viernes, 20 de enero de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 21

CAPÍTULO 21 - Llegará el día de los muertos
por L. G. Morgan 
Me sabía llamada a liderar esa misión: aquel era mi mundo y ellos eran mi gente,  antepasados de aquellos que me dieron la vida. Tenía su absoluta y ciega lealtad, plasmada ante mí en su evidente sumisión, pero necesitaba también la de mis compañeros de travesía. Y eso era más difícil de obtener.
Como sucede siempre en los sueños supe de pronto dónde teníamos que ir y cuáles debían ser los pasos siguientes, pero supe igualmente que, para tener éxito, ellos tenían que confiar en mí, tenían que creerme. Y como en todos los sueños allí operaban unas leyes propias y un tiempo y un espacio distintos, que yo conocía. Solo que había unas cuantas diferencias a tener en cuenta: lo que se atara en ese sueño quedaría atado en la realidad, lo que se creara o destruyera en él quedaría igualmente hecho o deshecho en el mundo físico, ¿se dejarían guiar en aquel mundo extraño, o triunfarían el recelo y las luchas de poder habituales?
La Sombra fue la primera en resolver el enigma. Ante el ejército de muertos convocado delante de nosotros dio un paso al frente hasta colocarse junto a mí y me ofreció su espada curva con un gesto leve y elegante, digno, sin que aquello mermara un ápice su orgullo o integridad. Lo hizo solo porque comprendía la llamada ineludible del deber cuando soplan los cuernos de la guerra. El viejo capitán, Tynan Reflejo Oscuro, inclinó su cabeza desgreñada en parecido gesto, nunca sabré por qué o por quién lo hizo, lo más seguro es que fuera por los propios muertos, a quienes consideraba más semejantes que aquellos con los que compartía espacio y tiempo. Böortryp y el demonio de un solo ojo aceptaron también tras una pausa, el primero lógico y frío como siempre, sopesando opciones, ventajas e inconvenientes, y el pelirrojo por una vez extrañamente dócil, o puede que solo divertido por aquella novedad. Siempre parecía sentir una retorcida fascinación ante lo desconocido, formaba parte de su carácter. El ciego en cambio aceptó indiferente, más preocupado por cuestiones personales. No había tenido la posibilidad de utilizar ninguno de los conjuros con los que solía atenuar su deficiencia y era consciente del todo de los problemas que su estado podía causarle en terreno real. Por alguna razón que se le escapaba los Amos le habían querido vulnerable, tal vez para que tuviera que usar de otros recursos, afinándolos con precisión extrema como haría un músico con las cuerdas de un sehtar. Y por último estaba Willibald, sereno y a la vez alerta, siguiendo con pleno interés todo lo que pasaba ante sus ojos, dispuesto a vivir a plenitud una de esas esquivas leyendas que el destino esta vez había colocado a su alcance. Su juramento selló nuestra suerte, ahora no quedaba sino vencer o morir.
Di las órdenes oportunas y todo el ejército, arengado por descarnados capataces que les cubrían de improperios y amenazas, se puso lentamente en camino, levantando nubes de polvo que oscurecían aún más la luz ácida de la tarde. Tynan y Deathlone cubrirían con ellos el resto de la jornada y acamparían bajo las estrellas para aguardar nuestra vuelta. Los demás nos dirigimos a Tyrrene, convertidos en ladrones al servicio de las sombras, llevando con nosotros a un puñado de silenciosos hatimitas muertos, cuyas lealtades antiguas no entorpecerían, como en el caso de los tyrrenos, lo que teníamos que hacer.

Tyrrene creció al borde de un oasis y se extendió bajo la protección del astro rey, ocupando rocas milenarias que había puesto el dios para albergue de sus gentes. Los laboriosos tyrrenos horadaron la piedra, la esculpieron sus artistas y la pintaron sus mujeres. No hicieron falta murallas pues, ante cualquier enemigo, solo había que cerrar las cuevas y cobijarse en su interior. El agua de la vida manaba en una gruta y discurría por canales en el corazón de la ciudad.
Ahora nosotros éramos ese enemigo. Y nuestro objetivo: robar carros de guerra y caballos suficientes para presentar la batalla que habríamos de librar dos días después. Los establos se hallaban al norte, y junto a ellos los almacenes donde se guardaban los carros.
Amparados por la oscuridad nos acercamos con sigilo desde el borde del desierto. La Sombra invisible lanzó a la vez dos estrellas de plata, que fueron a clavarse en las frentes de los dos adormilados centinelas que guardaban las puertas. Dentro se oía el piafar suave de los caballos que aún no habían detectado la amenaza. Böortryp y el demonio que siempre ríe silenciaron a los guardias que custodiaban el almacén, degollándolos en silencio. Las habilidades del hombre-máquina no servían de nada en ese mundo, él mismo lo había comprobado con sorpresa. “Distintos mundos, leyes distintas”, le expliqué. Así que tuvo que matar como cualquiera, y me pareció que obtenía de aquella intimidad desacostumbrada, aquella cercanía de pieles y sangre, si no emoción, imposible para los suyos, sí alguna especie de curiosidad satisfecha, de enseñanza. Willibald y yo nos deslizamos hasta el edificio bajo y alargado que se levantaba junto a aquellos dos: el alojamiento de la guardia, el lugar donde vivía la milicia que prestaba servicio en aquellos momentos. Atrancamos la única puerta desde fuera, para evitar que salieran al oír los caballos y el traqueteo de las ruedas enormes de los sólidos carros que íbamos a llevarnos.
Todo salió a la perfección. De una en una fuimos sacando a las bestias y enganchándolas a los carros dentro del almacén, guiándolos después al exterior. Solo un caballo por carro, pues solo tendría que tirar de una persona cuando habitualmente llevaban tres: el lanzador, el conductor y el protector, portador del escudo. Entonces llamamos a los hatimitas que habíamos llevado con nosotros para que se encargaran de conducirlos, mientras nos hacíamos cargo del resto de las monturas, necesarias para reforzar los carros cuando fueran al completo, y nuestra garantía contra la persecución de los burlados tyrrenos.
En el acuartelamiento alguien había dado la voz de alarma y empezaban a sentirse los golpes contra la puerta. Hicimos partir a los caballos al galope, por las llanas pistas de arena que viraban lentamente al sur. Solo me volví una vez cuando estábamos a punto de perdernos de vista en la noche, plateada por la luna y enigmático el rostro por las sombras, empuñando el shamsir por encima de la cabeza con gesto retador, para que los soldados que habían acabado por salir tras derribar la puerta me vieran… y pensaran que el cielo había enviado dioses a la venganza.

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