viernes, 16 de diciembre de 2011

LOS AMOS DEL DESTINO - 16

Capítulo 16  – La jugada del solitario - 3
por Alex Godmir
La selva era frondosa y húmeda. El silencio, junto con la niebla espesa y la falta de luz solar, la dotaba de un aspecto tenebroso. Cualquier arbusto o recodo en la maleza podía albergar infinidad de peligros y trampas.
     Willibald continuó avanzando sin emitir prácticamente sonido alguno, ni siquiera sus pasos sobre el húmedo terreno revelaban su presencia. Había logrado hacerse uno con el lugar en apenas unos minutos. Al internarse en él multitud de peligros potenciales se le pasaron por la cabeza; bestias salvajes, plantas venenosas, trampas diseñadas con magia o con simple mecánica. Pero no, allí no había nada de todo eso. Sólo maleza, árboles, humedad y niebla. Ni rastro de animales, ni siquiera insectos. Únicamente silencio.
     Como buen cazador mantuvo sus sentidos alerta y, al hallar un pequeño espacio despejado en la tupida selva, utilizó la luz del sol que se colaba para consultar el cuaderno:
     “La selva solitaria, donde quien se interne deberá enfrentarse a lo peor que en ella pudiera encontrarse. Cruzarla no dependerá de la habilidad, ni de la suerte.”
     ¿Qué significaba aquel comentario? Por el momento nada había hallado, ni peligros ni obstáculos. Se encontraba en solitario recorriendo un camino, tan solo acompañado por sus propios pensamientos. Ellos eran los que le indicaban el abanico de posibilidades y riesgos que podían ocultarse en aquel lugar. Pero no había el menor indicio de que alguno de ellos ocurriera. Sin señales o signos extraños resultaba improbable que realmente existieran tales riesgos. Y no tenía la más mínima duda al respecto de sus habilidades o sus sentidos. No, no había nada en la selva. La cruzaría sin problemas.

– Has dicho que tú intentaste conseguir el objeto –dijo Misaki mirando a Tynan–. Y también que no lo lograste.
     El otro asintió.
– Por lo tanto sabes qué peligros esconde la isla y a qué riesgos deberá enfrentarse Willibald –la interrumpió Belfast–, ¿verdad, viejo loco?
     Tynan lo miró mientras sonreía y se sentaba sobre la cubierta.
– Bueno –dejó la frase en suspenso–… ahora recuerdo lo que yo hice aquella vez y hasta dónde pude llegar. Tan solo logré cruzar la selva y llegar al puente. Mi memoria está algo confusa.
– Pues cuéntanos, ¿qué hay en la selva? –exigió Deathlone– No podemos ayudar a Willibald, pero sí saber qué nos esperará allí si él no lo logra y debemos ir alguno de nosotros.
– Jajaja –rió el capitán de los espectros–. Créeme, si él ha encontrado el cuaderno no es fruto del azar, sino que él ha decidido que es quien tiene más posibilidades de éxito.
– ¿Él? –preguntó Zabbai Zainib.
– Se refiere al propio Aurus –explicó el hombre máquina–. Como objeto de poder sigue funcionando y solo se muestra el cuaderno a quien considera que alberga posibilidades reales de éxito. Y seguramente los Amos respetan la decisión, esperando que alguien recupere el objeto y lo devuelva al Destino.
– En la selva solitaria se ocultan infinitos peligros y al mismo tiempo ninguno –continuó Tynan–. Es lo que la imaginación de Julius creó, un lugar inhóspito que infunde terror y provoca en la mente de quien se interne los mayores temores sobre el lugar. Únicamente quien esté convencido de sus capacidades y de su propio sentido común, logra salir indemne. O también hay otro modo –rió de nuevo–, tener una gran soberbia y tozudez. Eso es lo que yo utilicé.
– Creo que lo entiendo –le cortó Deathlone–. La selva es un juego mental, ¿verdad?
     Belfast lo miró sin comprender. Las dos mujeres también mostraban curiosidad ante el comentario del médico. Un tenue sonrisa de Böortryp dejó claro que su analítico cerebro había llegado a la misma conclusión.
– Sencillamente –continuó Cecil–, la selva no tiene peligro alguno. Pero la ausencia de los mismos hace volar la imaginación del que la recorre y puede provocar que quien se interne allí se pierda, o incluso se vuelva loco. Como dice Tynan, solo si crees lo que tus sentidos te indican y confías plenamente en tus capacidades, te puedes orientar y cruzarla.
– O si –habló el hombre máquina– estás tan convencido de que vas a cruzarla que desoyes a todos tus miedos y desdeñas los riesgos.

Caminó durante algunas horas más, hasta que de improviso se encontró fuera de la selva. El trayecto había sido más lento de lo previsto por lo tupido de la floresta y la falta de referencias. Pero su sentido de la orientación había bastado para alcanzar el punto correcto. Un camino de roca tallada se veía en la distancia. La piedra era de blanco marfil y resplandecía ante los rayos de sol. Casi se podía decir que deslumbraba.
     Un rápido vistazo alrededor le permitió confirmar que no había presencia alguna, como también la ausencia de cualquier signo de vida. Era evidente que nadie recorría aquel lugar hacía mucho tiempo, pues en los laterales del empedrado camino habían crecido salvajes multitud de hierbas y plantas. Algunas Willibald las conocía bien. Eran de desarrollo muy lento, necesitando varias de ellas incluso décadas para alcanzar el tamaño que allí exhibían. Lo más extraño era la ausencia en el propio camino, como si incluso las hierbas tuvieran miedo de adentrarse en aquella senda.
     Miró de nuevo hacia todos los lugares donde podía ocultarse algún peligro, pero no captó ninguno. Apenas había dado diez pasos cuando una brisa a su espalda le trajo un olor fuera de lo común. Era de un ser vivo y le resultaba familiar. Siguió caminando con sus sentidos alerta, concentrados en la dirección de donde se percibía el olor. Era un lateral del camino, un muro bastante alto.
– Podría haberte matando antes –dijo una voz–. Aunque preferí estudiar tus movimientos. Y he perdido la oportunidad de sorprenderte. Supongo que los viejos hábitos de estudiar y valorar, antes de actuar, son un lastre en ocasiones.
     Willibald se giró lentamente y centró su mirada donde se perfilaba la silueta. Los rayos del sol incidían caprichosamente sobre aquel lugar, deslumbrándole y haciendo complicado ver quién estaba allí. Pensó que él no habría escogido un lugar mejor para tender una emboscada.
– Sí –dijo–. Supongo que si me hubieras disparado con ese arco que llevas a la espalda hace unos segundos no habría podido evitar que me ensartaras. O quizás sí. Eso ya no lo sabremos. La cuestión ahora es, sencillamente, qué va a pasar.

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