viernes, 25 de noviembre de 2011

LOS AMOS DEL DESTINO - 13

CAPÍTULO 13 - Daisho
por Gerard P. Cortés

A bordo del Destino, surcando las mareas que separan los mundos, entre algún lugar remoto y mitad de ninguna parte, Asari Misaki afila su katana con ceremonia.
     Su mano recorre toda su curvada longitud como una caricia hasta llegar a una diminuta muesca bajo la empuñadura.
     La mayoría de ninjas, y no es que fueran del todo otra cosa los que decidían abrazar el negro de las Sombras, preferían usar un ninjato, una espada algo más corta y recta que permitía desenvainar más rápido y sorprender a su oponente. Pero ella no.
     Asari Misaki no renunciaría por nada a su daisho, el juego de espadas larga y corta que le legó su padre al morir. Igual que nunca se le ocurrirá reparar la muesca junto a la empuñadura que éste ordenó respetar para siempre.
     Cuando ella le preguntaba qué era, Asari Tetsuo siempre decía: “Un recuerdo, pequeña Mariposa. Un recuerdo del enemigo más formidable con el que me he enfrentado jamás. Un enemigo al que tuve que matar para que tu y yo pudiéramos estar juntos”.

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En 1836 la antigua misión española de El Álamo, en San Antonio de Béjar, Texas, arde y tiembla bajo el fuego del ejército mexicano comandado por el general Santa Anna. Una minúscula pieza de acero salta de la katana de Asari Tetsuo, arrancada por la hoja de Aquiles y la fuerza brutal de su ataque.

Tennessee se levantó con esfuerzo, sus ojos chisporroteando aun con llamas verdes. Sooraya lo miraba fijamente y de sus ojos salía un vapor negro y espeso. Los pocos soldados, tejanos o mexicanos, que se atrevían a acercarse a ellos, caían al suelo, presas de un dolor febril y una locura que les acompañaría durante el resto de sus cortas vidas.
– Tus conjuros robados no tienen nada que hacer contra una hija del Inframundo –dijo ésta con voz deslizante sin mover la boca.
– ¿Entonces de qué tienes miedo? Vamos, enséñamelo…
     Sooraya lanzó un grito que hubiera dejado afónico al engendro que saldría al cruzar una sirena con una banshee. Incluso los combatientes interrumpieron la lucha para agarrarse la cabeza, por temor que les estallara. Tennessee no se movió. Sólo sonrió.
– Chilla todo lo que quieras, chica. Sólo lo harás más dulce.
     La túnica que cubría todo el cuerpo de Sooraya se prendió de llamas negras como sus ojos y se consumió. No era el cuerpo de una mujer lo que había debajo. Si hubiera que traducirlo a palabras que la mente humana pudiera comprender, sería un amasijo de carne quemada, garras y dientes. Algo que más que un cuerpo parecía un cúmulo de perdición coronado por unas alas negras y descarnadas.
     Cuando éstas se movieron el suelo tembló, y cuando alzó el vuelo y agarró a Tennessee con sus garras, él apenas pudo reaccionar hasta que hubo atravesado la pared hasta estrellarse en el desierto nocturno.
– Ahora no te ríes –susurró siguiéndolo fuera.
     El pistolero escupió sangre y arena a partes iguales.
– ¿Cómo podría? Estoy ocupado tratando de no vomitar la cena. ¿Es que no tenéis espejos allá abajo?
     Otro chillido y se lanzó de nuevo contra él.

Razzler ya veía la misión en el horizonte cuando oyó el primer grito. Estaba lo bastante lejos para que no le afectara, pero sus implantes zumbaron. Pudo seguir corriendo y ver cómo algo que parecía humano atravesaba la pared, seguido de algo que no lo parecía en absoluto. Estaba lo bastante cerca cuando sonó el segundo grito. Uno de sus implantes estalló, otro se cortocircuitó, de su nariz salió un chorro de sangre y cayó al suelo con los ojos en blanco.

Tetsuo y Aquiles seguían descargando golpes el uno contra el otro. Recibiendo heridas e inflingiéndolas. Ambos eran luchadores honorables. Quizá las mejores espadas de sus mundos. Aquiles empuñaba la misma espada con la que puso Troya de rodillas, Tetsuo la Katana que había sido el símbolo de los Asari desde los tiempos en que los Yokai iban a la guerra con los humanos. El daisho que había heredado de su padre y éste del suyo, y así hasta los Días Viejos.
     El daisho es el símbolo del samuráis, hay quién dice que en él reside su alma y la de todos sus antepasados. La daito, la espada larga o katana, de los Asari se llamaba Nekomata, como el gato que ha sido siempre el estandarte de su clan. Representaba la fuerza, la habilidad y la elegancia marcial. La shoto, la espada corta o wakizashi, se llamaba Kitsune, como el espíritu del zorro que merodeaba en los bosques de su región natal. Representaba la astucia.
     Aquiles atacó con la espada en alto y, en lugar de bloquear el golpe con su katana, Tetsuo se agachó en un movimiento fluido y armonioso como el de los cerezos en flor mecidos por el viento. Rodó tras el griego antes de que éste pudiera corregir el golpe y desenvainó a Kitsune.
     Tetsuo clavó su wakizashi en el suelo, atravesando en el camino el talón de Aquiles. Éste soltó un grito y cayó de rodillas.
– ¿Lo… lo sabías?
     El samuráis asintió.
– Has luchado honorablemente Aquiles, hijo de Peleo.
– Pues… déjame morir del mismo modo.
     Tetsuo asintió de nuevo, alzó su katana y dio a Aquiles la misma muerte honorable que hubiera querido para él.
     Cuando salió al exterior, la hoja aun teñida de sangre, vio el cuerpo tendido de Razzler que todavía parecía respirar, y a Tennessee peleando con esfuerzo contra algo que era mucho menos que humano.
     Aunque no simpatizara mucho con el pistolero, no podía permitir que le pasara nada hasta que le hubiera devuelto a casa como le había prometido, así que retó al demonio con un grito.
– ¡Déjale y enfréntate a mi espada!
     La criatura se paró en seco, le miró y se posó en el suelo con una sinuosidad impensable para su forma. Plegó las alas negras sobre su cuerpo deforme y estas se convirtieron en una túnica que le cubría todo menos los ojos.
– ¿Sooraya?
– Tetsuo, por favor, mantente al margen. Déjame acabar con él y volvamos juntos al Destino.
     Aprovechando el respiro, Tennessee vació los casquillos de su revolver y lo recargó al tiempo que susurraba algo ininteligible con la boca muy cerca del cañón.
– No puedo –dijo el futuro señor del Clan Asari–. Algo muy importante depende de que él cumpla su palabra.
– Pero no lo va a hacer –dice ella–. Nunca lo hace. Es un mentiroso. El rey de los mentirosos.
     Tennessee se rasgó la muñeca y vertió su sangre sobre el tambor del arma antes de cerrarlo.
– Si intenta engañarme, lo mataré yo mismo. Ahora necesito que te retires, por favor.
– ¡No! –gritó–. ¡Yo lo mataré! ¡Es mi destino y mi derecho de nacimiento! ¡Yo…!
     Sonó un disparo y la cabeza de Sooraya estalló. Sangre negra salpicó el rostro de Tetsuo.
– Gracias… esa perra del Infierno no me daba un respiro para preparar mi hechizo…
– No era una perra.
– Tal vez… pero sí que era del infierno.
– ¿Podemos irnos ya?
     Tennessee sonrió y le hizo una señal para que le siguiera.
     Ambos se adentraron en la noche del desierto y un cuerpo en la arena levantó la cabeza sólo un poco.
– Sigue haciéndote el muerto –gritó Tetsuo desde la lejanía. Y Razzler le hizo caso.

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Tras dejar a Tetsuo en su mundo, Tennessee decidió probar suerte en otro. Llegó a una pequeña ciudad rodeada de campos verdes, en la que joviales lugareños bebían whisky y peleaban entre ellos por pura diversión.
     Entró en una taberna, se sentó en la barra y pidió un vaso de lo mismo que estaban bebiendo los parroquianos.
– ¿Cómo se llama esta ciudad? –le preguntó al camarero.
– Se llama Belfast –dijo éste.
     El pistolero dejó el sombrero sobre la barra y apuró su vaso de un trago. Se apartó unos mechones de pelo rojo que le cubrían la frente y los ojos verdes.
– Belfast… –repitió paladeando las sílabas–, es un bonito nombre...

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