viernes, 13 de enero de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 20

CAPÍTULO 20 - Llegará el día de los muertos
por L. G. Morgan

A veces suceden cosas que uno no sabe explicar. Suceden… sin que puedas saber si son reales o no, si ocurrieron mientras estabas despierto o, por el contrario, si fueron tan solo un desvarío de la imaginación. En mi tierra lo llamamos “cabalgar los sueños”. A algunas personas les pasa una vez en la vida, a otras nunca. Y los menos pueden provocarlo a voluntad, tantas veces como deseen. Kameria el Viejo era un experto cabalgador de sueños, se inducía aquellos trances, los viajes de sueños, después de ingerir mekia, la más extraña sustancia mágica de cuantas se conocen, y cantar la antigua letanía de las horas monótonas. Él me enseñó hace mucho tiempo y yo, aplicada aprendiz, cabalgué con él por las regiones que están vedadas a la mayoría, las que quedan más allá de los sentidos, más allá de la comprensión o el auxilio del resto. Kameria tenía el don de los sueños. A los demás nos costó una vida conseguir siquiera un ápice de esas visiones.

Soplaba el viento del desierto. Era un día turbio con el sol enmascarado por la calima. Supe que había vuelto a mi tierra, la tierra árida del sur. Me encontraba encaramada en la falda del monte Safir, coronado de nieves en el invierno, guarida de buitres y águilas criando en la primavera. A mi espalda podía adivinar sin necesidad de verlo la vega feraz del río Eos que limita Tyrrene, el país de mi padre y del padre de mi padre; la mitad de mis orígenes. Y ante mí se desplegaba el valle del Abys, escenario de la mayor batalla que habían conocido los tiempos de mi abuelo y el sitio al que habíamos sido enviados. El lugar de la muerte atroz.
     El valle se hallaba cubierto de cadáveres; miles de cuerpos sin vida, lacerados y sangrientos, yacían bajo el sol inclemente hasta donde alcanzaba la vista. Los pocos supervivientes hacía tiempo que se habían marchado, arrastrando a los heridos que aún tenían alguna posibilidad. Los estandartes rotos ondeaban al viento como polvorientos harapos de pasada gloria y los buitres habían dado ya comienzo a su banquete. Amasijos de negras plumas se cernían sobre los muertos, arrancando su carne hasta descubrir los huesos y mostrarlos a la cruda luz de un día amanecido sin esperanza. El hedor era insoportable, lo cubría todo, el olor de la muerte, de la sangre derramada y las vísceras abiertas; el enfermizo aroma que atrae a los carroñeros como señal universal, flotando sobre la tierra como un ponzoñoso sudario.

Supe que iba a galope tendido sobre uno de esos sueños vívidos que dejan en el cuerpo una huella indeleble. Era consciente de todo: sabía quién era yo y sabía dónde estábamos, nada más importaba. Y de algún modo, también sabía cuál era nuestra misión. A mi lado se amontonaban los demás tripulantes del Destino, mirando inmóviles como yo la carnicería ofrecida a nuestros ojos. Me volví despacio y contemplé sus rostros uno a uno, las expresiones de asco o indiferencia, la fascinada atención e incluso la complacida suficiencia del que se sabe a salvo. Aguardábamos. Estábamos allí, dominando la vista del campo anegado de sangre, solo esperando a cumplir lo que el destino hubiera escrito en los pliegos doblados de nuestras historias.
     Habíamos aparecido al mediar el día, confusos y desorientados, justo al pie de la montaña sagrada. Fuimos arrebatados de nuestros camarotes en medio de la noche y lanzados de bruces a la vastedad implacable de un día en su pleno apogeo. Recordé entonces, sin ningún esfuerzo, una especie de cántico que había creído escuchar antes de dormirme, en la frontera exacta que separa la vigilia del sueño. No eran sonidos del todo humanos, sino más bien una amalgama de varias cosas que resultaba de alguna forma musical: los gemidos inarticulados del viejo maderamen del barco, las jarcias tensas, el crujir de las velas azotadas por el viento… También recordé de golpe aquel extraño sabor a la hora de la cena. Había cocinado Böortryp, o más bien, había dispuesto en la mesa parte de los suministros que el barco se encargaba de proveer. Comprendí de golpe lo que significaba: el Destino nos había sedado a todos intencionadamente, induciéndonos ese viaje que acabábamos de comenzar. Con qué fin, era pronto para saberlo. Miré a mi alrededor en estado de total alerta, adoptando sin darme cuenta la posición de batalla. Me sentí viva y alerta, aguzados mis sentidos como el filo del shamsir que mi mano volvía a empuñar con inmenso gozo. La tierra caliente me daba su fuerza, la sentía subir por mis piernas, discurrir por mi sangre e inundar mi corazón llenándolo de vigor. El curvo acero, bruñido como una luna de plata, afinaba mi mente, me devolvía el equilibrio y la fiereza y agilidad de antaño. Me animaba la certeza de que sabía lo necesario, lo que podía esperar de aquel viaje, había pasado por trances semejantes y había salido victoriosa. Claro que por eso estábamos allí; el navío de pesadilla donde habitábamos tomaba de cada uno de nosotros conocimientos y poderes específicos, nos había seleccionado cuidadosamente con ese objeto, para luego utilizarlos en provecho de sus Amos. Esta era mi parte, lo supe claramente, aquella misión debía de exigir lo que solamente yo podía aportar. Pero estaba igualmente segura de que a mis compañeros les estaban reservados también otros cometidos específicos que usarían de sus habilidades. Si no, no habríamos sido todos convocados.

Transcurrieron eones de quietud, o eso nos parecía, el tiempo se estira y se retuerce bajo el sol cruel cuando la única opción es la paciencia. Y nada cambiaba. Atisbé de pronto un movimiento extraño: me pareció ver arrastrarse un cuerpo tendido en el extremo de la explanada, al sur, como si hubiera vuelto a la vida por algún sortilegio. Era algo imposible, pensé que mis sentidos me engañaban. Pero luego se sucedió otro movimiento, y luego otro más, esta vez al este, que me hizo reconsiderar la situación. Dos de los cadáveres, dos guerreros tyrrenos mutilados, se alzaron lentamente de la tierra como si fueran títeres tambaleantes dirigidos por un mago, apoyándose en las extremidades cercenadas, en muñones y rodillas, y avanzaron en nuestra dirección. Luego fueron otros, luego decenas: hombres de Tyrrene y de Hatimm se levantaban del valle de la muerte, recobrados el hálito y el vigor. Cientos. Miles. Muertos revividos de horribles rostros vacíos, con las cuencas huecas y el andar vacilante y extraño. Cangrejos ermitaños con restos de apariencia humana, hercúleos insectos de mirada perdida que habían sido hombres al alba. Iban apoyándose unos en otros, ayudándose de las lanzas, espadas y estandartes. Se arrastraban en silencio, hombro con hombro, daba igual en qué bando hubieran comenzado, dejando estelas de sangre, piel y músculos desgarrados y ganando terreno con la ciega determinación de una procesionaria. Hasta que los tuvimos frente a nosotros, en apretada y marcial formación, como las huestes convocadas a una terrible y siniestra batalla. A nuestra izquierda el ejército de Tyrrene. A la derecha las hordas hatimitas.
     Los miré impasible, como la reina que soy, entrenada concienzudamente para el dominio y el control. Y ellos se postraron despacio ante mi sombra, la alargada sombra de generaciones de gobernantes, acatando sin palabras, entregándose a mí sin estridencias. Entonces Tynan, Reflejo Oscuro, se alzó a mi lado como si se tratara del personaje de algún drama bien ensayado, un muerto más entre los muertos. Y elevando al cielo sus brazos descarnados prorrumpió en alaridos de dolor ardiente, haciéndose uno con aquellas hordas pálidas dispuestas a servirnos con la obediencia ciega de los esclavos. Tynan aborrecía la tiranía, la había conocido y ejercido demasiado tiempo, en cualquier otro caso le hubiera repugnado el yugo que imponíamos a aquellos desgraciados, pero sabía como todos que no existía ninguna otra opción: lo que se escribe en el Otro Lado ha de cumplirse, pues el hombre es tan solo arcilla en las manos de los dioses.

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