viernes, 4 de noviembre de 2011

LOS AMOS DEL DESTINO - 10

CAPÍTULO 9 - Un último as en la manga
por Gerard P. Cortés 

Asari Tetsuo estaba sentado en una silla con la espalda recta y las manos sobre el regazo. Esa postura, muy común para los occidentales, le resultaba tremendamente incómoda, pero tampoco es que pudiera hacer nada al respecto. Aquel pistolero, si es que se le podía considerar tal cosa, le había lanzado algún tipo de hechizo que le impedía cualquier movimiento.
– No me mires así –murmuró éste mientras se limpiaba la sangre de una pequeña herida en el cuello con un pañuelo–, hasta que aprendas a tener esa katana tuya guardadita, no vas a mover ni un dedo. Hijo de… eso estuvo demasiado cerca…
     Una minúscula sonrisa de orgullo asomó en el rostro del japonés.
– ¿Qué quieres de mí?
– ¡Eso! ¿Ves? Eso es comunicación, no lanzarse contra la gente como un loco con una espada. Aún así –hizo una pequeña pausa, rascó una cerilla sobre la mesa y se encendió un cigarrillo de liar– no se trata tanto de lo que yo quiero de ti, como de lo que puedo ofrecerte.
     Tetsuo enarcó una ceja con incredulidad.
– Dime, ¿qué te ofrecieron por unirte a la tripulación del Destino durante quién sabe cuántos años? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Gloria y honor o alguna de esas chorradas?
     El samurái negó con la cabeza.
– Mi padre –comenzó a decir sin saber si su sinceridad nacía del mismo hechizo que lo mantenía inmóvil o si su corazón sólo deseaba aliviar una carga que había soportado durante demasiado tiempo–. Estaba muy enfermo y ellos me ofrecieron su vida a cambio de mi servicio.
– Tu padre, claro. El amor paterno-filial es uno de sus argumentos favoritos. ¿Quién no vendería su alma para salvar a su padre? Diablos, incluso yo me lo plantearía si supiera quién es el mío…
     Tennessee tomó una larga calada que hizo brillar sus ojos verdes a la luz del ascua del cigarro. La soltó lentamente y se sentó frente a Tetsuo, mirándolo fijamente a los ojos.
– Aquí va una revelación del futuro, por cuenta de la casa: Tu padre ya está muerto. Tú también morirás. Pero la buena noticia es que ninguno de los dos importáis una mierda.
     Se acercó tanto que podía oler el hedor del tabaco y el alcohol en sus entrañas.
– Sólo importa ella.
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Belfast llamó pesadamente a la puerta del camarote de Cecil Deathlone. Cada vez que su puño golpeaba la madera le parecía oír algo gritando en su interior "¡no lo hagas!".
     El médico tenía potencial para llegar a ser su mejor aliado, pero también su más peligroso enemigo. Tal vez fuera momento de aclarar las cosas con él de una vez por todas, aunque quizá lo más práctico fuera que desapareciera de forma discreta.
     Como era habitual en él, se decantó por la tercera opción, aunque todavía no tuviera muy claro qué diablos podría ser.
– Entra –dijo la voz de Deathlone desde el interior.
     Lo estaba esperando, sentado en el escritorio con diversos aparatos perfectamente ordenados y al alcance de sus manos.
     Belfast cerró la puerta tras él y echó el pestillo.
– Veo que te estás adaptando a tu nueva condición con bastante rapidez.
– ¿Acaso tengo alguna alternativa? –señaló el médico secamente.
– Ambos sabemos que tu ceguera no es natural. Tal vez podrías devolver lo que sea que conseguiste a cambio de ella.
     Cecil sonrió.
– ¿Lo harías tú?
     El irlandés acarició con la yema de sus dedos el ojo biónico que sustituía el suyo, atrapado en la duodécima dimensión, y se echó a reír.
– No. Claro que no, pero así son los hombres como nosotros, supongo.
– Lo que sea por el conocimiento… –comenzó Cecil.
– …y aún más por lo que puedas conseguir con él –sentenció Belfast.
     El ciego corrió su silla y se encaró hacia donde estaba el irlandés con una naturalidad impropia de su estado.
– ¿A qué has venido?
– Necesito tu ayuda. Tengo algo que deseo mantener fuera del alcance de los Amos y del conocimiento del resto de la tripulación. Si me ayudas a hacerlo –metió la mano en su chaqueta y extrajo el reloj de arena, que dejó colgado ante los ojos inertes de Deathlone– lo compartiré contigo.
     Cecil tragó saliva. No necesitaba ver para comprender que se trataba de un Aurus.

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Asari Tetsuo acariciaba el pelo negro y sedoso de su esposa muerta mientras le rezaba una antigua oración del clan. Junto a ella reposaba, inconsciente de la suerte de su madre, el ser más hermoso que había visto jamás. Los años pasaban como en una bruma de juegos y canciones, de combates y de pérdidas, de gloria, muerte y sonrisas a partes iguales, mientras su pequeña Mariposa se iba haciendo mayor.
     Vio su propia muerte y la caída de su clan, pero no le importó al comprobar que ella sobrevivía. La vio tomar el negro de las Sombras para vengar su apellido y sintió pena y miedo, pero también orgullo. La vio embarcar en el Destino y enfrentarse al peligro junto al hombre que él había conocido como Tennessee, pero que entonces llevaba otro nombre. La vio vengar su muerte y la vio lograr cosas que ningún miembro del clan, ni de ninguno de los otros clanes en ninguno de los otros mundos, había soñado siquiera.
     Cuando despertó ya podía moverse, pero no le quedaba intención alguna de atacar al hombre que fumaba frente a él. No sabía cuántas horas había estado en trance, aunque parecían muchas a juzgar por la sed que tenía y por el sol que comenzaba a ponerse en el horizonte.
– ¿Y bien?  –dijo el pistolero.
– ¿Qué quieres que haga? ¿Cómo consigo todo eso? ¿Cómo puedo conocerla a ella?
– Fácil. Salimos de aquí, volvemos a tu mundo. Vives tu vida y tu muerte como está escrito. Yo me encargaré de ponerla en el camino correcto.
– Parece demasiado para una niña –susurró Tetsuo con una sombra de melancolía.
– Pero no es sólo una niña. Ya lo has visto. Ella va a lograr lo que tú nunca habrías soñado y lo que yo llevo intentando durante miles de años.
     El samurái se levantó y ajustó sus espadas en el cinturón de su kimono.
– Si dejas que le hagan daño. Si se apaga su vida como resultado de alguna de tus maquinaciones. No pienses ni por un instante que mi muerte te va a mantener a salvo de mí.
– Me parece justo –dijo Tennessee con una sonrisa–. Ahora vamos, hay un largo camino entre mundos y esta vez no podemos ir en barco.
     Antes de que pudieran salir de la habitación, una bala de cañón destrozó la pared exterior de ésta, lanzándolos a ambos contra una pila de escombros en movimiento.
     Caía la noche del 4 de marzo de 1836 en El Álamo, y la batalla acababa de comenzar.

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