por L. G. Morgan
─Sgiobair Tynan… –musitó el recién llegado-, sí, ese soy yo. O era –continuó con cierta confusión; parecía dudar de todo. Pero de pronto reaccionó inopinadamente, incorporándose de golpe en la propia butaca y arengándoles con gestos perentorios-: ¡Arriad las velas y preparaos para el abordaje, malditos bastardos! El botín va a ser nuestro, aunque tengamos que acabar solos con las almas de todos los condenados. –Igual que había empezado a gritar se calló, tan sorprendido como el resto. Luego sonrió, ligeramente avergonzado-: Eso es algo que solía decir, lo recuerdo… casi.
Zabbai cruzó una irónica mirada con Willibald, que dejaba bien claro lo que opinaba del estado mental del nuevo. Luego preguntó a este:
─ ¿Por qué has venido aquí? Supongo que has recibido la… llamada, por decirlo de algún modo.
─ La única llamada que yo he oído ha sido la de la ira. Mis hermanos del mar me reclaman, estoy aquí para vengar a los muertos y devolver la justicia a los vivos, como he hecho en cada barco en que he subido desde que salí del Infierno.
Pronunció la última palabra con tal fuego en los ojos y tal odio que ninguno tuvo dudas de que aquel lugar existiera realmente, al menos en la mente de Tynan, más allá de ser la manida metáfora universal del sufrimiento y el mal.
─ Entonces Cecil… ─aventuró Shaft, preocupado de pronto-, ¿habéis pensado que quizá su lugar esté para siempre en la duodécima? Ahora volvemos a ser siete.
Nadie dijo nada pero Belfast pensó para sí que John tenía por fuerza que estar equivocado. Él había “visto” a Deathlone de vuelta, hablando con él mientras sostenía el diario de a bordo que faltaba y que él mismo tenía ahora a buen recaudo. Pero si Cecil iba a volver… significaba que alguno de los demás tenía los días contados. Claro que a nadie le iba a hacer ningún bien que se pusiera sincero de repente. Y él tampoco corría peligro, se dijo, por la misma razón que podía eliminar de la ecuación al médico. Así que, ¿quién…? –dejó la pregunta en suspenso.
─ Cuéntanos más –le distrajo Willibald pidiendo información en ese momento a Tynan-. Estoy seguro de que sabes muchas cosas de este barco. Solo tienes que hacer el esfuerzo de recordar.
Aprovechando el interés con que sus compañeros aguardaban la respuesta del tenebroso capitán, la Sombra se escabulló con sigilo del cuarto para dirigirse, como una exhalación, a la bodega de carga. Tenía que recuperar el Aurus perdido antes de que nadie notara su falta, o se le ocurriera relacionarlo con el súbito cambio en el rumbo y las costumbres del Destino.
Cerró la puerta de gruesa madera claveteada tras de sí y se atrevió entonces a prender el farol. Pero sabía que esa no era la manera de buscar el Aurus. Entonces colocó la luz en una esquina y se sentó en el suelo, una sombra más entre las sombras del centro, y vació su mente de cualquier pensamiento. Se concentró en el latido de su propio corazón, dejó desdibujarse su conciencia y hacerse lenta y profunda su respiración, acunada por el vaivén suave del barco y protegida por la penumbra cálida. Y dejó de existir para el mundo. Muchos minutos después identificó el sonido. Era un latido sordo, el mismo que llegó a sentir antes del viraje brusco que les había llevado a ese otro mar, donde moraba Tynan Reflejo Oscuro. Se sumergió en la profundidad del sonido, como si fuera tan solo otra partícula sonora, una onda invisible que sintonizaba con la misma frecuencia. Y guiada por esa percepción, recibida en un nivel apenas por debajo de la consciencia, encontró la esfera de oro, firmemente adherida sobre la pátina extraña que cubría el entarimado del suelo, en un rincón tras uno de los embalajes, imposible de encontrar ni siquiera con el más concienzudo registro.
Con decisión agarró el Aurus y tiró de él: tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para separarlo del piso. ¿Dónde guardarlo, ahora? No estaba dispuesta a devolverlo al camarote de Belfast, pero tampoco podía dejarlo desprotegido y a la vista. ¡La Biblioteca! Seguro que allí habría un lugar donde el Aurus pudiera “descansar” hasta el momento de confesar a los demás lo que había ocurrido. La Sombra no lo quería para sí, conocía bien su poder y su peligrosa voluntad propia. Pero tampoco se fiaba del uso que le dieran los otros. Así que estaría mejor a salvo de todos ellos.
Un trueno ensordecedor le hizo dar un respingo. Presintió de pronto un nuevo peligro, como si el propio navío desprendiera un mensaje para ella. El casco se vio zarandeado y se sucedieron más truenos. Salió de la bodega y recorrió como pudo el tramo hasta la biblioteca.
Mientras, arriba había estallado el fin del mundo. Olas gigantescas se alzaron en la oscuridad repentina y rompieron demoledoras sobre la cubierta de la goleta. El cielo se desplomó de bruces sobre velas y aparejos, arrojando una lluvia salvaje hecha de rabia y catástrofe.
─ Era un castigo de los Amos –pensó la Sombra con inquietud mientras alcanzaba la puerta de la Biblioteca, teniendo que agarrarse para hacerlo al pasamanos de madera que recorría las entrañas de la goleta-. Todo había empezado al soltar el Aurus de su lugar de anclaje. La esfera de oro había torcido la voluntad del barco y de sus amos, y ahora estos, liberados de su poder, se vengaban de ellos y trataban de volver al rumbo deseado. Entró en la sala y apenas logró reconocerla: era como si un maremoto se hubiera adueñado de todo, revolviendo estantes y anaqueles y arrojando desolación a su paso. Todo estaba caído y… rugía, sí, no había otra expresión posible. El ruido sordo de la rabia más primitiva rezumaba de las paredes, salía de los miles de tomos vapuleados y expuestos, con los vientres de tinta agitados en un vendaval inexistente. ¿Dónde guardar el Aurus en semejante caos infernal?, sintió que la angustia la dominaba. De pronto lo vio. El escritorio que solía usar Willibald convertido en isla de calma en medio del averno. Corrió hacia allí. En el suelo bajo el escritorio arrancó una tabla. Todo debía de estar previsto, le dio tiempo a pensar; había un hueco de paredes selladas con plomo que parecía estar esperando su preciada carga. Depositó la esfera, se incorporó… y lanzó una ahogada maldición. Uno de los cuadernos de a bordo que aún quedaban en su sitio salió despedido y se estrelló sobre la mesa. Se abrió por la última página, en blanco, y comenzó a escribirse. Un jadeo junto a la puerta hizo volverse a la Sombra. Allí estaba Böortryp, mirándola con sus ojos violeta abiertos como platos, alterada por una vez su naturaleza inorgánica. La Sombra se preguntó cuánto tiempo llevaría allí y cuánto habría visto, cuando la llegada en tropel del resto de sus compañeros la arrancó de tales cavilaciones, devolviéndola a su pesar a la urgencia del mensaje que acababa de escribirse.
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