viernes, 7 de octubre de 2011

LOS AMOS DEL DESTINO - 6

CAPÍTULO 6 - Misión: Rescate - 4
por L. G. Morgan

Era domingo, el 10 de agosto de 1628. En la madrugada de ese día habían embarcado a la tripulación y luego, un par de horas después, habían subido a bordo algunos familiares de los oficiales, que miraban ahora, desde su posición privilegiada en el castillo de popa, al gentío que se apretujaba bajo un cielo sin nubes en el muelle de Estocolmo. El Wasa, el orgullo de la flota real, iba a emprender su primer viaje, desfilando triunfal ante la muchedumbre que había acudido al evento desde todos los puntos del país.
     El capitán Sofring Hansson dio la orden de zarpar mientras desde tierra se disparaban en ese mismo instante salvas de despedida.
     Un bien caracterizado Tynan Scáil se hallaba apostado junto a la cureña de uno de los cañones de la segunda cubierta, en el lado de babor, como constaba en las órdenes. Parecía hallarse en su elemento después de superar, ayudado por un amable aunque inconmovible Willibald, la apremiante tentación de ponerse a impartir órdenes y amenazas usurpando el puesto al bueno del capitán Hansson, o en su defecto al comandante Joran Matsson, tal como hubiera sido su deseo.
     Ambos, Willibald y él, habían subido a bordo con el resto de los marineros y soldados, ocupando el puesto de los dos desgraciados que a esas alturas empezarían a recuperar el sentido en la calleja que había tras el Dragón en la niebla, sin más recuerdo de su pasada aventura que un monumental dolor de cabeza que ambos achacarían a la embriaguez. La pócima de Cecil, según había prometido, garantizaba el olvido y el tiempo necesario para que Tynan y el de Suth Seaxa cumplieran su papel.
     Habían logrado escabullirse hasta la bodega de proa para buscar la pieza de oro que querían los Amos. Willibald estaba convencido de que no la habrían encontrado jamás, de no ser por una especie de vibración o zumbido que empezaron a oír a poco de penetrar en la asfixiante oscuridad, con un farol en la mano como única ayuda. La hélice formaba parte de una especie de máquina extraña, de pequeñas dimensiones, rotulada como propiedad del médico de a bordo. La función de la máquina en cuestión era algo que se les escapaba, ninguno había contemplado nunca ingenio semejante, pero sin embargo la hélice, en el mismo momento de su hallazgo, hizo brillar un destello fugaz de deseo y nostalgia en los ojos de Scáil Reflejo oscuro. La tocó con reverencia; él conocía aquel objeto, lo había tenido en su mano eones antes, aunque no fuera capaz de recordar cuándo ni en qué situación. Con extrema delicadeza extrajo la forma helicoidal del eje donde permanecía anclada y, al tomarla en su palma y ante la mirada estupefacta de su compañero Willibald, la forma cobró vida: las hojas de la hélice se alargaron y estrecharon y el pequeño eje central se afinó también, como si fuera el cuerpo de una criatura viva. Aquello echó a volar, sin alejarse mucho de ellos, y parecía en el aire denso una dorada e imposible libélula mecánica. Tynan extendió la mano y la criatura se posó en ella y volvió a ser nada más que un objeto muerto y frío. Con cierta renuencia el sgiobair la pasó al bibliotecario, que la guardó en el bolsillo interno de su casaca.
     Después subieron a toda prisa a la segunda cubierta, donde nadie parecía aún haberles echado en falta. Y ahora aguardaban en sus puestos, oteando a través de las portillas de los cañones y observando el contorno cada vez más lejano de la costa.
─ Que este barco se va a hundir es algo que cualquiera puede ver –dijo Tynan en aquel momento, para horror de Willibald, que veía de qué manera los artilleros que les rodeaban se alarmaban ante sus palabras. Le chistó para que hablara más bajo, pero el viejo continuó como si nada-: Para empezar, la eslora debe de tener unos 70 metros y la manga, ¿qué serán, apenas 12? Mala proporción, sí señor. Y luego está el castillo de popa, todos esos metros elevándose como una torre por encima de las bordas, con esas figuras coloridas tan bonitas… ¡y tan pesadas! ¿Y tú has visto el velamen? -siguió insistiendo-, cuando la mayor esté desplegada será como sentir el empujón de una mano de gigante. Por no hablar de los 64 cañones; amigo mío, esos cañones serían un tesoro si llegáramos a enfrentarnos a otro navío cualquiera. Lástima que eso nunca vaya a ocurrir. Su peso, si lo demás no lo causara, ya sería suficiente para dar al traste con la cáscara de nuez.
─ Maldita sea –interrumpió el otro con un susurro furioso-, ¿quieres callarte de una vez? No podemos hacer nada, nos han traído aquí para cumplir un cometido y eso es lo que haremos. Habrá que conformarse con las vidas que salvemos en el futuro al rescatar la hélice mortal.
─ Sí, claro, salvemos la vida a cuatro o cinco peces gordos. A cambio, qué más dan estos pobres diablos, solo son hombres del mar que a nadie importan.
─ ¡Chssst! Al menos en este lado algunos podrán salvarse…
     En esos momentos sintieron los primeros bandazos. Una brisa suave se había levantado del mar y zarandeaba juguetona el trapo largado. Avanzaron otro centenar de metros entre lentos bamboleos cuando otra ráfaga más intensa hizo escorar el barco a sotavento. Luego se adrizó algo y los artilleros que les rodeaban suspiraron confiados, mirando a Tynan como al pájaro de mal agüero que, afortunadamente, se ha vuelto a equivocar en sus nefastas predicciones. Pero cerca de Beckholmen el galeón se escoró de nuevo a estribor, esta vez mucho más intensamente, y empezó a entrar agua por las troneras de los cañones de esa banda, primero por las de la cubierta inferior y enseguida por la suya. Los hombres empezaron a gritar, maldiciendo y tratando de escalar el suelo inclinado para alcanzar la banda de babor, mientras que los de allí se sujetaban como podían a lo que hubiera a su alcance, muchas veces con escasa fortuna. Tynan y Willibald se hallaban unidos con recias sogas a los garfios exteriores que sujetaban las portillas abiertas. Ellos, claro está, habían recibido instrucciones para ser previsores.
     Unos cuantos cañones se soltaron de sus anclajes y se precipitaron hacia las aguas, aplastando a varios de los hombres y contribuyendo con su peso aún más a la inclinación. En las bodegas parte de la carga siguió el mismo camino. El agua alcanzó muy pronto la mitad de la embarcación y el buque comenzó a hundirse sin remedio. Los gritos de auxilio de los marineros eran angustiosos. Los de la gente de afuera les llegaban también con la desesperación de quienes se saben próximos a la muerte. Se había desatado el infierno.

Tynan se escurrió como pudo, reptando como una anguila, por el ventanuco abierto tras la boca del cañón. Una vez fuera tiró de Willibald y ambos nadaron enérgicamente tratando de alejarse del vórtice de succión, que iba a producirse a no tardar. Habían acordado previamente qué hacer y ahora sus brazadas les conducían con seguridad hacia el punto donde debía esperarles el bote. Efectivamente, allí estaba. Belfast y Zabbai empuñaron los remos en cuanto divisaron sus cabezas sobre las olas. Böortryp les tiró sendos cabos y luego les izó a bordo, sin esfuerzo aparente.
─ ¿Lo habéis conseguido? –preguntó el irlandés, apremiante, en cuanto estuvieron al alcance de su voz.
─ Claro –respondió Willibald-, lo veréis en el Destino.
     Sin otra palabra el bote se dirigió mar adentro, hasta entrar en un oscilante banco de niebla formado apenas unos instantes atrás. En la humedad opaca se materializó de pronto la alta borda, con el conocido mascarón en forma de serpiente marina, del Destino.
     Y supieron que la misión había terminado.

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