomodado sin esfuerzo a las rutinas del campamento, instalado a cinco o seis jornadas de su destino, y en poco tiempo habían logrado ganarse la confianza de varias de las amazonas y así, empezar a elaborar sus planes.
Sin embargo, cuando vieron a Dynn por primera vez, dos días después de su llegada, la Sombra, inesperadamente, había roto su mutismo habitual, corroborando la impresión de Zabbai de que nunca perdía detalle y que sus conclusiones solían ser alarmantemente certeras. Apenas había señalado levemente con un gesto a la reina, murmurando con total seguridad:
- Es ella. Esta es la mujer a la que Belfast amó en el pasado.
Zabbai iba a volverse a replicar, cuando la Sombra señaló de nuevo con la cabeza. Junto a Dynn caminaba una niña extraña. Parecía tener unos doce o trece años, pero sus ojos la hacían muchísimo más vieja. Llevaba una túnica lujosa de color azafrán e iba engalanada con brazaletes y ajorcas de oro hasta casi ocultar sus tobillos y antebrazos. El pelo era del mismo color del vestido, pero más oscuro. Lo llevaba suelto hasta más abajo de la cintura, trenzado con muchas cintas de las que colgaban diminutos cascabeles.
- Su hija –volvió a decir Misaki sin mostrar ninguna sorpresa.
Zabbai asintió en silencio. En cuanto se lo oyó decir en voz alta supo que era cierto. Esa niña era hija de Belfast sin duda. Y Dynn tenía por fuerza que ser su madre. Cómo era posible que hubieran pasado quinientos años desde su último encuentro, y que su hija siguiera siendo una niña, era otro de los tantos enigmas que ya estaban empezando a hartar a Zabbai.
Las mujeres se postraron entonces respetuosamente ante las H’adinas. Y con ellas Zabbai Zainib y Asari Misaki, tan metidas en su papel que parecían dos más de aquellas amazonas, a las que ni siquiera conocían horas antes.
Aquella noche habría una gran ceremonia. Las otras mujeres les habían ido explicando lo que iba a ocurrir, el porqué de aquellos preparativos solemnes. La hija de la H’adina tenía acceso a la más poderosa magia del mundo de las visiones. Antes de cualquier acontecimiento importante, Dynn solicitaba formalmente sus predicciones, para saber qué les deparaban los Hados a ella y las suyas. Desde luego, nunca acudía a una batalla sin conocer la opinión del oráculo que hablaba por Jeminâa, su hija.
Era la ocasión propicia, le dijo Zabbai a Misaki. Esa noche cumplirían la misión.
Habían levantado una plataforma estrecha en mitad de un círculo dibujado en la hierba. Solo la luz de la luna y las estrellas iluminaban el corro de mujeres que, en solemne silencio, aguardaban el dictamen de Jeminâa.
La Sombra vigilaba. Habían acordado una señal que haría sonar en el silencio de la noche si se daba cualquier anomalía. Zabbai se alejó una yarda. Buscó un lugar tras unas piedras donde su pequeña fogata pasaría inadvertida. Solo necesitaba un poco de recogimiento para comunicarse con las Sombras, las mismas que hablarían a Jeminâa, confundiendo su mente y haciéndole pronunciar las palabras que querían. Debería sincronizarse con el momento en que entrara en su trance. Así las Sombras podrían obrar, atrapando la magia de la niña y anulando las voces que normalmente le hablaban. Zabbai había traído consigo un recipiente donde había visto que bebía la niña. Encendió el fuego dentro de él, con ramas de verbena y aulaga que había encontrado en los alrededores. Luego, en el momento indicado por el silbido tenue de la Sombra, arrojó un pequeño puñado del polvo púrpura que siempre llevaba consigo. Todo estaba listo. Se concentró y, con movimientos danzantes de sus manos, invocó a las Sombras y estableció de nuevo el Vínculo.
Jeminâa estaba de pie en el centro de la plataforma de madera, sobre una estrella pintada, con una serpiente alrededor que se mordía la cola. El silencio en el círculo de hierba era inquebrantable. Alzó sus manos al cielo y cerró los ojos, dejándose bañar por el fulgor de las estrellas. Pasaron unos minutos. Un rayo de luz lunar se concentró sobre su cabeza y pareció rodearla por completo hasta fundirse con su cuerpo. Jeminâa abrió los ojos y de ellos salió el mismo blanco resplandor que lo inundaba todo en ella. Se quedó rígida un instante y empezó a tararear una hipnótica melodía que, según le dijo una mujer a la Sombra, en un susurro reverente, siempre marcaba el comienzo del trance.
La boca de la niña empezó a modular los sonidos confusos que acudían a sus labios, hasta convertirlos en palabras. Habló del “Aurus”, el objeto supremo que buscaban, aquel que daría a su pueblo el poder necesario para gobernar la tierra que les pertenecía por derecho. Luego calló, atenta a algo, como si estuviera escuchando otras voces, y su rostro reflejó por un momento una extraña confusión. Volvió a relajarse y siguió hablando. Explicó que conocía el lugar donde hallar el Aurus, lo sabía en manos de G’lahyat, el odiado enemigo. Lo había robado del palacio de “aquel que no puede ser nombrado”. Lo había llevado consigo, de vuelta a las Tierras Rojas donde vive su pueblo.
Jeminâa calló después de aquello. Volvió a cerrar los ojos, como si durmiera, y la Sombra se permitió esbozar en la oscuridad una sonrisa satisfecha. Ya estaba hecho, habían cumplido la misión. Ahora Dynn lanzaría contra el Señor de Tierras Rojas toda la ira de su ejército, y la capital de Belfast estaría a salvo de momento.
Pero... un instante... Jeminâa había abierto los ojos de nuevo. Un haz de luz se derramó de sus iris como emisario de nuevos signos. Empezó a balbucir.
- La luna me muestra otra puerta. Él ha llegado... no entiendo... no sé... ¡Madre! –gritó con evidente apremio- la luna habla ahora para ti. ¡Madre! Él está aquí, aquel-que-no-puede-ser-nombrado ha vuelto.
La h’adina Dynn se adelantó de un salto, como una de las furias del inframundo, y contempló a su hija con mirada helada. Sabía que no podía tocarla en ese estado, no se le debía hablar siquiera. Se encaró con las mujeres silenciosas que constituían su ejército.
- A la Ciudad de Cristal –les gritó, alzando los puños al cielo-. Ensillad los caballos, el tiempo apremia. Por mi honor y por el vuestro, nos cobraremos la venganza largo tiempo aplazada.
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