viernes, 11 de noviembre de 2011

LOS AMOS DEL DESTINO - 11

CAPÍTULO 11 - Rancheras para los vencidos
por Gerard P. Cortés

La luna alumbraba la noche tejana, pero menos que el fuego que consumía el pueblo de San Antonio de Béjar. El humo de éste, no obstante, era poco comparado con el que salía de los mosquetes y los cañones del ejército del general Santa Anna. El revólver de David Crockett cayó al suelo, sin balas, y tras él cayó su dueño, sin vida.
     Bowie, Barret Travis y todos los soldados y voluntarios que trataban de defender la misión, les seguirían al poco, pero eso no le importaba demasiado al hombre que avanzaba, espada en mano, entre los escombros.
     Aquiles tenía una misión, y ninguna guerra ajena le iba a impedir llevarla a cabo. 
 
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Cecil Deathlone palpó el reloj de arena casi con reverencia, viéndolo con sus manos, ya que sus ojos eran poco menos que cáscaras sin vida. Hacía tiempo que había tomado la determinación de conseguir un Aurus para sí, con él igualaría las cuentas con Belfast y se protegería de éste en caso necesario. Lo que no esperaba es que fuera el propio irlandés el que se lo brindara.
     El altruismo, por supuesto, no había tenido nada que ver, necesitaba que le ayudase a hallar un modo de esconderlo del resto de la tripulación, cosa que tampoco le parecía mal. Estaba bien que hubieran decidido hacer frente común en la búsqueda de los Aurus, pero no estaba seguro de los planes que el resto tenían para ellos. Ni siquiera de si los tenían, ¿y qué es más peligroso que un niño con un arma que no sabe para qué utilizar?
     Tampoco es que él tuviera un plan maestro en mente, como parecía tener Belfast, pero sentía que debía investigarlos más de cerca, quizá entender su funcionamiento, tal vez su origen.
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Tennessee escupió un chorro de sangre y trató de ponerse en pie. Ahogó un grito de dolor. Se había torcido un tobillo y estaba seguro de tener varias costillas rotas. No le sería difícil curarse, con los rituales adecuados, pero tenía el presentimiento de que no iba a tener tiempo de realizarlos en un futuro próximo. El muro que había levantado alrededor de la misión para impedir la entrada a los tripulantes del Destino que venían a por él había caído, así que no andarían muy lejos.
– Tetsuo… –dijo sin demasiado aliento– ¡Tetsuo!
– Estoy… estoy aquí…
– Tenemos que irnos. Tus compañeros no tardarán en llegar.
     El samurái estaba en mejores condiciones que él, así que tuvo que ayudarle a trepar por los escombros hasta alcanzar la puerta y salir de la habitación. Había soldados corriendo en todas direcciones y los disparos ensordecían los lamentos de los moribundos.
– ¿Cómo vamos a salir de aquí? –preguntó el futuro señor del Clan Asari.
– Hay… hay un portal. En el desierto. Cerrará en menos de una hora, así que debemos darnos prisa.
     Bajaron por unas escaleras que apenas eran dignas de ese nombre hasta la planta baja. Unos pocos voluntarios defendían un agujero en la pared de los mexicanos que trataban de entrar.
– Por ahí –dijo el samurái señalándolos.
– Hay demasiados. Si matamos a unos, entrarán los otros, y tampoco creo que nos dejen salir con una sonrisa.
     Buscaron otra salida con la vista, pero ninguna era demasiado prometedora. La puerta principal estaba cerrada a cal y canto, y al otro lado había más de un millar de hombres de Santa Anna preparados para entrar por ella. Las ventanas eran pequeñas y estaban vigiladas.
– Esto es ridículo –masculló Tennessee–. Al infierno, voy a reventar la puerta y…
     La puerta explotó y, con ella, todos los que la guardaban y muchos de los que trataban de atravesarla. Tetsuo miró al pistolero boquiabierto.
– No me mires así, yo he hecho nada.
– No –siseó una voz conocida para el japonés– he sido yo.
     Sooraya atravesó las llamas, flotando sobre las astillas de madera y sobre los cadáveres. Aquiles caminaba a su lado, pisándolos como si fueran menos que nada.
– Tú eres aquel que llaman Tennessee –dijo secamente–. El hombre que he venido a matar.
     El pistolero le sonrió y le saludó de una forma que no había visto nunca, con un solo dedo.
– Ese no es su nombre –pronunció lentamente la voz de Sooraya a través de la tela que le cubría el rostro y todo el cuerpo–. No tiene nombre, igual que no tiene corazón, ¿verdad que no?
– ¿Cómo sabes eso, cielo? ¿Nos hemos visto antes?
– No –respondió– pero eres muy conocido en el sitio de donde vengo. Mi padre no puede esperar a clavar sus dientes en lo poco que te queda de ese alma negra.
     Tennessee tragó saliva. Ahora sabía de dónde venía la misteriosa mujer, que en realidad no podía ser una mujer, y en cuanto a su padre, había varios candidatos a elegir, cada uno más peligroso que el anterior.
     Tetsuo desenvainó su katana y Sooraya retrocedió. Nada parecía cogerla nunca por sorpresa, de hecho nadie hubiera adivinado que fuera capaz de experimentar tal sensación, pero eso lo había hecho.
– Nos dejaréis ir en paz –anunció con un tono que no admitía discusiones– o nuestras espadas se cruzarán y probarán la sangre.
– Así sea –sentenció Aquiles.

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El mecanismo que había ideado Deathlone era, en realidad, bastante simple, aunque no tenía intención de reconocerlo ante Belfast, al que mareó con un montón de datos técnicos e información superflua.
– ¡Sólo dime cómo funciona, por los Dioses!
– Verás, está basado en los cajones de la propia nave. Sabes que cuando dejas algo dentro y lo cierras desaparece, y cuando piensas en algo antes de abrirlo, aparece dentro como si siempre hubiera estado allí, ¿no?
– Y que lo digas, me pasé la primera semana revolviendo mi camarote buscando el tabaco hasta que aprendí a usar los cajones –mintió Belfast, que sabía perfectamente cómo funcionaba todo antes de poner el pie en el barco.
– Bien, pues es lo mismo –continuó el médico abriendo la puerta de un pequeño armario metálico con runas grabadas–, cuando metes algo aquí dentro desaparece.
     Hizo la prueba con una manzana. La metió dentro, cerró la puerta y al volver a abrirla no había nada. Volvió a cerrar y a abrir y allí estaba la manzana, que recogió y mordió con una sonrisa autocomplaciente.
– La única diferencia es que no va al mismo sitio que el resto de cosas, sea donde sea, sino a un receptáculo gemelo situado en una dimensión paralela, completamente segura y alejada de los amos, que descubrí durante el tiempo que estuve en la Duodécima.
     Belfast metió el reloj de arena en el armario y lo cerró. Cuando abrió ya no estaba. Volvió a cerrar y abrir y apareció como si hubiera estado allí siempre.
– Buen trabajo, Cecil –el irlandés sonrió triunfante.
– En cuanto a nuestro trato…
– Descuida. Mantendré mi palabra y compartiré contigo el Aurus.
     Sin decir nada más, volvió a cerrar la puerta, cogió el armario y salió del camarote.
     Deathlone esperó unos minutos inmóvil y luego se dirigió a la cama. De debajo de ésta sacó otro armario igual que el que se había llevado Belfast. Abrió la puerta y, en su interior, estaba el Aurus. Lo cogió y lo palpó al tiempo que una carcajada comenzaba a brotar de su garganta al pensar en la patraña sobre dimensiones alternativas que le había hecho tragar al irlandés.
– Oh, claro que lo compartirás…

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