CAPÍTULO 9 - El Álamo, 1836
por Gerard P. Cortés
Estirado en la cama de su camarote, con los ojos fijos en una de las vigas de madera del techo, Belfast daba vueltas al reloj de arena entre sus dedos. Esconder el Aurus sin que el resto de la tripulación lo supiera se había convertido en un reto y una obsesión. No conocía ningún hechizo ni ritual que le permitiera ocultarlo de los Amos a simple vista, y esconderlo en otro tiempo y lugar era arriesgado. El objeto tenía poder para llevarlo donde necesitaba, eso sin duda, pero estaba el detalle de poder volver después. Llevarlo a tierra firme tampoco era una opción, pues era más que probable que hubiera otras fuerzas buscando los Aurus, y no tenía intención de ponérselo fácil.
La caja de plomo oculta entre los tablones de la biblioteca era perfecta, pero Misaki la había descubierto antes que él, y ahora todos los demás conocían su existencia. Tampoco esa podía utilizarla.
Pensó en sus compañeros de viaje. La mayoría de ellos tendrían un papel importante que cumplir en lo que había de venir. Algunos más que otros, y otros lo harían de modos que ni siquiera podía imaginar, pues su conocimiento del futuro era, como poco, limitado, y su ojo en la duodécima dimensión estaba resultando cada vez más difícil de utilizar sin levantar sospechas donde no debía.
Fuera como fuera, ninguno de ellos estaba preparado todavía para participar de modo activo en sus planes. Ninguno podía oír su historia ni la de los Aurus, o la parte que él conocía de ésta. ¿Ninguno? Bueno, pensó, quizá ninguno no…
Se levantó de la cama de un salto. Sabía qué tenía que hacer. Quién podía ayudarle. Lo había sabido durante horas, pero se negaba a aceptar el hecho de tener que compartirlo con nadie. Ahora, despojado de otras opciones, no tenía sentido seguir postergándolo. Salió de su camarote y caminó con reticencia hasta el de Cecil Deathlone.
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─ ¿Qué sabes tú sobre mi familia? ─preguntó Asari Tetsuo con una irritación que se hacía más visible a medida que llevaba una mano a su katana.
─ Bastante, la verdad ─respondió el extraño de ojos verdes─. Sé bastante sobre tus antepasados, pero también sobre los que todavía han de venir. Eso es lo que me interesa.
─ ¿Quién eres?
─ Soy el hombre al que los amos del Destino os han enviado a ti y a tus amigos a matar. Puedes llamarme Tennessee, de momento.
Sooraya se deslizaba entre los soldados mexicanos en forma de bruma negra. Era uno de sus muchos poderes y, como todo sobre ella, nadie sabía de dónde venía. A Razzler le gustaba conjeturar, siempre a sus espaldas, que se trataba de una criatura creada artificialmente en un laboratorio para usar como espía y como arma. Aquiles, en cambio, no tenía ninguna duda de que se trataba de un ser escapado del Hades. Nunca llegó a saber cómo de cerca estaba de la verdad.
Al acercarse a la misión de El Álamo podía sentir la maldad del hombre cuyo nombre no podía ser pronunciado, pero no podía localizarlo, ni siquiera entrar. Alguno de sus hechizos robados se lo impedía, seguro. También podía sentir a Tetsuo en el interior. No sabía cómo había entrado ni por qué, pero sabía que estaba allí. Sooraya nunca lo había reconocido ante nadie, especialmente ante sí misma, pero la silenciosa presencia del samurái había aportado en más de una ocasión una calidez inaudita en lo poco que quedaba de su negro corazón.
Tomó de nuevo su forma humana, ataviada con una larga túnica negra que cubría todo su cuerpo a excepción de los ojos, y entró en la cantina.
Aquiles la esperaba sentado en una mesa con un pie reposando sobre los cadáveres de tres lugareños que habían tenido la ocurrencia de burlarse de su forma de vestir.
─ ¿Y bien?
─ Está en la misión ─susurró Sooraya─. Tiene a Tetsuo.
─ ¿Has podido verlo?
─ No. Ha encontrado el modo de impedirme la entrada.
─ Eso no es bueno. Razzler, ¿qué puedes decirnos sobre este mundo?
─ ¿Euh?
El Argaziano levantó apenas la cabeza. Su recién adquirida afición por el whisky había hecho que sus implantes funcionasen de modos que a él le parecían divertidísimos.
─ He dicho que consultes eso que tienes en la cabeza y nos cuentes algo útil sobre este lugar.
─ Ah… je… eso puedo… puedo hacerlo…
Razzler trasteó un poco con la pantalla táctil de metal negro que cubría la mitad izquierda de su cabeza. Sus dedos respondían con bastante más lentitud de la habitual, pero a él le parecía que lo estaba haciendo con más estilo que nunca.
─ Sí… vale, sí… aquí es… Estamos en San Antonio de Béjar, Texas… o México, según a quién preguntes… en el año 1836, y en cuanto salga el sol será 4 de marzo…
─ ¿Y? ¿Qué es todo eso de ahí fuera? ¿Y esa iglesia? ─Aquiles comenzaba a perder lo que quedaba de su ya de por sí escasa paciencia.
─ Eso, mi mitológico amigo... jiji… eso es El Álamo.
Tomó otro trago ante la mirada de exasperación de su líder de campo.
─ Al parecer, este pueblo de mala muerte está considerado un lugar de gran importancia estratégica para una guerra que están luchando esos tíos de los sombreros grandes con esos otros que llevan sombreros más pequeños... tío, tengo que comprarme un sombrero…
Otro trago. Menos paciencia en la mirada de Aquiles.
─ En la mayoría de realidades, la batalla de el Álamo es algo así como legendaria. Un pequeño grupo de vaqueros contra todo el ejército mexicano. Los machacaron completamente, claro, aún así parece que eso inspiró a sus compatriotas que mandaron un montón de soldados y terminaron por ganar la guerra. Peeeero ─dijo alargando irritantemente la vocal─ lo curioso del caso es que en esta realidad se supone que pasará lo contrario. En algún momento de la noche de mañana, en lugar de esperar al día 6 como en otros mundos, el general Santa Anna ordenará el ataque, barrerá a los tejanos del mapa y seguirá avanzando hasta Washington. En veinte años todo el continente llevará esos sombreros tan grandes y beberá algo llamado tequila… me pregunto si será tan bueno como este… whisky, creo que se llamaba… je…
Aquiles se mantuvo en silencio durante tres largos minutos. La mayoría de lo que había contado Razzler era irrelevante, pero había algo que no. Había que encontrar el modo de burlar las defensas del mago, y el tal Santa Anna parecía dispuesto a brindársela.
─ Mañana al anochecer ─dijo al fin─ entraremos en la Misión con el ejército mexicano, recuperaremos a Tetsuo y mataremos al hombre que vinimos a matar.
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