viernes, 27 de enero de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 22

CAPÍTULO 22 - Llegará el día de los muertos
por L. G. Morgan

El sol a plomo. Otra vez. Como siempre en esta inmensa heredad que habitaron mis antepasados, este mundo quemado donde el agua se esconde como tesoro de incalculable valor bajo la tierra. Al otro lado de la explanada un ejército curtido y despiadado nos planta cara para defender lo que es suyo: miles de hombres con corazas bruñidas y cascos con pico de halcón velando sus rostros, las lanzas enhiestas y los caballos nerviosos, aguardando el resultado de la primera carga para lanzarse también a la lucha. Y nosotros enfrente, con los blasones del león y el elefante y yo con mi casco guerrero de alas desplegadas, Istiria ha acudido en mí a esta guerra. Enfrente sí, para arrebatarles aquello que defienden porque el destino así lo quiere, aunque sea suyo, aunque suponga su bien más preciado. Nuestras lanzas y espadas preparadas también, los pesados carros ocupados por los muertos enardecidos que forman nuestras tropas, los timbales sonando atronadores. El aire huele a sangre, y la lucha aún no ha comenzado. Sobre nuestras cabezas planean los buitres anticipando la carnicería que sin duda va a tener lugar.
Misaki y yo delante de todos, encarando al enemigo sobre los caballos de petos y espaldares repujados. Tynan y el bibliotecario ya se han colocado junto a los muertos, cada uno plantado firmemente sobre un carro guía, expuestos temerariamente a las lanzas y a las flechas enemigas si no fuera por los escuderos que les acompañan. Los otros tres aguardan unos pasos atrás mezclados con la infantería, Cecil emparejado con un tyrreno alto y espectral que va a ser sus ojos en todo momento. Levanto el brazo armado a la vez que el comandante enemigo hace lo propio. Lo bajo bruscamente y mis hombres cargan entre aullidos inarticulados y el golpeteo feroz de hierro contra hierro. Nuestros carros son más lentos pero mucho más pesados y sólidos que los que nos atacan, lo que garantiza una devastadora y letal penetración entre sus filas. El choque que se produce entre las hordas es brutal, el impacto retumba como un trueno alcanzando las lejanas montañas, que devuelven un eco bronco de protesta. Nuestros carros arrasan sus filas, se llevan por delante a la mayoría de hombres y monturas sin darles tiempo a reaccionar siquiera, y continuan hacia delante sin freno con Willibald y Tynan a la cabeza, dejando cadáveres y carros vencidos a su paso.
Es el turno de los jinetes. Con Misaki a mi lado me lanzo hacia delante gritando incontenible mi júbilo, mis ojos nublados por esa sed de sangre que se apodera de mí a la vista del rival. La Sombra corre negra y veloz, desgajando miembros, cercenando cabezas y atravesando petos con su katana centelleante, esparciendo el miedo como quien disemina las semillas en la siembra. Los carros han alcanzado a la infantería enemiga que, al verse desbordada, se dispersa en abanico tratando de esquivar de algún modo la embestida. Pero tan efectivo como aquella resulta ser el terror que empieza a extenderse como una plaga sobre las huestes del halcón: ya han visto quién guía los caballos, han visto el rostro de la misma muerte cabalgar a por ellos, y el miedo hace flaquear a los que no habrían retrocedido nunca ante el acero. Lo que perdonan nuestras espadas es pasto inmediato de los hombres de a pie que nos siguen de cerca. En poco tiempo hemos vencido y la tierra seca se ha vuelto roja, anegada de sangre. Los gritos de los moribundos, hombres y bestias, llenan el aire, siento cómo las sienes me laten por el calor y la excitación febril de la guerra, todo es polvo y luz hiriente. Habría sido un buen día para morir, pienso como siempre me ocurre después de una carga, pero me ha sido otorgado para vivir. Algún día… algún día será el mío, como será el de cada uno de nosotros, no sirve de nada pensar sobre ello.

Ahora es cuando necesitamos de Deathlone, de su específico talento. Le explico qué tiene que buscar, sé que aunque torturásemos hasta la agonía a cualquiera de los prisioneros capturados, no nos revelarían nada, no venderían por piedad su secreto. Han defendido la frontera hasta la muerte, tratando de impedirnos el paso para salvaguardar el enigmático lugar que veneran, ahora es nuestro turno, ahora nos toca obrar a nosotros para cumplir lo que ha sido ordenado. El médico empieza a comprender, su rostro muestra a las claras la luz del fulgurante entendimiento, sin sus ojos el resto de sus sentidos se agudizan a la fuerza, incluso esa facultad que es más que un sentido, esa especie de voz interior, de intuición si se quiere, que le permite contemplar lo que escapa a la vista. Se queda aparte y le dejamos hacer, comprendemos que necesita silencio para escucharse a sí mismo y hallar la salida que buscamos. En otras situaciones similares los medios que posee Böortryp habrían bastado para solucionar todo esto, ¿por qué los Amos le han privado de ellos, por qué le han querido menoscabado en cierta medida, como al médico? En medio de los sueños vívidos que abren el poder de la mekia y los cantos, me digo, las leyes son distintas y los ingenios como la máquina no funcionan. No hay cabida para esos poderes pero sí para la ayuda de los muertos o el auxilio de las sombras y las visiones, eso lo sé. Entonces, ¿por qué han elegido esta vez este camino, por qué ponérnoslo más difícil? Eso es lo que me pregunto de nuevo, sin encontrar respuesta por el momento.
El ciego se pone entonces en pie y camina torpemente a nuestro encuentro, con el semblante pensativo. El tyrreno que le guía vuelve a su lado y Cecil se apoya en él. Entonces sin mediar palabra señala con decisión en una dirección determinada, hacia las montañas, y rápidamente dirigimos hacia allí a nuestro ejército, o lo que queda de él: el resto se pudre al sol al lado de los servidores del Halcón, pasto igualmente de los buitres y trofeo de la muerte y la barbarie.

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