viernes, 1 de julio de 2011

VIAJE INFINITO A BORDO DEL "DESTINO" 40

CAPÍTULO 40 – Sgiobair Tynan, Reflejo Oscuro
por L. G. Morgan

Observaron absortos.
     Había un hombre en el centro de la formación, desnudo de cintura para arriba, con un gorro de tela basta que le cubría hasta las orejas. Se le ataron los brazos por encima de la cabeza y también las piernas. Luego, dos de los marineros presentes cogieron un par de sogas de varias pulgadas de grueso y las fijaron a las extremidades del hombre, que asistía a su propio martirio sin debatirse y sin luchar, aparentemente impasible o resignado a su suerte inevitable.
     Por último, acompañados sus actos por el retumbar de unos tambores que sonaban con rítmico estruendo, arrojaron al prisionero al agua. Un puñado de hombres a babor y otro a estribor tiraron de cada cuerda, de proa a popa, haciendo discurrir el cuerpo del reo bajo el agua, atravesado respecto a la quilla sumergida.
     Tardaron tanto en completar la macabra tarea que los que observaban a bordo del Destino estuvieron seguros de la muerte del condenado. Transcurridos muchos minutos, desde la popa, la cuerda atada a los brazos del hombre fue izada trabajosamente hasta la cubierta, y tras ella el cuerpo herido y sangrante del hombre, que fue arrojado como un fardo sobre las tablas. Estaba muerto, sin duda, se dijeron unos a otros. Pero ante sus ojos atónitos el hombre inerte empezó a boquear, escupiendo agua y agitándose entre violentos espasmos, como un pez sacado del agua. Luego se incorporó como pudo y empezó a maldecir y gritar en una extraña lengua. Era una letanía airada que sonaba como una oración o algún tipo de conjuro.
     Algo incomprensible sucedió al punto en la cubierta del Destino.
     Un alarido inarticulado, un ulular de sonidos guturales, una cacofonía de voces desgarradas se alzó de todos los rincones del barco, mientras una multitud de sombras espectrales agitaban sus miembros descarnados con ardiente furia. Los seis tripulantes del Destino se vieron sobrecogidos por la aparición. Eran cientos y cientos de fantasmas, almas ingobernables que supuraban odio igual que una herida infectada deja salir purulentos jugos. Clamaban justicia.
     El hombre que había pasado por la quilla se volvió a mirarlos, hablaban el mismo idioma. Solo él podía verlos, solo él podía comunicarse con aquellos espectros del mar, de algún modo era casi uno de ellos.
     Los espíritus lanzaron un bote al agua, un bote apenas más denso y tangible que ellos, y empezaron a bogar hacia la cortina de gasa que separaba los mundos. La quilla etérea la rasgó de parte a parte y se adentraron en aquel mar distinto, donde aguardaba esa otra alma errante que debía ser rescatada.
     El hombre soltó una carcajada, mofándose de sus captores, y se arrojó al mar. Los espectros cortaron sus cuerdas y le subieron a la barca.
     La tripulación de la fragata lo presenció todo, anonadados y boquiabiertos. Vieron su cuerpo caer al agua y, en un instante, desaparecer entre la espuma. Siempre sostendrían que se había tirado al mar con la clara intención de suicidarse, y que se había ahogado como era su deseo. Pues qué otra explicación podía haber.


Sin embargo, a bordo del Destino era otra la escena que se presenciaba.
     Las almas en pena de los condenados trajeron al hombre a bordo, mientras un estruendo anunciaba su nombre a gritos, un nombre extraño que los de a bordo tardaron un tiempo en distinguir. Sonaba como Sgii… SgiobTynan… No había forma de distinguir las palabras completas, que eran repetidas una y otra vez por aquellas voces que surgían de todas partes: de la cubierta, de los mamparos húmedos, del propio agua del mar… y se preguntaron qué tipo de lengua sería aquella que se atrevía a nombrar a un espectro. El coro de voces le recordó en ese momento a Zabbai Zainib lo más cruento de las batallas en que había participado, cuando miles de hombres formados entrechocaban sus armas y escudos, mientras gritaban feroces el nombre de su caudillo y se lanzaban al ataque: aquel hombre espectral y famélico que había salido del océano tenía que ser el reconocido rey de los muertos del mar, alguien al que aquellas dolientes y castigadas criaturas proclamaban como su jefe.
     Se quedó parado ante ellos, flaco y alto, medio desnudo y sangrante, y les dirigió una mirada helada y azul que parecía ver desde otros mundos.
─ Me llamo Tynan Scáil, Reflejo oscuro, caudillo de samhails o espectros, como diríais vosotros –pronunció con voz ronca, aclamado al tiempo por los seres fantasmales que se habían reunido en torno a él, más de los que nunca habían sido visibles a bordo del Destino hasta ese momento-, su voz y valedor. Y lo único que ahora quiero y necesito es… un buen trago de ron.
     Y estalló en desquiciadas carcajadas, que fueron secundadas de inmediato por los que se decían sus discípulos.
     Aquello era una locura, los habitantes del Destino no sabían qué hacer ni qué pensar de la demencial situación. Y de pronto, el extraño con aspecto de loco que decía llamarse Tynan se encaminó tranquilamente hacia las escaleras que conducían al interior del barco. Böortryp iba a detenerlo cuando Willibald, haciéndole señas, le pidió que esperara para ver que hacía el recién llegado.
      
Le vieron descender con total seguridad y encaminarse directamente al camarote que les servía de lugar de reunión. Abrió con parsimonia el armario de los vasos, como si fuera él el anfitrión y los demás sus invitados, sacó una botella del ron oscuro que había en abundacia en las bodegas del Destino, y les sirvió a todos antes de detenerse con la intención evidente de pronunciar un brindis.
     Willibald le preguntó entonces, tan intrigado como sus compañeros, cómo había sabido orientarse tan fácilmente en el barco, y descubrir dónde estaba todo sin necesidad de que nadie se lo dijera, a lo que el desconocido respondió con una mirada confusa y un vacilante: “yo… no sé… Es cierto, no me había dado cuenta hasta ahora, pero creo que conozco todo esto –señaló con un ademán en torno-. ¡Por los muertos!, si hasta juraría que he estado en este navío antes. Pero… ¿cómo podría ser eso?”
     Estaba completamente trastornado, eso se veía a la legua. Se sentó con esfuerzo en la butaca que tenía más cerca y, lentamente, su mirada pareció volverse hacia dentro, tal vez al pasado, como si contemplara cosas que nadie más podía ver hasta que, por un momento, pareció otra persona. Tal vez más joven, más vital y algo más cruel. Comenzó a hablar con otra voz y otra entonación diferentes.
─ Sucedió algo en otra vida. ¿En otro mundo? Era el 1 de Noviembre de 1755, día de Todos los Santos. Sí –se sorprendió-, recuerdo la fecha como si la estuviera viendo en el calendario de a bordo. Era más allá del mediodía. Nos dirigíamos a Martinica y Barbados para concluir uno de nuestros habituales negocios –guiñó un ojo con picardía como si aquello lo explicase todo-. Ya sabéis, esos negocios que nos iban a hacer ricos de una vez. Entonces el mar empezó a hervir –su mirada se ensombreció- y unas olas imposibles se alzaron de la nada, sin viento que las empujara, y se estrellaron brutalmente contra el casco del barco. El cielo se convirtió en plomo oscuro y el mundo se vació de aire. Nos ahogábamos. El agua nos levantó hacia ese mismo cielo como si quisiera que nos devorase. Ese agua rugiente que nos arrastraba con la misma fuerza de un ciclón en la misma dirección de las islas. Entonces algo invisible envolvió la goleta y todos perdimos el conocimiento. Cuando volví en mi me encontré aterido y empapado, tumbado en la cubierta del navío. Junto a mi estaban todos mis hombres, tan heridos y apaleados como yo. Y ya nada fue igual...
     Tynan calló bruscamente, en mitad de la frase, como si los horribles recuerdos le hubieran dejado exhausto e incapaz de seguir. Se derrumbó sobre la butaca, respirando con esfuerzo, y empezó a delirar. Murmuraba incoherencias y palabras sin sentido, pareciendo que no sabía bien quién era ni dónde estaba. Trataron de aplacarle, calmando sus temores, cuando Belfast interrumpió con un grito excitado sus maniobras.
─ ¡Sgiobar! Claro, eso es lo que gritaban. Al principio no lo entendía. Hacía mucho, mucho tiempo que no oía el sonido de esa lengua. Es gaélico, ¿sabéis? Y significa capitán. ¡Los espectros le han llamado Capitán Tynan!
     Por alguna razón eso inquietaba al irlandés más allá de lo comprensible. Los demás no podían imaginar por qué podía ser importante que el tipo fuera capitán o cualquier otra cosa, ni que el idioma aquel fuera gaélico. Entonces Belfast se quedó mirando al hombre flaco como si lo viera por primera vez, fijamente, repasando sus rasgos uno a uno. Y una luz de miedo e ira hizo llamear sus ojos. Uno verde como un mar agitado, y el otro rojo como las llamas ardientes del infierno.

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